Una familia en apuros
Laura[1] es una mujer venezolana, con residencia legal en España, viuda y madre de dos niños pequeños. Su marido murió después de una larga enfermedad coincidiendo con el deterioro de la economía del país. La emigración se vislumbró ante ella como la única posibilidad de no sucumbir a la pobreza. Desde el principio, tuvo claro que no iba a emigrar sin sus hijos. Tras un largo y difícil periplo, con diversos cambios de localidad y de domicilio, consiguió su permiso de residencia y de trabajo, y un contrato temporal en una empresa por el que está obligada a trabajar muchos fines de semana.
La familia vive en Barcelona, en una habitación alquilada. Laura tiene una hermana viviendo en la misma ciudad, cuyos horarios de trabajo por turnos y su propia vida personal no siempre le permiten ocuparse de sus sobrinos y , en ocasiones “no le quedaba otra” que dejarlos solos y trabajar con un ojo en la pantalla de su móvil.
Su trabajadora social le habló del Servicio de Familias Colaboradoras (SFC)[2]. Este servicio del ayuntamiento de Barcelona dispone de un banco de familias (personas) voluntarias que se ofrecen para dar un apoyo a familias en situación de vulnerabilidad que por distintas razones tienen dificultades para atender a sus hijos e hijas pequeños.
Laura tenía muchas dudas. Una madre del colegio de sus hijos, que también es atendida por los Servicios Sociales, la inquietaba. “Me coloca una cabeza grandísima, diciéndome que me van a quitar a los niños, que te lo pintan todo muy bonito y que presiente eso”. “A mí me dio tanto nervio que le dije a la trabajadora social: ‘No, tranquila. Ya veo con mi hermana cómo hago’”.
Sus hijos siguieron quedándose solos en algunas ocasiones y fue entonces cuando la trabajadora social le dijo a Laura que tenía que acudir al SFC sí o sí, porque en el caso de que los niños sufrieran algún percance debían estar protegidas, tanto ella, como madre, como la trabajadora social, por la responsabilidad que tiene de ofrecer este recurso.
“María, es que tengo miedo”, le dijo Laura a la trabajadora social.
Su principal miedo era que en la familia colaboradora hubiera una persona que pudiera tener una conducta abusiva con sus hijos, hasta el punto de que ya los iba advirtiendo de cómo detectarlo, cómo avisar y cómo salir corriendo. “Este es un miedo que tenemos la mayoría de las madres, una figura masculina desconocida que se quede a solas con nuestros hijos”.
Entre tanto, conoció a una familia atendida por el SFC, que le habló así del servicio: “Para mí es una bendición. Adriana ha estado ya en dos familias porque la primera tuvo que dejar de colaborar por atender otras necesidades”. A Laura esta idea de discontinuidad no le gustaba para sus hijos, pero la familia la tranquilizó: “Las dos familias han sido magnificas”, y siguió apartando sus temores.
Finalmente, decidió cerrar oídos a los comentarios negativos y aceptó la mediación del SFC. Por teléfono le informaron de las condiciones del servicio y de las características de la familia seleccionada para colaborar en su caso. “Cuando me dijeron que era Mónica, una mujer que vivía sola, me sentí muy aliviada”.
Una familia dispuesta a arrimar el hombro
Mónica es la persona que colabora con Laura. Se ofreció al SFC, deseosa de hacer un voluntariado social que para ella tuviera algún sentido. Tras un proceso de valoración psicosocial y de una visita a su domicilio por parte de las responsables del servicio fue admitida en el banco de familias colaboradoras. Aunque vive fuera de Barcelona, su disponibilidad horaria y sus circunstancias personales le permitieron aceptar la propuesta de cuidar a los dos hijos de Laura los fines de semana en los que esta tenía que trabajar.
Primero, tuvo una reunión en la oficina del SFC con la coordinadora y la familia al completo. Tras las oportunas presentaciones, se les explicó a los niños lo que iba a pasar y con quién, y se les pregunto por sus gustos, preferencias, rutinas, etc. A continuación, ambas familias plantearon sus condiciones, para finalmente acordar que Mónica recogería a los niños los viernes a la salida de la escuela y los llevaría a su casa para devolverlos el domingo a una hora y lugar convenidos. De este modo, llegaron a la firma de un acuerdo de colaboración por un periodo de seis meses, el tiempo máximo contemplado por el servicio, aunque renovable si continua la necesidad de apoyo.
