Adolfo Córdova
Según Poleke, hoy en día se puede “tener a un papá que no es tu papá.O a un papá que es tu papá pero vive en otro lugar.
O un papá que existe, pero no sabes dónde.
O un papá de probeta al que no conoces.
O a un papá de probeta que sí conoces, pero a quien no llamas papá porque así le dices al marido de tu mamá.
O un papá de probeta que no es el marido de tu mamá, pero a quien de todas maneras llamas papá.
O un papá del que sabes dónde está, pero al que no puedes ir a ver porque está prohibido.
O tienes dos
papás a los que les gustan los chicos.
O dos papás que son mujeres”.
O dos papás que son mujeres”.
En esta entrada hay por lo menos seis
tipos de papás más. Está el papá poeta de Poleke, divorciado y vuelto a
casar. Hay dos padres que viajan con sus hijas buscando mejores
oportunidades: uno va hacia el Norte, con un coyote;
otro emprende una viaje en automóvil entre bosques y desiertos. Hay una
niña que pierde un diente y un papá en casa que la ayuda a resolver sus
miedos. Y dos más: uno que le escribe a su hija una larga historia de
vida, como un poema, y otro que la llama por
teléfono desde lejos, ansioso de reencontrarse con ella.
Ya habíamos visto
aquí cómo
resulta más común encontrar relatos de padres ausentes, regañones y
tiranos
que relaciones positivas. Si la búsqueda es de padres e hijas, el
panorama no es más abundante, pero tampoco es pobre. Aquí una prueba.
Para celebrar a los padres que se quedan o que vuelven, pero que sí están.
1. Dos conejos blancos. Jairo Buitrago y Rafael Yockteng, Ediciones Castillo.
Aunque proliferen los libros álbum,
todavía no es tan común encontrar propuestas donde el texto y la imagen
dialoguen como en este libro, en dos niveles lectura tan claramente
trazados. En uno, el del texto, una niña narra en
primera persona su vida viajando con su padre. Mira y cuenta: cinco
vacas, cuatro gallinas, cincuenta pájaros, un niño; perros que pasan,
autos que pasan; la gente que vive en las vías del tren, las nubes.
Todo, menos los soldados. Ella hace preguntas:
¿Para dónde vamos? Su papá no responde, está alerta, pensativo,
silencioso. No responde, pero las ilustraciones sí. En ese otro nivel
está el viaje que reconocemos y que empezamos a encontrar en más libros
para niños: el de los migrantes de sur a norte.
Ya en el magnífico Migrar (Ediciones Tecolote, 2011) compartíamos la mirada de un niño que deja su casa y se sube
La Bestia para llegar a Estados Unidos. Dos conejos blancos es
un libro hermano, pero aquí no es la voz de la niña la que da orden y
tiempo a la narración, son las imágenes, llenas de sombras y cielos, las
que nos llevan.
Los paisajes se abren y se cierran; los personajes suben y
bajan, corren, se tallan los ojos, trabajan, juegan, pero están juntos,
la hija y el padre. Él la sostiene y si se aleja la llama
enseguida, porque el entorno es amenazante. Rafael
Yockteng no lo maquilla, aunque tampoco dramatiza de más. Y el final no
es conclusivo, porque es difícil decir qué pasará en estas historias
(Según el Instituto Nacional de
Migración, cada año unos 40 mil niños y niñas migrantes
son repatriados desde Estados Unidos a México. Alrededor de 18 mil
viajan solos), pero no es desesperanzador. El lector, sabe, por lo
menos, que son dos, y están juntos.
Igual que Buitrago y Yockteng que, a
estas alturas, parecen una de las parejas creativas más sólidas en la
producción de libro álbum en Iberoamérica; dos conejos, también ellos,
sensibles a la relación de padres e hijas en contextos
complejos. Basta recordar a la entrañable Eloísa rodeada de bichos (Eloísa y los bichos, Babel Libros, Ediciones Tecolote, 2011) o
Camino a casa (FCE, 2008, Premio A la Orilla del Viento) que, muy anticipadamente en México, aborda, de manera sutil (se revela en las páginas finales), la desaparición de un padre y su sustitución
alegórica con un enorme león.
2. Hermano Lobo. Carla Maia de Almeida. Ilustraciones: António Jorge Gonçalves. Traducción: Jerónimo Pizarro. Ediciones El Naranjo.
