En Japón es habitual que los niños, incluso los más pequeños, vayan solos al colegio sin acompañantes adultos.
Aquí antes también lo era pero los miedos y la falta de confianza en los otros han desterrado a la infancia de las calles.
Las señales lo permiten;
Un par de hermanos vagan por las calles de su ciudad
con una misión. Son minúsculos, son japoneses y tiene entre cuatro y
seis años. Su madre les ha encargado que compren un poco de carne, unas
patatas y algo de fruta. Y deben hacerlo solos. Al principio les cuesta,
lloran, se despistan, se atoran, pero poco a poco acaban concentrándose
en la tarea y la rematan con éxito. Todo es parte de un programa, un reality de la TV japonesa que se llama Mi primer recado y que lleva en antena 25 años.
Lo descubro en un interesante artículo de The Atlantic titulado Por qué los niños japoneses pueden ir andando al colegio solos.
Lo del programa de TV es tan sólo la guinda exótica dentro de un texto
que no tiene desperdicio. Al parecer, en Japón no es nada raro ver a
niños ir al cole andando y en transporte público. Niños solos, sin
vigilancia de ningún tipo, sin otros mayores al tanto que todos los
demás vecinos. Lo repito otra vez por si acaso alguien está leyendo en
diagonal: allí es normal ver niños de seis años yendo a su bola solos
por Tokio.
La autora del texto, Selena Hoy, da ejemplos de niños
que lo hacen y de padres que lo permiten con tranquilidad absoluta
porque ellos lo hicieron igual cuando tenían la edad de sus hijos o
incluso antes. Y se apoya para explicárselo al anonadado lector
occidental en el punto de vista de una antropóloga experta en el tema
que asegura que todo se basa en lo extendido que está allí el caminar a
todos lados y el uso del transporte público pero también en la confianza
en el grupo, en que los japoneses aprenden desde niños a hacerse cargo
en el cole de asuntos como la limpieza y servir la comida y que por eso
tienen de mayores ese sentido de la responsabilidad que hace que sus
ciudades estén limpias como la patena y que los niños vayan solos y tan
tranquilos sabiendo que el resto de la calle está pendiente de ellos.
Están locos estos japoneses podría uno pensar al leer todo esto y pasar
a otra cosa en teoría más cercana pero casi mejor que no. Deberíamos
preguntarnos por qué, en España pero creo que en buena parte del mundo
presuntamente civilizado, hemos sido capaces de prohibir la circulación
de niños sueltos en nuestras ciudades y nuestras sociedades. Por qué lo
que antes era normal, hacer un recado, jugar, ir al cole, meterse en un
cine, ahora es imposible para menores de trece o catorce años.
Yo no tengo hijos y por eso no sé lo que se siente en el siglo XXI
dejándolos libres para ir por la ciudad pero sí veo que lo que pasa
ahora no pasaba antes. Lo que pasa ahora es que no se ven niños solos.
Lo que pasa ahora es que hay muchos miedos que lo impiden. Miedo a la
inseguridad, a la violencia sexual, a las desapariciones. Supongo que
también miedo al tráfico, el más lógico de todos ellos por eso de las
estadísticas, que se empeñan en demostrar que las ciudades españolas son
más seguras que nunca en todo lo demás menos en eso.
No voy a entrar aquí en si hay o no sobreprotección a la infancia, no
tengo respuestas a mano para eso y no me apetece inventármelas. Lo que
me gustaría es reflexionar sobre cómo la solución a esos miedos quizá no
debería ser la que es sino la contraria. Es decir, ¿debemos encerrar a
nuestros niños en casa para que no les pase nada o debemos ocuparnos de
que fuera no pueda pasarles nada?
Creo que ya he
contado por aquí alguna vez cómo cambiaron las ciudades holandesas (y
las danesas, por ejemplo), cómo se transformaron de ser ciudades para
los coches en ciudades para las personas. Fue la gente, la propia
sociedad, la que así lo quiso, harta de tener que enterrar sobre todo a
niños y niñas que no sabían que, para entrar en el juego del progreso,
había que dejar de jugar en la calle o, si no, morir aplastado bajo las
ruedas de un coche. Aquí tenemos una solución para uno de los miedos. Se
trata de que nos demos cuenta de que ejerciendo eso que pensamos que es
la libertad de circulación por la ciudad en vehículo privado estamos
prohibiendo a la infancia la libertad de uso de su entorno. No debería
ser tan difícil aunque viendo las reacciones a los atascos y cortes de
tráfico de los últimos días pinta mal.
Pero, ¿y los
otros miedos? Tampoco es momento de que ponga a teorizar sobre la
histeria provocada por la forma de consumir noticias de sucesos que nos
gusta tanto. El hecho es que no confiamos en la calle porque no
confiamos en los otros. Por eso sí es momento de que me acuerde de Jane
Jacobs. En realidad, cuando se escribe y se piensa sobre ciudad, siempre
es momento para acordarse de ella.
La Jacobs, en su libraco Vida y muerte en las grandes ciudades repite
constantemente cómo un valor de las zonas urbanas sanas es permitir que
unos vecinos estén pendientes de otros y así se creen entornos urbanos
seguros para todas las edades. No es cosa fácil lograrlo o mantenerlo,
según explica la tía Jane, y depende de cosas diversas como la densidad,
la diversidad, los espacios públicos y muchas otras. Era más fácil y
frecuente en 1961, cuando ella escribió ese libro, tanto en Nueva York
como aquí. Pero también lo fue cuando yo crecí en un Madrid mucho más
lleno de navajas, cadenas, heroína y delincuencia que éste y, a pesar de
eso, más amable y compartido que ahora.
¿Qué ha
pasado para que hayamos dejado de prestarnos atención los unos a los
otros? Siento decir que tampoco para eso tengo la respuesta. O digo, más
bien, que quizá la respuesta la tengamos que reflexionar cada uno en
solitario y luego encontrarla en común.
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