Fuente: CUBARTE
Inequidad y pobreza fueron por mucho tiempo temas poco tratados en la
agenda científica internacional, pero el despliegue de crecientes
contradicciones globales las sitúan cada vez más en un primer plano.
Hasta hace pocos años atrás los términos predominantes en los estudios y
documentos de la agenda científica internacional fueron en forma
abrumadora aquellos de connotación positiva, tales como “progreso”,
“desarrollo”, “avances”, “saltos adelante”, y otros de ese carácter. Las
posibles explicaciones para ello son muchas y entre ellas estaría, a no
dudarlo, el carácter intrínsecamente altruista y optimista del empeño
científico mismo.
En la actualidad podemos colegir como probable explicación para la
irrupción de nuevos y nada agradables términos en la agenda, la
creciente percepción por los sectores más lúcidos de las elites
dominantes en los principales países ricos, de la necesidad de proveerse
con respuestas de fundamento científico para poder afrontar con éxito
las acuciantes contradicciones que las amenazan.
A la luz de esta evidencia - y antes que la memoria pueda jugarnos una
mala pasada- puede resultar oportuno repasar y comparar el contenido y
los resultados de algunos grandes cónclaves científicos internacionales,
dotados de una composición esencialmente semejante pero separados en el
tiempo algo menos de tres lustros.
Con el advenimiento del nuevo siglo se reveló ineludible el dilema de
la sostenibilidad y la necesidad de respuesta a los grandes cambios
globales y en ese contexto tuvo lugar la primera Conferencia Científica
convocada por las academias de ciencias a escala mundial. Su lema
temático fue, precisamente, la “transición a la sostenibilidad en el
siglo XXI”.
En aquel importante encuentro, que reunió representantes de más de
sesenta academias de ciencias de todos los continentes, se examinaron
con notable profundidad temas cruciales a escala global como las
fuentes de energía, la disponibilidad de agua potable, el alto índice de
crecimiento poblacional, las enfermedades reemergentes, entre otras.
No hubo entonces sin embargo ninguna referencia relevante a los
problemas de la pobreza o la desigualdad social ni tampoco al problema
del acceso universal a derechos humanos considerados básicos como la
alimentación y la salud. El texto consensuado entonces se refirió a
estos temas en términos que muchos pudieran con plena razón calificar de
tímidos:
“Aun tomando en cuenta los muchos logros positivos en la utilización de
la ciencia, los retos futuros serán enormes y de muy rápida evolución.
El hambre y la pobreza todavía existen en partes significativas del
mundo. Las tendencias globales en cuanto a cambio climático, deterioro
ambiental y disparidades económicas constituyen preocupaciones
crecientes”.
Quienes tuvimos la oportunidad de participar en aquellas sesiones, o
aquéllos que hayan consultado los documentos emergidos de la misma y se
atengan estrictamente a sus resultados, podríamos incurrir en la
ingenuidad de pensar que el futuro bienestar de la humanidad depende en
esencia en la aplicación consecuente de las principales caminos
sugeridos de manera enfática en sus recomendaciones.
En aquella ocasión se examinaron asuntos ciertamente importantes como
lo es la necesidad de mejorar la educación científica y la preparación
de personal para la ciencia; lo promisorio de construir una red global
de información, impulsar la generación de nuevos conocimientos y
aplicar, a fin de cuentas, los valores de la comunidad científica y
tecnológica a la construcción de la sostenibilidad.
Los representantes científicos reunidos entonces pusieron más bien el
énfasis en advertir (correctamente) que: “Para preservar el bienestar
humano en el largo plazo, es preciso que la gente se mueva hacia nuevas
formas de satisfacer las necesidades humanas, adoptando patrones de
producción y consumo que mantengan los sistemas de soporte de la vida en
la Tierra y salvaguarden los recursos necesarios para futuras
generaciones”.
Al propio tiempo y sin mayores comentarios se expresó la advertencia de
que: “si se mantienen las actuales tendencias en cuanto a crecimiento
de la población, consumo de energía y materiales y degradación
ambiental, muchas necesidades humanas no podrán ser satisfechas y el
número de hambrientos y pobres se incrementará”.
Desde entonces, el problema de la pobreza ha ido pasando a un plano de
atención preferente por razones políticas. En la primavera del 2010, la
presidencia española de la Unión Europea decidió llevar a cabo y convocó
con bastante relieve mediático una conferencia internacional que llevó
por título “Ciencia contra la pobreza”, con el propósito de “buscar
soluciones para luchar contra la desigualdad y la pobreza a través de la
ciencia y la innovación”.
El objetivo proclamado era presentar las conclusiones a que se arribara
al consejo de ministros europeos de competitividad ese mismo año. Según
el modesto parecer de este autor, sobre la mesa estaba, sin
mencionarse, la cuestión de cómo aliviar la presión migratoria hacia los
países de la UE, al propiciar condiciones de vida menos angustiosas
para las inmensas legiones de pobres en Africa y otras regiones, que ven
su única esperanza de subsistencia personal y familiar en la emigración
hacia países del llamado “primer mundo”.
En todo caso, a los efectos del presente artículo nos parece lo más
significativo los datos mencionados en su convocatoria por la entonces
ministra española del ramo, que me permito citar: “Más del 80% de los
artículos publicados en revistas internacionales de impacto, y más del
90% de las patentes registradas en la oficina de patentes y marcas
estadounidenses, provienen de países desarrollados. Asimismo, cerca del
60% de las patentes mundiales se producen en China, Japón y Estados
Unidos, y sólo 600 empresas privadas poseen el 80% de éstas.”