Unos días después, Mónica propuso que Laura fuera con los niños a su casa, para conocerse mejor y para que pudiera tener un idea tranquilizadora de las condiciones en las que iban a estar sus hijos. También para que los niños se sintieran acompañados ante esta novedad en sus vidas. A partir de ese momento, los niños van solos a casa de Mónica, donde disfrutan de un tiempo de ocio en el campo: participan en algunas tareas, van en bicicleta, juegan a la pelota, ven la televisión, juegan a videojuegos…, y realizan salidas a la playa, a comprar, al cine, etc. Tanto Mónica como los niños se comunican con Laura en distintas ocasiones, ya sea para informar de alguna incidencia, mandar fotos o para darse las buenas noches o los buenos días.
Transcurridos los primeros seis meses de forma satisfactoria, Laura y Mónica se han sentado de nuevo en la mesa del SFC y han renovado el acuerdo para los siguientes seis meses.
La percepción del servicio por parte de Laura ha cambiado totalmente, tanto es así que cuando la mamá recelosa sigue con su discurso, Laura le dice: “Deja de ser tan obtusa. Tú no sabes la ayuda que te aporta el SFC. Te quitarías todas las dudas si solicitaras el SFC. Yo siento su apoyo cien por cien y estoy muy tranquila. Es una persona ideal. No me esperaba ver cómo la barrera de lo extraño desaparece”.
Esta es una de los cientos de historias que ha albergado el SFC desde su inició en 1984. En ella quedan reflejadas muchas de las características del Servicio. Como he dicho ya, su finalidad es ofrecer un apoyo temporal a familias en situación de vulnerabilidad que por distintas circunstancias (conciliación de la vida laboral y familiar, enfermedad, formación, respiro…) no pueden atender todo el tiempo a sus hijos e hijas pequeños.
Esta colaboración interfamiliar se apoya en cuatro principios básicos: proximidad, temporalidad, complementariedad y voluntariedad.
La proximidad entre las dos familias facilita la colaboración por razones prácticas y evita la desubicación de los niños de sus entornos habituales. Por su parte, el servicio se mantiene próximo a las dos familias, realizando un seguimiento y estando siempre disponible para atender cualquier duda o incidencia que pueda surgir a lo largo de la colaboración.
El principio de la temporalidad implica que la colaboración, ya sea por horas, por días concretos o por periodos de convivencia, es tan temporal como lo es la necesidad de apoyo por parte de la familia usuaria, con una duración máxima de seis meses, renovable por otros seis meses si la necesidad persiste.
El principio de la complementariedad implica que la familia colaboradora atiende solo aquellas necesidades de los niños que no pueden ser atendidas por su propia familia, en un marco de confianza mutua, basado en una relación fluida y colaborativa entre ambas familias.
Por último, el principio de la voluntariedad implica que las familia colaboradoras sean personas que se ofrezcan voluntariamente al servicio, sin recibir una prestación económica a cambio.
El Servicio se caracteriza también por su flexibilidad. La franja horaria en las que las familias usuarias necesitan este apoyo es tan diversa (determinadas horas, días o periodos de convivencia) como lo puede ser la disponibilidad de las familias voluntarias. De este modo, el servicio puede ajustarse a múltiples circunstancias.
Las familias usuarias llegan al servicio derivadas desde otros servicios del ámbito educativo, social o sanitario cuando se detecta una necesidad o se recibe una demanda de apoyo. El SFC les facilita el contacto con una familia colaboradora próxima a su domicilio (el caso de Laura y Mónica es poco frecuente en este sentido) cuya disponibilidad y circunstancias encajen con su demanda concreta de apoyo. Ambas familias, tras conocer la necesidad de una y la disponibilidad de la otra, acuerdan por escrito los términos de esta colaboración.
Este servicio tiene especial relevancia en los entornos de las grandes ciudades donde las condiciones y el ritmo de vida, la diversidad social y cultural, y el anonimato implican que no se den las relaciones de apoyo entre vecinos o, incluso, entre familiares que, de forma natural, se dan en núcleos de población más pequeños. En definitiva, este servicio provoca artificialmente el encuentro entre dos familias , en un marco garantista para ambas, que permite superar la barrera del miedo a lo desconocido.
