Este artículo quiere plantear una reflexión sobre los tipos de intervención que se llevan a cabo desde los sistemas de protección a la infancia y adolescencia en general. Diseñar la mesa significa plantearse
tres preguntas clave: .- Quiénes deben participar en la intervención especialmente planteando si las familias negligentes y/o desprotectoras pueden y deben participar en el cambio de sus hijos e hijas.
.- Cómo debe ser esa intervención: si se debe priorizar el trabajo individual con los chicos y chicas, o si se debe privilegiar la participación tanto de las familias que han generado el daño como las familias de acogida y adoptivas.
.- Y qué papel deben tener los profesionales que participan en esa mesa.
La experiencia profesional y la literatura señalan dos claves que normalmente se repiten y que son determinantes en promover el cambio y la reparación del sufrimiento de muchos chicos y chicas:
.- La herramienta más eficaz para ayudar en el cambio es la relación con la persona que ayuda o acompaña.
.- El modelo de intervención a veces puede contribuir a generar cambio, pero también puede convertirse en un factor que mantiene el problema, e incluso puede dar como resultado en intervenciones que no dejaron ningún tipo de huella, que a veces es mucho peor.
Hablar de la mesa implica, a modo de metáfora, pensar en si debe ser una mesa redonda, una mesa larga o estrecha, una mesa de cristal o una mesa de madera robusta… Sea cual sea la mesa hay dos mensajes que queremos transmitir:
.- La reparación del dolor y el sufrimiento requiere la participación de la familia que ha generado desprotección, pero también de la familia que intenta desde el día a día reparar sus manifestaciones y emociones.
.- Que el sufrimiento concreto que se manifiesta a través de traumas, desregulaciones, sufrimiento, problemas de conducta, etc. debe ser un contenido que se trabaje con la implicación y participación de las familias[1].
Por tanto, no sirve cualquier mesa; necesitamos definir las claves que deberían ayudarnos a establecer qué tipo de mesa debe ser el soporte desde el que desplegar el trabajo técnico los y las profesionales, pero también en el que las familias de acogida, adoptivas y de origen sientan qué papel es el que deben tener en este proceso de acompañamiento emocional.
Intervención individual e intervención familiar
Existen diferentes formas del trabajo en protección a la infancia:
.- Intervenciones que se centran exclusivamente en el chico o la chica (psicomotricidad, logopedia, psicoterapia, atención psiquiátrica…), considerando que el cambio está en este principalmente para superar las consecuencias de la desprotección vivida. La denominaremos para facilitar la reflexión “intervención individual”.
.- Intervenciones que consideran la preferencia de fomentar la implicación y participación de las familias en el cambio.
Cuando hablamos de intervención “individual” o “familiar” incluimos todas las intervenciones o abordajes que puedan ser llevados a cabo por todo tipo de profesionales (educativa, psicológica, psicoterapéutica, acompañamiento…) y que se llevan a cabo tanto con familias de origen, como de acogida y adoptivas.
Sin duda, la respuesta equilibrada sería la necesidad de aunar ambas, pero la práctica dista mucho de esta realidad y no solo cuando se trata de plantear la presencia y participación de la familia que ha generado el daño sino de las familias de acogida y adoptivas.
A modo de ejemplo…
“No llevo encima ninguna cuchara” (Gila)
Un chiste gráfico de Gila presentaba a un abuelo pidiendo por la calle con su nieto pequeño que se encontraba por la calle con otro señor, supuestamente con medios económicos y esta es la conversación que tenían[2]:
“Por favor, ¿me podría dar algo para que mi nieto se tome una sopa?
Lo siento, pero no llevo encima ninguna cuchara”.
Sin ánimo de destrozar el chiste, el abuelo esperaba quizá dinero para comprar una sopa y la solución que aportaba el señor con medios no respondía a lo que realmente necesitaba el nieto, que era comer. Esto es lo que queremos plantear en este apartado, cómo a veces las respuestas profesionales no responden al problema real de lo que está pasando, sino que se aportan soluciones que lejos de resolverlos, contribuyen a mantenerlos.
