El anuncio del Gobierno del PP de elevar a 18 años la edad para
decidir respecto al aborto sin consentimiento de los padres esconde, bajo un uso falaz del argumento de proteger al feto, el objetivo de
aumentar la tutela paternalista frente a la libertad y autonomía de las
mujeres.
El Gobierno se ha agarrado al aborto de las menores para intentar revertir lo que hasta ahora es una derrota política.
Quieren contentar a los sectores más extremistas de su base social con
un asunto que ya había sido explotado a raíz de la reforma de la
interrupción voluntaria del embarazo (IVE) de 2010.
Lo hacen con una
cuestión cuantitativamente menor, pero de gran significado simbólico.
Confían, quizá con razón, que enfrentarán una menor oposición.
¿Acaso no
fue un exceso haber ampliado a las menores la posibilidad de abortar
sin mayores limitaciones?
¿Es que la mayoría de edad no es un umbral
relevante y razonable?
¿Es que los padres de las menores no tienen aquí
nada que decir?
La respuesta a todo ello es que no, pero es importante
argumentarlo.
Creo que hay dos razones en las que
insistir. En primer lugar, más claramente incluso que en la discusión
general sobre el aborto, lo que aquí está en cuestión es la autonomía de
las mujeres, no el grado de protección de los fetos. En segundo lugar,
los 18 años que se presentan como una vuelta a la normalidad son, en
realidad, una excepción. Veámoslo.
La protección
legal que merezcan los fetos, sea cual sea, es independiente de la edad
de la madre. En esta afirmación ha de coincidir cualquiera con
independencia de cuáles sean sus convicciones sobre el valor moral de
los fetos humanos. Lo importante en esta discusión es, pues, otra cosa:
qué grado de libertad vamos a admitir legalmente para las mujeres de
entre 16 y 18 años, de acuerdo con presunciones generales sobre su
madurez. El Gobierno y los sectores que lo apoyan actúan como si esto
fuera una discusión sobre el aborto y sus límites razonables. No es así.
En Estados Unidos -como agudamente ha observado Slavoj Žižek- los
sectores derechistas a la hora de debatir sobre servicios sociales han
logrado reducir la discusión a la imagen de la madre soltera que
parasita las prestaciones. En cambio, para la discusión sobre el aborto
la imagen que han impuesto es la de la mujer profesional, sexualmente
promiscua, que ve la maternidad como un obstáculo a sus ambiciones. Nada
importa que sean o no casos relevantes o que no capten en absoluto los
respectivos asuntos. Una vez que han logrado imponerse -aprovechando
prejuicios sexistas, lugares comunes y resentimientos de clase previos-
juegan un papel destacado en la formación de la opinión pública,
haciendo especialmente complicado presentar razones enfrentadas a estos
estereotipos.
En nuestro caso, la imagen que se
pretende promover es la adolescente irresponsable y promiscua que
recurre frívolamente al aborto y frente a la que sus responsables y
preocupados padres nada pueden oponerle, atados como están por la
legislación abortista. Por eso conciben la reforma que quieren imponer
como limitadora del aborto. Pero esa imagen ni siquiera considera la
posibilidad inversa: la de que la legislación actual estaría protegiendo
a la virtuosa joven madre que defiende el fruto de su vientre frente a
las maniobras de sus malvados padres (madres) abortistas.
Así, volvemos al comienzo: la regulación de la edad es neutra respecto
al aborto. Que facilite o dificulte la decisión de abortar dependerá de
las variables visiones implicadas y de cómo en cada caso se planteasen
los conflictos. La reforma no es neutra, en cambio, respecto a la
libertad de las mujeres: supone una limitación clara e injustificada y
el aumento de la tutela paternalista respecto a decisiones sobre su
cuerpo, su embarazo y su vida. Supone actualizar la idea de que las
mujeres son incapaces, irracionales y necesitadas de tutela.
Esto nos lleva al segundo argumento. Establecer la edad legal para que
las mujeres decidan por ellas mismas sobre su embarazo en los 18 años
dista de ser razonable. Es cierto que se beneficia de la potente noción
de la “mayoría de edad”. Pero la apelación a la mayoría de edad sugiere
que la reforma de 2010 (que situó en los 16 la edad en la que las
mujeres pueden decidir respecto al aborto, incluso sin consentimiento de
los padres) habría establecido una excepción a la regla general. La
realidad fue precisamente la contraria. Desde la Ley básica de autonomía
del paciente de 2002 la regla general a efectos del consentimiento
informado son los 16 años. Esa ley estableció, sin embargo, tres
excepciones: en la IVE, los ensayos clínicos y la reproducción asistida
la edad relevante para el consentimiento sí que era los 18 años. La
reforma de 2010 suprimió la excepción en el caso de la IVE. No creó una
excepción para el aborto, sino que lo incorporó al criterio general: a
efectos de este tipo de decisiones la “mayoría de edad” son los 16 años,
no los 18.
Que haya consentimientos válidos antes de
los 18 años no es privativo de las decisiones en el ámbito sanitario.
La edad mínima para que las relaciones sexuales se puedan considerar
consentidas es 13 años (art. 183 del Código Penal). El plan del Gobierno
es aumentar esa edad. Pero incluso si lo hicieran, las mujeres de entre
16 y 18 años podrían prestar su consentimiento para tener relaciones
sexuales pero no, en cambio, para interrumpir el embarazo sin el
consentimiento de sus padres. Una paradoja que se repetiría con el
matrimonio: podrían contraer matrimonio desde los 16 años (desde los 14
antes de la reforma del Código civil de 2013), pero no abortar. Cabe
barruntar la concepción subyacente: que sean los maridos quienes asuman
el papel de los padres. Como en los viejos tiempos, pues de lo que se
trata es de que las mujeres estén tuteladas.
Así
pues, volver a los 18 años sería retroceder a la excepcionalidad de la
IVE respecto al resto de decisiones sanitarias. Y ello sin generar mayor
protección legal de los fetos, sino simple y llanamente -y sin siquiera
la habitual coartada de tal protección- una mayor limitación a la
libertad de las mujeres. Algo que viniendo de quien viene no es de
extrañar, pero que ha de ser respondido contundentemente.
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