Por otra parte, esta colaboración abre la puerta (o no) a una relación más sólida, de forma que, una vez finalizada la colaboración, la familia usuaria puede continuar contando con el apoyo de su familia colaboradora, si así lo desean , al margen del SFC.
“En la mayor parte de los casos se trata de una madre sola, una realidad familiar que no necesariamente está desestructurada… La mediación que realiza el SFC es muy importante porque da garantías a una y otra familia… Irene, la mamá con la que colaboro, alucinó cuando se enteró de que a las familias colaboradoras se les exigía un certificado de delitos de naturaleza sexual… Empiezas como vecina y puedes acabar siendo familia”. (Carolina, una familia colaboradora).
El perfil mayoritario de los usuarios de este servicio es el de una familia emigrante monoparental, encabezada por la madre, con serias dificultades económicas y que no cuenta con suficientes personas de confianza que puedan apoyarla en momentos en los que, por razones diversas, sus hijos pueden quedar desatendidos.
Alisha, nacida en Bangladesh y con residencia legal en España, tiene un hijo de seis años. Víctima de violencia de género, vive con unos familiares en un piso de cuarenta metros cuadrados, mientras espera (desespera) que le sea concedida una vivienda social. Desde hace un año se recupera de una grave enfermedad. Le preocupaba ver a su hijo encerrado durante los fines de semana, sin espacio para jugar y sin poder socializar con otros niños realizando actividades lúdicas. Los Servicios Sociales la derivaron al SFC.
“Mis familiares me decían: ‘¿Te lo van a raptar o qué?’. Sí, tenía miedo. Un hijo único… Pero pensé que si firmaba un contrato no iba a pasar nada malo. El miedo desapareció en el momento en que conocí a la familia colaboradora. Son superamables y muy buenas personas. Tienen un niño y mi hijo está encantado de pasar con ellos los fines de semana alternos. Que él disfrute me hace disfrutar”.
“Con su carácter extrovertido, Alisha nos dio pie a establecer una rápida comunicación. Es una persona muy implicada en el bienestar de su hijo. El proceso de su enfermedad le llegó a afectar bastante y estuvimos pendientes para hacerle más fácil la entrega y la recogida del niño… El hacer calmoso de Kiran ha contagiado a mi hijo y a nosotros mismos”. (Lluïsa y Pau, la familia colaboradora de Alisha).
En la actualidad el banco de familias colaboradoras está constituido por 86 familias y se realiza una media de cien colaboraciones por año. La demanda es muy superior, indicando la necesidad de captar nuevas familias, objetivo en el que las profesionales del servicio dedican no pocos esfuerzos. Por otra parte, no tengo noticia de la existencia de un servicio similar en otros municipios españoles, salvo en Manresa, cuyo ayuntamiento ofrece el servicio “Fer de tiets (Hacer de tíos)”[3] con similares características.
La vida de las familias con hijos e hijas menores de edad tiene una dimensión relacional no exenta de carencias (soledad, enfermedad, estrés, obligaciones laborales, cuidado de otros familiares…) que van a determinar que los padres y madres no estén siempre disponibles para atender las necesidades de sus hijos e hijas y a tener que recurrir a apoyos externos.
En este sentido , las administraciones han articulado algunos servicios profesionales de apoyo. En Cataluña, por ejemplo, se ha creado el servicio CONCILIA, que atiende a niños y niñas de familias con pocos recursos económicos, fuera del horario escolar, en un lugar concreto y en una franja horaria determinada que no siempre se ajusta a la necesidades de las familias.
Sin embargo, tanto a los servicios de atención y protección de la infancia y la adolescencia como a la sociedad misma se nos escapa la importancia que para las familias con dificultades tiene la existencia de una red social de apoyo entre iguales. Quizás porque se les supone y la damos por hecha. Quizás porque pensamos que ya existen servicios profesionalizados que se ocupan de ello o porque “vete tú a saber quién es esta gente”.