Los últimos años ha emergido una cantidad de literatura especializada sobre las dificultades y necesidades de los chicos y chicas en el sistema de protección. Palabras como trauma, desregulación, disociación, resiliencia, vinculación, apego,… destacan en todas ellas y un sinfín de herramientas para su abordaje.
Pero resulta curioso cómo la mayor parte de los casos atendidos reciben normalmente un importante volumen de intervención individual y un bajo volumen de intervención familiar.
En una administración pública que por respeto no citaremos, menos del 8 % de las intervenciones psicológicas en 2020 correspondieron con intervenciones grupales o familiares, 530 sesiones frente a las 9.100 de sesiones individuales. Es llamativo cómo siendo la causa del daño el funcionamiento familiar, la solución se trabajaba de manera individualizada como si la familia no tuviera un papel en la solución del mismo.
Esto representa una gran paradoja en un sistema de protección cuyo origen está en el daño por situaciones de desprotección, negligencia o maltrato familiar. Es como si para trabajar la inseguridad emocional y el daño emocional, hubiéramos optado por hacerlo sin contar de alguna manera con la familia. Podríamos entender que se pudiera prescindir de la familia desprotectora (si bien es algo que queremos cuestionar en este artículo), al fin y al cabo, son los generadores del daño, pero lo común es que se prescinda en general de todas las familias, también de las de acogida y adoptivas.
Se prescinde de las familias cuando la prioridad en el trabajo técnico se hace con los chicos y chicas por separado de sus familias; cuando no se implica a las familias de origen en la reparación del daño generado; cuando no se realizan intervenciones para mejorar la vinculación con la participación de las familias (de acogida, adoptivas y de origen); cuando se tecnifica tanto el abordaje del trauma, la disociación y la desregulación que solo puede ser desarrollado por profesionales, mientras que el trabajo familiar implica pensar que se puede abordar todo ello en casa, en la vida cotidiana, en los espacios de encuentro familiares…; cuando en las visitas establecidas no se permite que se trabaje la historia de vida; cuando las familias no cuentan con toda la información que los profesionales recogen en las intervenciones con los chicos o chicas, entre otras.
Hace unos años en una mesa redonda un psicoterapeuta con mucha experiencia explicaba la filosofía de su modelo de intervención señalando que, para ayudar en el daño emocional a un chico acogido, él primero intentaba generar seguridad emocional en el chico, para, posteriormente, cuando las cosas fueran bien, transferir esta experiencia a la familia y ayudar a que se generalizaran esas habilidades en la familia. Igual la estrategia es efectiva, pero cuando menos es muy complicada, requiere mucho tiempo, demasiada transferencia de formas de relación, en vez de entrar en el centro de la cocina de la familia, abordar cómo se relacionan, se comprenden y se sienten, y que se pueda generar cambio desde el principio. Este debería ser el objetivo.
Una fragmentación de la intervención, ¿necesaria?
El trauma, la disociación, la inseguridad emocional y la desregulación no son problemas individuales, son problemas que afectan y pueden ser afectados en positivo o negativo por la familia. ¿Podemos intervenir sobre estos daños sin contar con las familias? Desde nuestro punto de vista, NO.
Carl A. Whitaker en su magnífico libro Danzando con la familia señalaba lo siguiente: “Cuanto mayor es la necesidad que siente el terapeuta [o cualquier otro profesional] de asumir la responsabilidad de un paciente, menor es su confianza en la capacidad del paciente para comportarse como una persona competente. Debemos evitar que la gente se convenza que es inepta[3]”. Plantea por eso que “la presencia de toda la familia es la única manera que conozco para generar la ansiedad y la motivación necesarias para el cambio”[4] Las familias del sistema de protección, así entendido, “necesitan experiencias reales (…), el estilo debe consistir en insistir en las experiencias emocionales, no en las enseñanzas educativas”[5].
