Los que no pensamos que metiendo niños en la cárcel vaya a avanzar mucho la sociedad,
no sufrimos menos por esos sucesos.
Roberto Uriarte Torrealday,
Profesor de Derecho Constitucional
de la UPV-EHU.
Copiar de los modelos represores y anticuados,
todos los cuales tienen niveles de delincuencia muy superiores a los nuestros,
es poco inteligente.
Umberto Eco nos enseñó magistralmente en ‘El nombre de la rosa’ la necesidad que el pensamiento reaccionario tiene de inyectar en las personas el clima de miedo que justifique su perpetuación. La coincidencia en un tiempo reducido de varios delitos graves en Bilbao, protagonizados por menores de edad, ha generado una alarma social importante, al amparo de la cual personas que habitualmente predican la resignación y el sometimiento a las políticas que nos imponen los poderes fácticos nos descubren repentinamente su faceta más crítica. Al contrario de lo que predican respecto de otras políticas públicas, en materia de seguridad ciudadana no plantean la resignación, sino que se dedican a agitar la legítima indignación popular.
Y lo hacen planteando atajos fáciles para resolver problemas complejos. Dicen que no podemos quedarnos de brazos cruzados ante la gravedad de los delitos cometidos por menores de edad. Que no puede ser que delitos tan graves queden impunes. Que es preciso rebajar la edad penal.
Aunque su argumentación esconde una falacia evidente, hay que reconocer que quienes así opinan han conseguido, por una parte, erigirse en portavoces del dolor que generan las muertes violentas y a la vez, establecer el marco del debate en unos términos que, aún siendo falsos, les resultan favorables. La pregunta sería, según ellos: ¿Debemos permanecer de brazos cruzados o hay que plantearse la rebaja de la edad penal?
Frente a esta maniobra, conviene recordar que los que no pensamos que metiendo niños en la cárcel vaya a avanzar mucho la sociedad no sufrimos menos por esos sucesos.
Pero creemos que meter un niño en la cárcel es facilitar que se convierta en un delincuente de por vida.
Es más, si echamos una mirada desprejuiciada al mundo, podemos comprobar que hay diferencias importantes entre unos países y otros sobre cómo abordar el problema de los delitos cometidos por menores e incluso de los delitos en general.
Y podemos comprobar también que los países que tienen sistemas penales más agravados coinciden exactamente con los menos civilizados y más atrasados y en los que la inseguridad y la delincuencia son superiores a las que tenemos nosotros.
Es evidente que ninguno de nosotros tomaría como modelo para abordar nuestros problemas sanitarios o educativos los sistemas sanitarios o educativos de los países que aún siguen encarcelando a niños en pleno siglo XXI. Si no nos planteamos seguir sus sistemas sanitarios o educativos, ¿por qué tomar como modelo sus sistemas penales?
No faltará quien alegue la excepción norteamericana: un país económicamente próspero y que sigue manteniendo uno de los sistemas penales más crueles. Es el país con mayor número de presos del mundo y con mayor proporción de su población encarcelada. Más de un millón y medio de sus habitantes abarrotan sus cárceles. A quienes plantean este modelo se les podría responder que, a pesar de ello, probablemente habrá pocos países con un desarrollo económico equiparable y que sean menos eficientes garantizando la seguridad de sus ciudadanas y ciudadanos.
En resumen, considero que el debate al que nos quieren llevar es un debate falso:
.- no se trata de elegir entre la ley del Talión o la benevolencia;
.- no se trata de elegir entre cárcel y brazos cruzados:
.- se trata de que todas las políticas públicas se inspiren en los modelos más racionales y sensatos y no en la demagogia.
Las políticas de reeducación de niños y adolescentes predelincuentes, como las políticas sanitarias, las políticas educativas o cualquier otra política pública, se deben basar en los mismos criterios, en la racionalidad y en la eficiencia, en los programas más vanguardistas, las técnicas más eficientes, el personal más capacitado; y deben tomar como modelo a los países que obtienen resultados más eficaces y que poseen unas sociedades con tasas menores de delincuencia.
Copiar de los modelos represores y anticuados, todos los cuales tienen niveles de delincuencia muy superiores a los nuestros, es poco inteligente. El debate no es entre aplicar la cárcel o no hacer nada. El debate es sobre cómo intervenir: o con políticas públicas eficientes o con las que ya se sabe que no funcionan, porque a todos los países que las aplican les dan malos resultados.
Es evidente que se han cometido errores en las políticas públicas relativas a estos menores. Que muchos de estos errores se han cometido por falta de coordinación suficiente entre los servicios forales, la policía y los jueces y fiscales; cuando no por omisión o dejación de responsabilidades por parte de las administraciones implicadas.
Es evidente también que hace falta una mayor sensibilidad respecto del problema; que hay que revisar a fondo las políticas desarrolladas; que hay que diagnosticar los muchos puntos débiles del modelo; y que hay que rectificar cuanto antes los errores cometidos.
Pero de lo que no cabe duda es de que nunca se rectifica un error cometiendo otro mayor. Es absurdo pretender mejorar la seguridad en nuestras ciudades tomando como modelo políticas de países que en materia de seguridad están muy por detrás de nosotros.