Mario Andrés Candelas *
Han pasado más de dos meses desde que se decretó el cierre de todos los centros educativos debido a la crisis sanitaria provocada por la COVID-19. Más de dos meses sin que los niños, niñas, adolescentes y jóvenes acudan a sus escuelas e institutos. A finales de febrero, aunque cueste recordarlo, no sabíamos quién era Fernando Simón, ni qué era eso de FPP2. Aquel febrero, cuando todo era “normal”, queda lejos.
En aquella añorada normalidad, antes de la COVID-19, nuestro sistema educativo presentaba elevadísimos niveles de segregación escolar por motivos socioeconómicos, altas tasas de repetición, la mayor tasa de abandono escolar de la Unión Europea y escasísimos avances, por no decir ninguno, en el cumplimiento de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en lo que a educación inclusiva se refiere.
Si estos problemas ponían en peligro el derecho a la educación de buena parte del alumnado, la cuestión no estaba mejor en cuanto al alcance de otros derechos de la infancia, ya que en torno al 20% de niños y niñas vivían en riesgo de pobreza, no existía una ley integral contra la violencia hacia la infancia y Save the Children advertía, en enero de 2020, que el nacer en un hogar pobre afectaba gravemente, entre otras cuestiones, a la salud y a las posibilidades de éxito educativo de los niños y niñas en nuestro país.
Y así, con los deberes sin hacer, nunca mejor dicho, nos llegó la pandemia. En este periodo de confinamiento y cierre de centros educativos estamos comprobando cómo los derechos de los niños y niñas tampoco están ocupando un lugar prioritario. En este aspecto parece que la “vieja normalidad” y los tiempos de la COVID-19 se parecen bastante. Intentaré justificar esta afirmación en lo que al derecho a la educación se refiere.
Los centros educativos se cerraron de forma apresurada, sin saber por cuánto tiempo, ni cómo podrían atender al alumnado. Poco a poco, las autoridades educativas fueron dando algunas pistas: el sistema educativo no puede parar, sigue a distancia, sin presencialidad. Un cambio que, en la mayoría de los casos, hubo que hacer sin medios, sin tiempo, sin formación. Ni para los centros, ni para el alumnado, ni tampoco para las familias. No se me ocurre mejor definición que la que propone Jesús Rogero: ficción educativa. Y es una ficción porque ha delegado la responsabilidad que tiene la administración educativa al criterio de los equipos directivos y a la buena voluntad de los docentes. Todo ello supeditado a la disposición de recursos por parte del alumnado y a la capacidad y tiempo de las familias de prestar ayuda a sus hijos e hijas. Y también porque no tiene en cuenta el contexto de emergencia sanitaria en el que vivimos; como dice Carlos Skliar, “un mundo en estado de excepción no puede pedirle normalidad a la escuela”.
Esta ficción es, además, muy peligrosa porque aumenta la desigualdad preexistente en el sistema educativo. Es importante recordar que para alcanzar de forma efectiva el derecho a la educación es necesario garantizar el acceso, la participación y el logro de todo el alumnado. Es decir, ni el derecho a la educación se garantiza en lo presencial con una silla y una mesa en la escuela para cada alumno, ni en lo virtual con wifi y un ordenador en cada casa, la cuestión es mucho más compleja. Ahora bien, la virtualidad ha puesto de manifiesto muchas de nuestras carencias y la falta de respuesta que estaba ofreciendo el sistema educativo a aquellos que más lo necesitaban. Antes, en la presencialidad, no promocionaban de curso, faltaban a clase, tenían dificultades de aprendizaje y abandonaban. Ahora, directamente, no están. La virtualidad les ha expulsado. El rey, como en la fábula, estaba desnudo y ha tenido que venir esta pandemia para que, efectivamente, nos demos cuenta.
El cierre de las escuelas está afectando de forma desigual al alumnado dependiendo de sus condiciones económicas, culturales, sociales y personales, y también de la respuesta que está ofreciendo cada escuela y cada docente, que son de una gran diversidad. Por esto, al contrario de lo que pueden pensar algunos, es tan grave. Es importante, más en estos tiempos, entender que hay realidades más allá de la que nosotros vivimos en primera persona. Esto también ocurre en el espacio social que es la infancia, habitada por niños, niñas y adolescentes diferentes, que están viviendo este tiempo de confinamiento y centros educativos cerrados de formas diversas y desiguales, tal y como ha recogido la investigación “Infancia Confinada”. De esta diversidad y desigualdad nace la necesidad de ofrecer, desde el sistema educativo, respuestas equitativas y diferenciadas que, por el momento, no se han puesto en marcha.
La escuela, más allá de su función educativa, debe ejercer como una institución compensadora de desigualdades. Esta acción compensadora podría haberse intentado mantener y fortalecer incluso en estos tiempos de confinamiento, pero no se ha hecho, a pesar de que las escuelas ya llevan más de dos meses cerradas y parece que no se volverán a abrir hasta septiembre (y veremos cómo). Esto supondrá que las niñas y niños habrán estado seis meses sin acudir a la escuela. De este hecho, lo que menos me preocupa es la falta de adquisición de contenidos. Estoy más preocupado porque un gran número de niños y niñas habrán estado lejos del contacto con sus iguales, de un ambiente que posibilita la convivencia y de un contexto cultural enriquecedor. El sistema educativo, tal y como hemos visto, no era perfecto ni permitía la movilidad social como prometía, pero, para muchos niños y niñas era la única ventana al mundo, más allá de sus familias.
Esta pandemia ha hecho reales cosas que parecían imposibles, como el propio cierre de las escuelas. Esto pone de manifiesto que podemos realizar cambios profundos y significativos, tanto en el sistema educativo como en las políticas de infancia, con el objetivo de alcanzar de forma efectiva los derechos de los niños y niñas. Es cuestión de voluntad y de establecer un nuevo orden de prioridades. Esperemos que, como dice Boaventura de Sousa, esta pedagogía cruel que nos ha traído el virus nos sirva para imaginar y construir una escuela “otra”, que no se parezca a la que teníamos en la vieja normalidad, centrada en el alumnado y sus familias, en la relación con el contexto, en la convivencia, en el cuidado mutuo y de nuestro planeta, en la generación de conciencia crítica, de significado y de sentido, en la que nadie sobre ni sea expulsado. Una escuela que aporte para la construcción de sociedades más justas, donde las personas, en especial aquellas que más lo necesitan, sean la prioridad. Ahora bien, también existe el peligro de que, como decía Saskia Sassen, no aprendamos nada de todo esto y la “nueva normalidad” se revele más cruel que nunca.
* Mario Andrés Candelas. Es educador social y pedagogo. Miembro de Enclave de Evaluación.
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