La existencia de muchos abordajes individuales requiere un nivel de coordinación muy intenso entre todos los intervinientes, pudiendo hacer que al final los profesionales requieran tanto tiempo para ponerse de acuerdo y coordinarse, que no dé tiempo a atender a la propia familia. Recientemente en un caso de acogimiento familiar en familia ajena temporal se planteaban los siguientes recursos de intervención para poder evaluar un retorno:
.- Una figura psicológica para el tratamiento con la madre sobre sus dificultades (consumos de drogas, posible problemática de salud mental).
.- Otra figura psicológica para el tratamiento con el padre.
.- Una tercera, para trabajar la relación de pareja.
Y finalmente, sin contar la derivación a otros recursos como salud mental, punto de encuentro, se planteó incorporar una figura socioeducativa para temas de gestión económica, organización sociofamiliar, la red de apoyo, etc.
Demasiados profesionales trabajando en un mismo problema familiar hecho trocitos técnicamente. La fragmentación de los problemas, fragmenta la intervención y complejiza el trabajo porque requiere más tiempo casi para coordinarse que para intervenir. Todas las intervenciones son necesarias, pero la familia debe descubrir y entender qué parte de su problema puede ser atendido por cada agente interviniente. Es una solución muy compleja para familias en situaciones de crisis y alta inestabilidad emocional. Así planteado, es altamente improbable que se decida una reunificación, porque la familia debe cumplir las exigencias y mínimos de todos los recursos intervinientes, y, además, que todos los profesionales estén de acuerdo y compartan la visión de la familia.
Esto también sucede a los chicos y chicas acogidos en familia ajena del sistema que, por lo general, cuentan con diferentes profesionales en la intervención: técnico de seguimiento, psicoterapeuta, supervisor/a de visitas, intervención desde salud mental,… Decidir a quién tienes que contarle el recuerdo traumático puede ser de mucho interés (irónicamente hablando). Se lo puedes contar a todos, a uno de todos (pero no siempre se garantiza que la información fluya entre todos y al final termines fallando a una de esos profesionales que te ayudan), o decidir no contárselo a ninguno… Cuantos más profesionales, a menudo, peor. Quizá la única solución hubiera sido decidir entre todos que el sufrimiento de ese chico se ayude a que lo comparta con su familia de acogida… Pocas veces es así.
Así visto, algunas soluciones profesionales se pueden convertir en un factor que refuerce la imposibilidad del cambio. La fragmentación de los problemas hace más difícil comprender que todo está interrelacionado, que el cambio no está en la actuación profesional sino en la capacidad de la familia de recoger el dolor y el sufrimiento.
Una intervención profesional práctica que diluye a la familia
Si nos preguntáramos todos los profesionales del sistema de protección qué modelos teóricos son la referencia de la intervención, cuando menos, saldrían le teoría del apego, el modelo sistémico, la resiliencia… Todas ellas comparten de una u otra manera la importancia de la familia para modificar el tipo de vinculación, las dinámicas familiares o para activar los factores de protección y resiliencia.
Pero estos magníficos modelos se ven traicionados por una práctica muy centrada en el “Yo trabajo contigo lo que sientes y luego te ayudo a abordarlo con tu familia”, que normalmente suele ser más bien, “Yo trabajo contigo lo que sientes y después ya veremos lo que pasa, les daré unos consejos y más que suficiente…”. Es decir, que uno termina haciendo lo que un amigo denominaba un BLV, es decir “Búscate la vida”.
Jorge Colapinto habla del proceso de disolución familiar que pasa con la mayor parte de las familias de origen cuando entran en el sistema de protección. Las familias terminan siendo sustituidas en todas sus funciones a menudo por profesionales, generando “pocas oportunidades para interactuar [con la familia de origen especialmente], control exterior de la vida emocional, formación de relaciones significativas con profesionales a expensas de las relaciones internas de la familia y subversión de las relaciones jerárquicas entre padres e hijos”[6].
