Antonia Picornell Lucas*,
Organizadoras.
João Pessoa 2018.
Copyright (c) 2018 Editora UFPB
Co-publisher's ISBN-13 (24)
978-85-237-1332-4
Prefacio:
SER Y ACTUAR COMO CIUDADANO O CIUDADANA EN LA INFANCIA
Lourdes Gaitán Muñoz*
La ciudadanía representa la colección de derechos y
obligaciones
que definen a los miembros de una comunidad.
Estos derechos y obligaciones abarcan el empoderamiento legal
y la justicia,
la participación política y la toma de decisiones, el compromiso
social,
los derechos económicos y el acceso a los recursos.
La ciudadanía tiene
dos aspectos complementarios:
los derechos de ciudadanía y la práctica de la
ciudadanía (IAWGCP, 2008: 3)
La elección del texto que encabeza este preámbulo se debe a
varios motivos:
el primero, que fue
elaborada por un grupo de representantes de organizaciones de infancia que
trabajaban por la participación de niños y niñas en la región de Asia y
Pacífico,
el segundo, que representa una
combinación muy aproximada de los conceptos más clásicos de ciudadanía (Marshall
y Bottomore, 1992) con los más actuales, representados, en este caso por Lister
(2003).
El tercer motivo enlaza con la intención y el contenido de
esta obra, esto es, mostrar cómo pese a un reconocimiento formal incompleto de
los niños y niñas como titulares de derechos de ciudadanía, ellos y ellas
actúan, en la práctica, como ciudadanos y ciudadanas activos.
Para comenzar es preciso hacer presente la idea de que el concepto
de ciudadanía ha variado con el tiempo, acomodándose a los cambios que históricamente
han acontecido en las sociedades humanas. Sin necesidad de remontarnos al
periodo clásico de la antigua Grecia, podemos limitarnos a observar la
evolución de este concepto a partir de mediados del siglo XX. La desgraciada
experiencia de haber sufrido los efectos
de dos conflagraciones mundiales en el breve espacio de algo más de 30 años,
propició el consenso que dio lugar a la Declaración Universal de los Derechos
Humanos por parte de la Organización de las Naciones Unidas, en 1948. Solo un
año más tarde, en su famosa conferencia sobre Ciudadanía y Clase Social, T.H.Marshall propuso un esquema para distinguir los elementos
que componen la ciudadanía (el civil, el político y el social) que ha venido a
conformarse como equivalente a un modelo clásico, contrastado (y contestado) en
casi cualquier debate sobre ciudadanía.
De la propuesta de Marshall se ha criticado que no pensaba
en las mujeres, ni en otros grupos de población diferentes al de los hombres,
trabajadores y blancos (Fraser y Gordon, 1992). También se ha dicho que la
periodización que este autor señala en la aparición histórica de los tres tipos de derechos (primero los
civiles, después los políticos y por último los sociales) se produce en orden
inverso en el caso de los niños. Así, los derechos sociales (relativos a la
educación, trabajo y protección) les fueron reconocidos primero, mientras que los civiles y los políticos aparecieron mucho más
tarde, y como derechos a garantizar por los Estados. Más aún, cuando se refiere
al derecho a la educación, Marshall pone
de manifiesto una visión de la infancia
como el estado de “aun-no-ser” adulto, y así lo concibe: …no como el derecho del niño a ir a la escuela, sino como
el derecho del ciudadano adulto a haber sido educado (porque) la educación es un
prerrequisito de la libertad civil (1992: 16).
Sin embargo, como venimos argumentando (Gaitán, 2018), ni
la Declaración Universal de los Derechos Humanos excluye a los niños y niñas,
sino que se refiere en su articulado a “toda persona” (condición que no se les
puede negar a ellos) ni la Convención sobre los Derechos del Niño de las mismas
Naciones Unidas se refiere a otra cosa que a las obligaciones de los Estados
para garantizar tales derechos. Si bien hay que decir que la Convención se
quedó corta a la hora de asegurar también su ejercicio por parte de los niños, cargando
las tintas, de nuevo, en las acciones protectoras, debido a lo cual niños y
niñas tienen reconocidos unos derechos que no ejercen por sí mismos, sino que
son ejercidos por otros, resultando ser así “derechos de beneficencia” y no
“derechos de acción” (Gaitán y Liebel, 2011). A la vez, los derechos de los
niños no están ligados a obligaciones por su parte, sea hacia los más próximos
o hacia la comunidad. Esta asimetría en los términos de ese tipo de
intercambio, el que opera normalmente en la vida social, trae como
consecuencia que los derechos que se van “otorgando” a niñas y niños les aten
con nuevos lazos de dependencia a sus benefactores, sean su familia o el Estado,
quedando al margen la posibilidad de contar ellos por derecho propio, de entrar
en un juego mutuo de valores y contravalores, intercambio solidario o cualquier
otro que tenga que ver con justicia y equidad (Gaitán, 2006).
