Lo característico de las sociedades postmodernas es que fingimos
que esa dimensión cooperativa de la crianza no existe
y le ponemos toda clase de obstáculos.
César Rendueles
Hacemos como si criar un hijo fuera un asunto privado que
negocian y solventan dos adultos en el interior de su hogar que, además,
deben respetar la centralidad del trabajo asalariado en sus vidas.
Cualquier colaboración externa es concebida como un complemento
bienvenido pero que no forma parte del núcleo de los dispositivos de
crianza.
Solucionar o paliar la crisis de los cuidados
de un modo aceptable en sociedades ilustradas y deseosas de preservar
altos estándares de libertad individual no es en absoluto sencillo
1. Los seres humanos somos una especie de crianza
cooperativa. Esto no es una opinión política o una opción cultural sino
un hecho biológico. De hecho, se trata de un rasgo muy característico de nuestra especie.
La crianza cooperativa es poco habitual en los mamíferos y entre la
mayor parte de los primates no humanos las madres se encargan en
exclusiva de cuidar de las crías. La crianza cooperativa significa que
miembros del grupo que no son sus padres genéticos colaboran en el
cuidado de las crías. Se suele llamar alomadres y alopadres a estos
cooperadores. Muy posiblemente la crianza cooperativa entre los humanos
esté relacionada con características evolutivas básicas, como la
larguísima duración de nuestra infancia.
2. La
crianza cooperativa ha tenido numerosas expresiones históricas y
culturales: desde los distintos tipos de familias extensas hasta modelos
familiares en los que los padres biológicos pierden su centralidad y
otros miembros de la colectividad actúan como alopadres.
Si la crianza
cooperativa es un hecho biológico, la diversidad familiar es un hecho
histórico. A día de hoy se suelen distinguir al menos siete grandes sistemas familiares en el mundo,
cada uno de ellos con subsistemas, que se están transformando e
hibridando dando lugar a nuevas formas de cooperación familiar. De
hecho, la familia nuclear típica de nuestras sociedades es una creación
histórica reciente y no necesariamente óptima o definitiva, al menos a
juzgar por la cantidad de conflictos y malestares que genera.
Científicos sociales poco sospechosos de perroflautismo
han señalado que entre el amplio catálogo de formas de crianza arcaicas
hay algunas que parecen amigables y razonables. Pensar que es imposible
aprender nada de esas experiencias porque pertenecen al pasado, es como
decir que no se puede correr una maratón porque eso significaría volver
al esclavismo y a la religión olímpica.
3. La crianza cooperativa no es una opción. Tampoco en
nuestra sociedad. Las guarderías y los colegios, los cuidados
compartidos entre los cónyuges, la participación de las abuelas (más de
la mitad de los abuelos españoles cuida de sus nietos a diario), el
cuidado entre hermanos… Todo ello es crianza cooperativa. Lo
característico de las sociedades postmodernas es que fingimos que esa
dimensión cooperativa de la crianza no existe y le ponemos toda clase de
obstáculos. Hacemos como si criar un hijo fuera un asunto privado que
negocian y solventan dos adultos en el interior de su hogar que, además,
deben respetar la centralidad del trabajo asalariado en sus vidas.
Cualquier colaboración externa es concebida como un complemento
bienvenido pero que no forma parte del núcleo de los dispositivos de
crianza. El resultado ha sido catastrófico.
La familia nuclear moderna es una red colaborativa demasiado exigua
para algo tan complejo y agotador como cuidar de una cría humana (no
digamos ya de dos, tres o cuatro). De hecho, en ciencias sociales se
habla habitualmente de " crisis de los cuidados" para
designar los problemas estructurales que afrontan las personas
dependientes y sus cuidadores en nuestras sociedades y cómo estos
conflictos están atravesados por la desigualdad económica y de género.
4. Las soluciones a los problemas de las sociedades complejas suelen
ser complejos. Y lo mismo ocurre con la crianza cooperativa. Solucionar o
paliar la crisis de los cuidados de un modo aceptable en sociedades
ilustradas y deseosas de preservar altos estándares de libertad
individual no es en absoluto sencillo. Algo así requiere cambios en la
relación entre el trabajo reproductivo y el trabajo asalariado, la
concepción de los servicios públicos de ayuda a la crianza, las
extensión de las redes informales de apoyo mutuo, la normalización de la
presencia de los niños en el espacio público y, por supuesto, un
radical igualitarismo de género.
Algunas personas, como Anna Gabriel,
quieren ir más allá y se cuestionan el modelo de familia nuclear
convencional. No es mi opción –soy muy conservador y me aterra la
contracultura– pero me parece respetable y, desde luego, infinitamente
más digna que el adultocentrismo ambiente que celebra las imposiciones
del mercado de trabajo como si fueran elecciones de espíritus libres
emancipados de todo sometimiento
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