Si no lo remediamos de alguna manera, corremos el riesgo de generar el mismo proceso de disolución familiar con las familias de acogida y las adoptivas, cuando tenemos que ser capaces de ayudarles a que cumplan su función reparadora y de cambio.
¿Quién debe reparar el daño? ¿Quién se debe sentar a la mesa?
Un trauma se siente, se evoca, se intenta exteriorizar, mentalizar, perdonar, se llora, se silencia… Si este proceso lo tiene que hacer el chico o chica a solas con la ayuda profesional como principal referencia, sería como plantearse escalar el Himalaya. Se puede, pero hay que tener mucha fuerza, mucha motivación interna y mucha experiencia, y aun así tiene riesgos. La mayor parte de los chicos y chicas con los que trabajamos no tienen todas estas claves, pero las pueden tener cuando cuentan con el respaldo de una familia.
La clave para que muchos traumas puedan ser reparados es que dejen de estar silenciados, que dejen de estar solo en la cabeza del chico o la chica y sean compartidos con las personas significativas. No siempre es necesario que este proceso implique poner palabras, pero sí requiere cierta conexión emocional, y sobre todo la posibilidad de sentirse sentido, es decir de sentir que el otro siente lo que ese chico o chica está viviendo.
Sentirse sentido/a implica que los chicos y chicas puedan ver reflejado su dolor en sus familiares cercanos; pueden sentirse comprendidos cuando exteriorizan su dolor de buena o mala manera; pueden percibir que no están solos, aun cuando a veces su sufrimiento les sature y desborde; que la mirada de sus familias sigue observándoles de manera cercana y respetuosa y sigue transmitiendo esperanza; incluso que las familias reconozcan que no han sabido ayudarles en ocasiones o que les han hecho daño. Sentirse sentido ayuda a que el objetivo no sea poner palabras, sino minimizar la sensación de soledad y vivir que el dolor es compartido con su familia y que la familia conoce y reconoce el daño vivido.
Para reparar el daño necesitamos a menudo la implicación de toda la tribu. Pero hay algunas personas que tienen una mayor responsabilidad en el mismo y que sin su participación, se hace más difícil remontar en la vida. La familia puede ser tanto la que ha generado el daño, como la que acoge o adopta a ese chico o chica. Intervenir con la familia no es fácil, pero si no lo hacemos, dejamos la responsabilidad completa del cambio familiar en el propio chico o chica, la suerte o la improvisación.
Reparar el daño implica a las familias de origen, implica a las personas que generaron el daño. Esto implica en todos los tipos de desprotección, como mínimo, reconocer el daño realizado y ayudar a desculpabilizar a la víctima. Pero esta intervención, sin duda de alta complejidad en casos de maltrato y abuso, no puede llevarse a cabo de cualquier manera. Debe llevarse a cabo en condiciones protectoras: con el acuerdo del chico o chica, garantizando un trabajo previo intensivo con las personas responsables del daño; una actitud de colaboración clara y honesta mantenida en el tiempo y la ausencia de contraprestaciones por dicho reconocimiento; una planificación rigurosa; un acompañamiento a la persona menor de edad continuado y la participación de las figuras de referencia (familia de acogida, adoptiva, profesionales clave…). Se debe fomentar que repare el daño quien lo hizo.
No siempre ese daño será posible ser reconocido y reparado. Stefano Cirilo explica que “sin una intervención de coacción es imposible atrapar a la familia, es también verdad que, si no se consigue suscitar en la familia una genuina motivación para el cambio, se obtendrán resultados superficiales y efímeros”[7]. Por tanto, no podemos trabajar la reparación sin trabajar de alguna manera esta posibilidad, aunque no parezca ni posible ni viable.