No es posible abrigar duda alguna, ante la magnitud de tales cifras,
acerca de la necesidad de reflexionar hasta cuándo podrá seguirse
expandiendo la contradicción entre el carácter cada vez más universal
del conocimiento y de la tecnología y la forma excluyente e inequitativa
de apropiación de los beneficios de su aplicación que prevalece en la
actualidad.
El asunto dista de ser de solución simple. Una reconocida figura del
ámbito científico internacional, doctorado en la Universidad de Harvard y
quien por varios años fungió como vicepresidente del Banco Mundial, el
egipcio Ismail Serageldin, expuso de forma elegante pero contundente el
fondo de las contradicciones vigentes en un artículo que publicara en la
muy reconocida revista científica Science en el año 2002. Exponía
entonces en el citado artículo:
“En el lado positivo, la ciencia puede ayudar a alimentar los
hambrientos, curar al enfermo, proteger el ambiente, proveer de dignidad
en el trabajo y crear espacio para la alegría y la auto expresión. En
el lado negativo, la falta de oportunidades para la educación y el
desarrollo de nuevas tecnologías, acentuará la división entre ricos y
pobres. Como promedio y expresado "per cápita", los países ricos tienen
un ingreso 40 veces superior en relación con los pobres, pero invierten
220 veces más en investigación”.
Más adelante el propio estudioso, quien dirige desde hace varios años
la famosa Biblioteca Alejandrina, puntualizaba: “A estas preocupantes
tendencias debemos agregar el especial desafío de la emergencia del
sector privado, que manejan la ciencia y protege para sí el
conocimiento, mediante los derechos de propiedad intelectual, impidiendo
el libre acceso a la investigación y a compartir los beneficios con los
países pobres que no pueden afrontar su pago”.
El estudioso concluyó entonces su exposición con una cita de un célebre
divulgador e historiador de la ciencia, el matemático polaco y
nacionalizado británico J. Bronowski (1908-1974): “aquellos que piensan
que la ciencia es éticamente neutral, confunden los hallazgos de la
ciencia, que sí lo son, con la actividad de la ciencia que no lo es". A
todas luces, las entidades que reúnen y presuntamente movilizan a los
científicos del mundo debieran tener muy presente esta lúcida
afirmación.
De manera significativa, la cuestión misma de la inequidad y sus
consecuencias está siendo objeto directo de atención desde hace algún
tiempo por parte de investigadores científicos. La ya mencionada
revista Science, editada por la Asociación Americana para el Avance de
la Ciencia (AAAS, por sus siglas en inglés), publicó un número este
propio año 2014 dedicado a este tema.
Resulta revelador repasar el título y las principales consideraciones
de los artículos allí publicados. El titulado “La ciencia de la
Inequidad”, publicado bajo la firma de dos importantes integrantes de su
cuerpo editorial, G. Chin y E. Culotta, llama la atención acerca de que
muchos dan por sentado que los gobiernos de ciertos países de economía
emergente han decidido favorecer el crecimiento económico a expensas de
una creciente inequidad, en el entendido de que “una marea alta levanta
a todos los botes”. Los propios autores apuntan que no hay evidencias
que soporten esta presunción y más bien elementos demostrativos en
contrario.
Otro interesante trabajo recogido en ese mismo número bajo la firma del
conocido economista australiano Martin Ravillion (1952…) pone
directamente bajo el microscopio la interrelación entre pobreza e
inequidad. Como resultado de sus análisis, el autor apunta que “el
crecimiento ha contribuido en general a reducir la incidencia de la
pobreza absoluta, pero ello es tanto menos cierto cuanto mayor es la
inequidad en un país determinado” y termina concluyendo que “una alta
inequidad amenaza con retrasar las perspectivas de éxitos futuros contra
la pobreza en la medida que aminora las perspectivas mismas de
crecimiento”.
Con todo este complejo panorama como telón de fondo, una nueva cita
académica mundial de estructura similar y mayor representatividad aún
que la realizada en el 2000, tuvo como sede la ciudad de Río de Janeiro
el pasado año 2013. Esta vez el propio lema de convocatoria reflejaba la
magnitud acumulada de los problemas a los que aludimos: “los Grandes
Desafíos y las Innovaciones Integradas para el Desarrollo Sostenible y
la Erradicación de la Pobreza”.
En esta oportunidad, la reflexión final resultante de la reunión,
divulgada bajo el nombre de “Carta de Río”, llamó por su nombre a los
dilemas cruciales: “Erradicar la pobreza y lograr un desarrollo
sostenible requiere afrontar enormes desafíos claves en aspectos como la
salud, la alimentación, la energía, la biodiversidad, el clima, el
manejo de desastres, la educación y el modo de gobierno, entre otros.”
En lo tocante a los roles y deberes de quienes trabajamos en la
ciencia, la Conferencia llamó a las Academias de Ciencias a “declarar su
responsabilidad ante la sociedad” y a trabajar, tanto de forma
individual como conjunta sobre objetivos novedosos como la conexión a
metas sociales de la investigación básica a largo plazo, y en especial a
trabajar por la integración del conocimiento mediante esfuerzos de
investigación y aplicación interdisciplinarios, que procuren
concentrarse en objetivos locales y seguir un enfoque hacia problemas
concretos.
Sin dudas, las academias tienen ante sí el reto moral de hacer frente a
esos desafíos, en su sistemática labor consultiva, promotora y difusora
del conocimiento científico a escala de la sociedad. Serán sin embargo
la voluntad política de los gobiernos y la entronización de una
verdadera relación mundial de paz y cooperación entre países, en
contraposición a las de guerra y expoliación, las que habrán de
desterrar del planeta algún día y de manera definitiva, la pobreza y la
inequidad.
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