A partir de la propuesta de Marshall, la noción de
ciudadanía se ha ido transformando, influida por los cambios sociales, pero
también por las corrientes políticas dominantes a lo largo de la segunda mitad del
siglo pasado. Así se ha podido distinguir entre dos conceptos de ciudadanía
fundamentalmente distintos: el concepto liberal por un lado y, por otro, el
concepto republicano (o social) por otro.
El concepto liberal pone énfasis en la libertad
individual del ciudadano, mientras que el Estado tendría como función la de garantizar
la propiedad privada y los espacios de actuación del individuo, a través de
constituciones y leyes, siendo mínimo su nivel de intervención en las
cuestiones sociales. La participación de la ciudadanía en el espacio público es
de tipo representativo, esto es, se limita a la emisión de su voto en
elecciones periódicas, considerándose mucho más importante su papel en la
esfera privada, ya sea en asuntos económicos o familiares.
Por el contrario, en el concepto republicano de
ciudadanía cobra importancia la vinculación de la persona con la comunidad, y
la libertad del ciudadano incluye la posibilidad de influir lo más ampliamente
posible en todo lo que se refiere a asuntos públicos, en el marco de una
democracia deliberativa y participativa. Del Estado se espera que intervenga en
la sociedad con el objetivo de conseguir una igualación profunda, que permita
disminuir las desigualdades fundadas en posiciones de poder social y económico,
a través de medidas redistributivas, destinadas a conseguir una mayor justicia social.
Pero la evolución del concepto de ciudadanía no se detiene
aquí, sino que se siguen incorporando al debate cuestiones derivadas del creciente
pluralismo social y cultural que caracteriza a las sociedades contemporáneas,
haciendo necesario, asimismo, sustituir la aceptación pasiva de los derechos
con el ejercicio activo de las responsabilidades y virtudes ciudadanas
(Kymlicka y Norman, 1997). Surgen así ideas como las de una ciudadanía activa
o de una ciudadanía diferenciada.
Se habla también de la emergencia de nuevos tipos de
actores, que plantean nuevas demandas y se implican en lo público de manera diferente,
lo que también exige un replanteamiento de los modelos de participación
política (Benedicto y Morán, 2002).
La cuestión que aquí nos interesa es saber si las niñas y
los niños, cuya posición social no encuentra buen acomodo en una concepción de
ciudadanía asociada a la condición de adulto jurídicamente capacitado, podrían tener reconocido su
lugar como ciudadanas y ciudadanos de facto, participando activamente en
la vida social.
Cabe decir que cualquiera de los textos actuales que
reflexionan sobre el significado de la condición de ciudadanía contemporánea podría leerse en clave de infancia. Sin embargo, el debate
sobre la ciudadanía de las personas menores de edad está prácticamente ausente
del debate general. Ello no es extraño porque, como ya afirmaba Chris Jenks
hace años (1992) las asunciones ontológicas implícitas en los discursos de los
científicos reflejan los valores que éstos comparten con sus coetáneos en lo
que se refiere al estatus social y a la capacidad de los niños. Dicho de otra
forma, los y las pensadores, investigadores, profesionales y científicos
sociales son personas adultas que comparten con la mayoría de adultos de su
época eseconcepto abstracto de “niño” universal, que se sigue viendo como un ser humano en proceso, como alguien que “ya
será” pero “aún no es”, como una persona en formación, dependiente, e incapaz
de observar la realidad, formarse un juicio propio y actuar en consecuencia.
Es por ello que los investigadores y estudiosos de la
infancia y la adolescencia tienen una cierta responsabilidad a la hora de poner
de relieve el papel que desempeñan realmente los niños, niñas y adolescentes en
la vida social, y asimismo conectar su agencia con las formas de
ejercicio de la ciudadanía contemporánea que se debaten en el nivel teórico.
Los artículos que se ofrecen en este libro constituyen una buena muestra de ese
ejercicio de responsabilidad de sus
autoras y autores, como adultos tanto como científicos sociales.
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*Antonia Picornell Lucas y Lourdes Gaítán Muñoz
son socias de la Asociación GSIA.
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