Recientemente en una visita, una madre biológica le transmitía a su hija acogida en acogimiento permanente en familia ajena que sabía que le había hecho mucho daño, que como ella no había sabido cuidarla, ella había aprendido a cuidarse sola y no compartir el dolor que sentía y, le terminaba diciendo, “quiero que le cuentes a A [nombre de la acogedora] cada vez que sientes algo doloroso, para que entre ella y yo podamos ayudarte”. Este es el objetivo.
Intervenir así “no significa insistir en que todas las familias tienen que estar juntas sin considerar el destino de sus miembros individuales, sino que significa esperar que muchas familias negligentes sean capaces de romper el patrón complementario que ha diluido su propio proceso dentro del proceso de los servicios sociales”[8]. Implicar a la familia de origen, sentarla a la mesa del cambio, es una necesidad, sin que por ello esto suponga tener que promover la reunificación familiar.
Pero esta reparación también implica a las familias de acogida y adoptivas. Muchos chicos y chicas han tenido experiencias traumáticas, y ojalá muchos de estos daños pudieran ser reparables completamente, pero la experiencia muestra que, cuando la familia que lo generó no lo reconoce, se tiene que ayudar a que los chicos y chicas puedan aprender a vivir con ello, y aquí estas otras familias son claves.
Las familias de acogida y adoptivas, por lo general, son personas comprometidas, con alta motivación y disposición para poder ayudar, pero que se encuentran con el hecho de que recogen las consecuencias del daño que otros generaron, no siempre pudiendo hacerle frente, entenderlo o manejarlo.
Cuando la intervención es individual y no se cuenta con estas familias, estamos mirando a estos padres y madres de acogida o de adopción como si fueran simples cuidadores mientras que son los profesionales los que generan el cambio. Sería algo así como “Tú como familia dale de comer, atiéndele lo mejor que puedas, llévale al cole y del trauma nos hacemos cargo los profesionales”. Siempre es la familia la que contribuye al cambio, la que ayuda a disminuir la necesidad de disociación hablando de los recuerdos dolorosos sin miedo, la que ayuda a regular el descontrol emocional y la inseguridad a través de los abrazos, del contacto físico, de las actividades de ocio compartidas… y la que recoge una parte del sufrimiento y el trauma y lo hace propio para aliviar la carga de dolor que lleva a sus espaldas cada uno de los chicos y chicas.
El cambio, el sufrimiento, el trauma y la vinculación se reparan, se contrastan y se ponen en jaque en el sofá de casa, no en el diván de un gabinete ni en las mesas de los despachos. Y se hace viendo una película, cuando se colabora en actividades de la casa y la familia, cuando se cocina en familia, cuando se juega en familia… Es decir, se hace a través de las oportunidades que la vida cotidiana nos da cada día. Tenemos el riesgo de tecnificar en exceso una intervención ya de por sí compleja, cuando lo que la intervención debe promover son momentos para ayudar a que las familias reparen dicha relación, pero en casa.
Pero intervenir con la familia también supone devolverle la responsabilidad del cambio y su contribución al mismo. Es fundamental que en esta mesa se puedan reconocer los frutos de los esfuerzos, preocupaciones y actuaciones. Muchas familias piensan que el cambio del hijo o hija es fruto del apoyo profesional, que el hijo o hija ha cambiado él solo o ella sola, o que el cambio está causado por el azar o la conjunción astral, cuando en realidad son las familias las que, en casa, poco a poco y en esa vida cotidiana, son los auténticos artífices del cambio. Es necesario ayudarles a reconocer que los cambios los han provocado con sus esfuerzos, sus nuevas miradas, sus paciencia, su autocontrol… Si esto es importante para todas las familias, es fundamental para las familias de acogida y adoptivas, que ponen todo su esfuerzo y su presente para reparar parte de las consecuencias del pasado pudiendo ofrecer así la oportunidad de un futuro mejor.
¿Qué papel tienen los profesionales en esta mesa?
Sentar a las familias en la mesa del cambio implica que la figura profesional deja de ser la responsable del cambio, la figura central del proceso, para convertirse en alguien que establece las condiciones de seguridad para que se puedan activar las relaciones familiares sin riesgo para los niños, niñas y adolescentes y que acompañe el cambio.