La red social de apoyo ha demostrado ser fundamental para la estabilidad familiar y más, si cabe, en los momentos difíciles. Esta red la constituyen normalmente los parientes, los amigos, los vecinos, quienes de una forma natural y espontánea, sienten a la vez la necesidad y el deseo de arrimar el hombro, en una suerte de reciprocidad en la que el alivio de una es también la satisfacción de la otra. Estas relaciones naturales de apoyo mutuo se va forjando a lo largo del tiempo con la convivencia, con los relatos comunes y con las avenencias y las simpatías.
Un pez fuera del agua
Aunque la ausencia de red social se puede dar por diversas circunstancias, afecta en mayor grado a las familias inmigrantes o desplazadas de su lugar de origen y, entre ellas, a las familias monoparentales. Su aislamiento social puede verse agravado por la precariedad laboral y económica en la que malvivan. Por otra parte, la atención a sus hijos se convierte en un lastre para desarrollar sus proyectos laborales y de formación, y las mantiene en una vulnerabilidad crónica.
Las familias que han decidido salir de su país o de sus entornos de origen, huyendo casi siempre de la pobreza, a la que puede haberse sumado la violencia familiar o social, lo hacen porque vislumbran un futuro mucho más prometedor y liberador para ellas y para sus hijos, pero no deja de ser un salto al vacío. Tienen que empezar de cero, en ocasiones desconociendo el idioma o en la mas absoluta soledad.
Con el pretexto de controlar los flujos migratorios, las políticas de los países de destino no se lo ponen fácil. Su regularización está sujeta a que tengan un precontrato de trabajo que tarda años en llegar, viéndose obligadas a sobrevivir en la economía sumergida. Mientras la regularización no llega, no pueden acceder a los servicios sociales, con la excepción de la “gratuidad” de los servicios sanitarios y de los servicios de educación obligatoria.
Con la regularización no terminan sus dificultades en lo que se refiere al acceso a la vivienda, a unos ingresos suficientes y estables, y a las condiciones laborales que se ven obligados a aceptar, propias de los sectores en los que suelen encontrar empleo (hostelería, limpieza, cuidado de personas…). Su supervivencia es un constante y frágil equilibrio en el que cualquier incidente, cualquier pago inesperado, cualquier enfermedad, las puede llevar al traste.
El informe Abriendo ventanas. Infancia, adolescencia y familias inmigradas en situaciones de riesgo social publicado por UNICEF España[4] aborda la citada problemática a la que se enfrentan estas familias y las consecuencias que su no resolución tiene sobre sus hijos e hijas en todos lo ámbitos. En él se subraya (p. 151) como factor de riesgo la ausencia de redes familiares extensas y considera como factor protector la existencia de estas y de redes sociales con familias autóctonas en el lugar de residencia.
Aunque ese informe no distingue entre hogares biparentales y monoparentales, hay que añadir el dato de que, según un informe de 2021[5], ocho de cada diez familias monoparentales (cerca de 1,5 millones) están encabezadas por la madre, con un riesgo de pobreza veinte puntos superior (47,3 %) al riesgo medio estatal (27,4 %). No es de extrañar, por tanto, que las familias demandantes del SFC sean mayoritariamente familias monomarentales de origen extranjero.
Una pregunta y algunas posibles respuestas
¿Cómo ha sido posible que un servicio como el SFC, que lleva más de treinta y cinco años proporcionando algo tan importante (así lo reconocen numerosos informes sobre las familias en situación de dificultad) como es una red social de apoyo en la propia comunidad, no tenga apenas réplica en los 63 municipios españoles con más de 100.000 habitantes?
Desde la reflexión que esta pregunta ha suscitado entre los integrantes del grupo Renovando desde dentro, puedo apuntar algunas razones:
- Los servicios sociales, en lo que respecta a la atención a la infancia y a la adolescencia, están estructurados de tal forma que los ayuntamientos tienen atribuidas unas facultades determinadas y la administración autonómica otras, con una nítida separación entre ambas. De este modo, se ha llegado a consolidar una forma de intervención en la que los servicios sociales de base, al no disponer de otros recursos, ejercen una labor exclusiva de vigilancia. Cuando la situación de los menores es insostenible son derivados a los servicios especializados del sistema de protección de la Comunidad Autónoma. No existe o ha desaparecido en la filosofía de los servicios sociales la protección de los menores desde la propia comunidad, la protección de proximidad. Sin embargo, desde la lejanía, el sistema de protección autonómico, a través de un complejo entramado institucional, acude con toda la caballería.
