La infancia del femicidio.

A la muerte de las niñas y los niños 
como como herramienta de venganza 
se le llama femicidio vinculado.
Las pesadillas de la infancia que vio morir a su madre a golpes 
en manos de su padre no tienen nombre. 
El terror con el que crecerá no tiene alivio.




A la muerte de las niñas y los niños como como herramienta de venganza se le llama femicidio vinculado. Las pesadillas de la infancia que vio morir a su madre a golpes en manos de su padre no tienen nombre. El terror con el que crecerá no tiene alivio. Los que todavía estaban en la panza de su madre cuando la asesinaron murieron con ella. En algún caso lograron nacer. ¿Tiene nombre el potencial transcurso de esa vida? La infancia que se quedó sola, con madre asesinada y padre preso o suicidado lleva la carga de su historia sobre las espaldas. Su referencia de familia será la tragedia. Habrá puesto a la madre en el lugar del martirio. Y habrá destituido al padre de su rol legendario. A todas las madres y todos los padres, en su abstracción. 

La nena de 10, de 13, convertida en madre por la prepotencia del poder, 
a la que por la misma prepotencia se le impide el aborto legal, 
a la que se la obliga a parir un niño no querido, 
será víctima y sombra de ese niño que vivió, con ella o sin ella.


Los que no llegan a nacer y mueren con sus madres son ignorados por los talibanes que toman los hospitales e impiden una interrupción legal del embarazo. Será que a la interrupción del embarazo de cinco meses de Juana Brítez la decidió su marido el 31 de enero. Y no ella misma. Que murió entre las llamas que él le encendió en su cuerpo. Será que el fin del embarazo de siete meses de Jésica Riquelme lo decidió su pareja, de un golpe brutal en la cabeza, que la mató a ella y a su hijo.


En diez años casi 3500 hijos se quedaron sin madre. Centenares no llegaron a nacer, bajo el fuego, las balas o el cuchillo de quien cree tener en sus manos el boleto de compra y venta de una mujer. Los niños son elementos laterales. Sus muertes son daños lógicos en una guerra de siglos. Los ojos que miran morir a su madre estarán perseguidos de por vida por esa imagen.

La niña muerta el 7 de enero de 32 puñaladas en la cocina de su madre es un mensaje de su propietario para que sepa de lo que es capaz. Para que sepa que puede tocar donde más duele. Joselín Mamani tenía decenas de años para soñar, jugar, tropezar, disfrutar y sufrir. Pero viva. Su madre ya es un fantasma prendido fuego que nunca dejará de quemarse. Viva pero extinguida.


Tomás tenía 9 años cuando la ex pareja de su madre lo mató a golpes en 2011. Después hizo fotos y videos con el bebé que tuvieron con la mamá de Tomás. Mientras Tomás moría solo y aterrado en un descampado. Baldío como su suerte. El bebé fue instrumento de dominación y coartada. Tomás, de venganza. Ambos son niños estragados. Uno vivo y el otro muerto.

Las chiquitas que sufren la apropiación de sus cuerpos desde la niñez y las desaparecen, las abusan y las matan han sido el 8,3 % de los femicidios de enero de 2019.

En los últimos cinco años dos nenas de menos de 15 años fueron asesinadas por mes. Unas 28 muertes al año. El 20 % de quienes determinaron sus asesinatos, los que les dejaron en claro quién maneja los hilos de la vida y de la muerte, se dispararon en la cabeza. Mensaje claro de que no acatarían sometimiento posible. Ni a la justicia ni a la cárcel.

Esta semana murió Sofía, en General Roca. Tenía tres años y estaba internada con su cuerpo roto por los golpes y el abuso sexual. Están presos su madre y la pareja de su madre.

Chiara Páez tenía 14 cuando fue asesinada por su novio de 16 años, en 2015. La enterró en el patio de su casa. Estaba embarazada y ni él ni su familia aceptaban ese inconveniente. En ese patio comieron un asado todos, después de quitarse de encima el problema. Los problemas: una niña de 14 y un bebé que llegaría en algunos meses a generar obligaciones.

Angelina Cáceres tenía 13 años y un mes de desaparecida cuando el 25 de enero encontraron su cuerpo, ya irreconocible, en una zona rural de Resistencia. Había ido a la iglesia evangélica del barrio y no regresó. Está detenido Javier Peralta, de 21 años.


Cuando agonizaba 2018, Claudia Dino trabajaba en la tarefa y jugaba al fútbol En Misiones. Tuvo pegaditos a su cuerpo a sus cuatro hijos hasta el que el hombre que le escrituró la vida la mató a cuchillazos. Los cuatro niños no sólo son huérfanos, sino que llevarán en la voluntad el freno constante de la imagen de su madre muriendo.

Cada semana los daños colaterales de esta guerra subterránea donde uno es el que domina y sólo ese uno maneja el armamento, agrega seis nuevas víctimas. Seis niños más que vivirán con la familia si la hay. O serán institucionalizados. O terminarán con el femicida o sus cómplices como en el increíble caso de José Arce, que junto a su madre mandó a matar a Rosana Galliano. Los niños terminaron viviendo con el femicida en prisión domiciliaria.

Las infancias del sometimiento son víctimas silenciosas de un patriarcado que es socio inseparable del capitalismo. El estado que los legitima replica esa violencia en todos sus estamentos. Dispone una casa donde los niños viven en una espiral de violencia y de abuso de poder –que legitima y desencadena esa violencia- y naturaliza que por ahí pasen las relaciones afectivas. Aunque no llegue al femicidio, esa cadena determinante marcará sus días.

El estado plantea una respuesta desde la misma dominación 
en la escuela, en la justicia, en las fuerzas de falsa seguridad. 
Y en un círculo fatal, habrán repetido, los niños, una historia que los victimizó.
Sin una profunda transformación de los determinantes del poder, 
no habrá revolución en la vida. 
No habrá niñas y niños que se planten en una subjetividad política 
que pueda cambiar la generación de poder. 
Y hacerse cargo, desde el túnel más oscuro, 
de que hay que frotar las lámparas extinguidas 
para que aparezca la luz.

Fuentes de datos: MuMaLá; Casa del Encuentro; GDA, grupo de estudios que integran once diarios de América Latina; Ahora que sí nos ven.
Edición: 3809


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