“El rol de experto o gurú tiene cierto atractivo porque nos engaña haciéndonos creer que somos especiales. Que tenemos la sabiduría o la inteligencia necesaria para hacerles saber ‘a ellos’ algo más de la vida”[9].
“Si bien puede ser que las familias se acerquen a nosotros en medio de una crisis, no son de ninguna manera impotentes. En virtud de su interconexión, tienen tremendos recursos para explotar. El dicho ‘un beso de mamá vale por mil del terapeuta’ es cierto. Los miembros de la familia tienen el potencial de ser útiles entre sí, de inspirar el crecimiento. En comparación, nuestra potencia es demasiado débil”[10]
Los profesionales deben ayudar a que las familias pongan encima de la mesa sus recursos, sus miedos, su historia y se les ayude a pensar soluciones compartidas, se le ayude al sistema a pensarse a sí mismo. Podríamos concluir como decía Colapinto: “Una vez que el valor de la conexión familiar es reconocido, las ‘intervenciones’ no son tan complicadas de diseñar”[11].
No necesitamos profesionales especialistas en hacer el cambio, sino especialistas en acompañar a la familia en el cambio, ayudando a que los sistemas familiares se reorganicen y busquen soluciones compartidas, aunque lleven tiempo.
¿Qué mesa necesitamos?
.- Una mesa en la que el centro sea el niño, niña o adolescente, pero en la que estén sentadas sus familias (de origen, de acogida o adoptiva). No siempre podrá estar todo el mundo, pero debe ser una mesa que implique y favorezca la participación de las personas responsables del daño y de los familiares significativos para ese chico o chica.
.- Donde el foco sea el reconocimiento del daño por parte de la familia de origen; la búsqueda en familia de soluciones compartidas, y la creación de relaciones que ayuden a seguir reparando a través de la vida cotidiana.
.- Sin duda, una mesa fuerte de madera que pueda recoger, sin miedo a romperse, el enorme peso del sufrimiento, del trauma, la desregulación y el maltrato vivido.
.- Una mesa firme, que sea capaz de recoger el peso de todo el dolor, los enfados, los golpes en la mesa, y aguante el peso de la incertidumbre, las dudas o el impasse del tiempo cuando no se encuentran soluciones.
.- Una mesa redonda que favorezca la cercanía y evite juegos de poder.
.-Una mesa no muy grande, porque necesitamos a la tribu pero no queremos que la presencia de demasiadas personas diluyan las cuestiones clave que tenemos que trabajar: el sufrimiento, las emociones y el dolor.
.- Una mesa donde se pueda hablar, pero también donde se pueda escribir las soluciones y se pueda pensar en familia.
.- En la que las figuras profesionales garanticen unas condiciones de seguridad para todos, dinamicen y garanticen que todos se puedan sentir escuchados y respetados; el uso de un lenguaje que ayude a visibilizar el daño y favorezca la conexión emocional mutua.
.- Una mesa en la que puedan participar figuras clave como los educadores y educadoras de los chicos y chicas que viven en centros de acogida junto con la familia de origen, vertebrando una interrelación necesaria y focalizada en trabajar el dolor y el cambio.
Menos diván y más mesa camilla con brasero
Asumir el tipo de mesa que sugerimos implicaría algunos ajustes posibles y reales…
.- Que uno de los contenidos clave del trabajo sea fomentar la sintonía emocional en familia para disminuir el miedo y la ansiedad que muchos chicos y chicas presentan. Se hace necesario desarrollar más intervenciones que ayuden a mejorar la calidad de la vinculación en las familias atendidas, como un contenido transversal a lo largo del tiempo.
.- Poner en el centro de la intervención que las familias puedan hablar del sufrimiento y el dolor vivido y la búsqueda de soluciones.
.- Utilizar herramientas que ayuden a recoger las visiones diferentes de los adultos y los chicos y chicas y poder trabajar después con las diferencias que surjan.