- El soporte a las familias con hijos e hijas menores de edad que se articula desde los ayuntamientos es, en su mayor parte, de tipo económico, siendo una tarea ingente la gestión o tramitación de los mismos, dada la diversidad de estos apoyos (ingreso mínimo vital, ayudas por hijo o hija a cargo y por discapacidad, para el pago del alquiler y de los suministros, para los alimentos, becas comedor, etc.) y la letra pequeña de los mismos. En su diseño no están contempladas las redes sociales de apoyo ni otras soluciones creativas, dentro de la propia comunidad, a los problemas cotidianos de las familias.
- La lógica del mercado ha alterado las relaciones sociales hasta el punto en el que han desaparecido formas colaborativas que tradicionalmente han sido tablas de salvación en momentos de crisis personal, familiar o social. “Hoy por ti, mañana por mí. ¡No me debes nada, faltaría más!”. Todo se ofrece a cambio de dinero y bajo la ley de la oferta y la demanda. Esto explica, en parte, el auge de la especialización que hace a los profesionales y no a los ciudadanos responsables exclusivos de tales tablas de salvación.
Por último, no quiero acabar este apartado sin mencionar un aspecto que ha sido apuntado por las dos familias usuarias entrevistadas y que condiciona su percepción de los servicios sociales: el miedo a perder el control sobre sus hijos. Leyendas o no, muchas familias temen a los servicios sociales, que son vistos más efectivos controlando que ayudando, llegando, en algunos casos, a la desidia. “La asistenta social del distrito anterior solo me atendió por teléfono y nunca me habló del SFC”, explica Laura como familia usuaria.
El miedo también afecta a la comunidad autóctona en la que se asientan estas familias. Se trata tanto de un miedo real a lo desconocido, a lo extraño, como de una excusa para no acercarse a ellas: el antes mencionado “vete tú a saber quién es esta gente”.
No podemos esperar que este apoyo interfamiliar se produzca de forma espontánea. La dilatada experiencia del SFC nos demuestra que, por raro que nos parezca, la artificialidad inicial de esta colaboración es solo eso: inicial.
La creación del SFC significó un trabajo previo de análisis de las necesidades y de los recursos, de los pros y los contras, de los beneficios y de los riesgos, hasta llegar a la configuración de un modelo que corresponsabiliza a la sociedad en el cuidado de los niños, niñas y adolescentes a través del apoyo interfamiliar.
El modelo está listo para que, con las necesarias adaptaciones, pueda ser implementado, por parte de las administraciones locales, en las grandes ciudades, especialmente en aquellas con importantes porcentajes de población inmigrada.
Las familias usuarias de este servicio podrían ser la punta del iceberg de una demanda subyacente, que hoy por hoy no tiene a quién dirigirse, pero cuya atención puede significar acceder a un nivel de seguridad más alto del que muchas familias andan faltas y que, sin duda, mejoraría la atención que reciben sus hijos e hijas.
[1]Se han utilizado nombres ficticios para proteger la identidad de las personas que han sido entrevistadas.
[2]https://ajuntament.barcelona.cat/infancia/es/canal/servei-de-families-collaboradores (página en castellano) y https://ajuntament.barcelona.cat/infancia/ca/canal/servei-de-families-collaboradores (página en catalán).
[3]http://www.manresa.cat/web/menu/4360-atencio-a-la-infancia-adolescencia-i-familia (página web en catalán).
[4]Quiroga, V.; y Alonso, A. (2011). Abriendo ventanas. Infancia, adolescencia y familias inmigradas en situaciones de riesgo social. S.l.: UNICEF (España) y Fundació Pere Tarrés. https://www.unicef.es/publicacion/abriendo-ventanas-infancia-adolescencia-y-familias-inmigradas-en-situaciones-de-riesgo
[5]Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil. (2021). Madre no hay más que una: monoparentalidad, género y pobreza infantil. https://www.comisionadopobrezainfantil.gob.es/es/madre-no-hay-m%C3%A1s-que-una-monoparentalidad-g%C3%A9nero-y-pobreza-infantil.