.- Implicar en el abordaje del trauma, como norma general, el planteamiento de que debe reparar el daño quien lo hizo, reconociéndolo y siempre sujeto a unas condiciones mínimas.
.- No dar por imposible la intervención con una familia sin haberlo intentado suficientemente.
.- Promover que los espacios de visitas se conviertan en momentos clave para el trabajo de historia de vida con la presencia de la familia de origen y de reconocimiento del daño.
.- Favorecer la posibilidad de que las familias de acogida y de origen se conozcan, compartan la mesa para hablar de las necesidades y evolución de los niños y niñas… Ídem para los chicos y chicas en centros de acogida, favoreciendo espacios para la comunicación entre los técnicos del recurso residencial y la familia de origen, centrada en el cambio.
.- Ampliar el número de intervenciones y visitas domiciliarias donde se trabaje principalmente con todos los miembros de la familia
.- Y sobre todo que el principio del interés superior del menor no se focalice en una visión de derechos que sitúan a los profesionales como responsables de su garantía. Los profesionales deben ayudar a las familias a que garanticen esos derechos. Necesitamos un sistema donde los profesionales no tengan la responsabilidad en todas las decisiones, sino que tengan la responsabilidad de promover el diálogo, el cambio en las familias pensando en el futuro y en la necesidad de construir una tribu para cuando el sistema deje de ser el responsable del caso.
Mi experiencia profesional después de 25 años de trabajo intensivo, de multitud de cursos de formación, lecturas, supervisiones de casos, etc., me ha hecho darme cuenta de que lo más terapéutico para ayudar a disminuir el trauma, más allá de las tecnologías, los protocolos, las herramientas novedosas, es que los adultos y el chico o la chica puedan llorar en familia, compartir el sufrimiento, el dolor y sentirse sentidos mutuamente. Llorar en soledad genera rabia, llorar en familia genera alivio. He ahí el verdadero reto para las familias y también para los y las profesionales.
En resumen,
necesitamos menos diván y más una mesa camilla con brasero que aporte calor y un sitio donde estar y mantenerse para seguir solucionando el dolor y el sufrimiento en familia. Necesitamos más intervención, implicación y presencia de todas las familias en el cambio.
[1] El concepto de familia incluye tanto a la familia de origen como a las familias de acogida y adoptivas, intentando transmitir, a través de esta reflexión, la importancia de la implicación y participación de todas ellas, porque todas ellas forman parte de la historia vital y el mundo emocional de cada niño, niña o adolescente en protección a la infancia.
[2] Por si alguien tiene curiosidad por el chiste gráfico https://www.elperiodico.com/es/fotos/ocio-y-cultura/mejores-chistes-graficos-gila-periodico-112975/4571353 (se encuentra a mitad de página)
[3] Whitaker, C. A., y Bumberry, W. M. (1991). Danzando con la familia. Barcelona: Paidós, p. 54.
[4] Ibídem, p. 55.
[5] Ibídem, p. 60.
[6] Linares, J. L., y Colapinto, J. (2020). Historias para no dormir. El maltrato institucional en la atención al menor. Barcelona: Gedisa, p. 76.
[7] Espina, A. et al. (1995). Problemáticas familiares actuales y terapia familiar. Valencia: Promolibro, p. 341.
[8] Colapinto, J. (1998) La dilución del proceso familiar en los servicios sociales: Implicaciones para el tratamiento de las familias negligentes. Redes: revista de psicoterapia relacional e intervenciones sociales, 1(2), pp. 9-36. Recuperado de: https://www.colapinto.com/files/Dilucion_Proceso.pdf
[9] Whitaker, C. A., y Bumberry, W. M. (1991). Danzando con la familia. Barcelona: Paidós, p. 49.
[10] Ibídem, p. 192.
[11] Minuchin, P., Colapinto, J., y Minuchin, S. (2013). Pobreza, institución y familia. Barcelona: Amorrortu.
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