2. Hermano Lobo. Carla Maia de Almeida. Ilustraciones: António Jorge Gonçalves. Traducción: Jerónimo Pizarro. Ediciones El Naranjo.
La de Bellota es una voz que no se
olvida. Una voz dividida en dos: Bellota, de ocho años, que viaja en
auto, en presente, con su padre, tras la pista de un nuevo hogar; y
Bellota, una joven de unos 15 años, que recuerda y cuenta
cómo su familia empezó a desmoronarse. Esa voz es nostálgica pero llena
de descripciones de las dinámicas familiares inteligentes y divertidas.
Cada miembro de la familia es un personaje en la voz de Bellota, no es
su madre ni sus hermanos mayores, son Blanche,
Miss Kitty y Fósil, miembros de una tribu apache, liderada, apenas, por
Alce Negro o el Hombre de Hielo (inofensivo), su padre. Y Malik, el
perro, casi un hermano, y Conejo Volador, un muñeco de peluche.
El viaje de la Bellota de ocho años también tiene humor y momentos bellísimos de calma y descanso al lado de su padre. El roadtrip, al
ella que titula la “Gran Travesía por el Desierto de la Muerte”, es una
búsqueda
desesperada por el paraíso perdido, una casa vieja, que el padre
recuerda idílica. Mientras él busca dónde dormir, qué comer, por dónde
continuar el viaje, Bellota recuerda al resto de su familia, pero
también observa, escucha y conoce a su papá. Son sólo
ellos dos en el auto, ella elabora una historia propia a su lado y una
historia para su padre. De pronto es una narración que parece remontarse
a los orígenes del hombre y que condensa el espíritu incansable y
desesperado del padre de Bellota. Quiere proteger
y mantener a su familia, lo intenta “con todas sus fuerzas y coraje”,
pero parece que nadie lo nota… salvo ella, que está dispuesta a quererlo
siempre.
Yo sabía que el Hombre de
Hielo no era peligroso cuando se transformaba, porque Conejo Volador me
había contado historias acerca de él:
“Hace muchos, muchos años, un hombre
había salido a cazar buscando comida para alimentar a la familia. Era
invierno. Había nieve y hielo por todos lados y la mayor parte de los
animales se refugiaba en sus cuevas y lugares
de abrigo. Ya había caminado muchos kilómetros y estaba exhausto.
Entonces avistó los cuernos de un venado tras los árboles y comenzó a
correr tras el animal sin advertir que se encontraba demasiado cerca del
glaciar. La idea de llevar carne para muchos días
lo dejaba ciego, tan ciego como la nieve que le caía sobre los ojos. Y
el hombre dejó de ver…”.
3. Escalera al cielo. Andrés Acosta. Ilustraciones: Richard Zela. SM Ediciones.
Tú, desde antes estabas tú, no aquí,
de este lado; / vivías dentro, muy dentro de mamá y desde entonces / yo
soñaba contigo. A lo lejos te vi, caminabas distraída / junto a un río y
caíste a las aguas de vertiginosos / remolinos
que arrastraron tu pequeño cuerpo / cual muñeca de trapo. Veloz me
adentré en el río, / aferré una raíz, las piernas temblando, / y cuando
pasabas frente a mí te tomé de la mano. / Te arranqué de las aguas, de los helados brazos / de la muerte. Estabas
desmayada. / Tus ojos cerrados para el mundo. / El mundo, cerrado para ti.
Oprimí tu pecho / y brotó un chorro de agua / y también salieron
burbujas y pequeñas piedras / y plantas y un pez que regresó contento al
río.
Uno de los relatos en verso más
conmovedores y potentes que he leído. Si no es habitual la poesía para
niños, menos un proyecto de esta naturaleza, que revela, en 60 páginas,
renglón a renglón, como si fueran peldaños, el testimonio
de un padre que le habla a su hija. El tono es entre mítico y realista.
La hija de este hombre nace extraña:
El médico dijo, es una niña. El médico dijo, / que ha roto antes de
tiempo su cordón umbilical. / Habrá problemas, el médico dijo. /
Nadabas sola, extraviada dentro del saco amniótico, /
desconectada. Eras una niña astronauta, / perdida en el espacio interior
de tu madre.
El autor va y viene entre las metáforas y
los acontecimientos concretos de esta niña que va creciendo, cada vez
más extraña, para mantener la tensión y construir una voz paterna
atenta, amorosa, comprensiva… y, de verdad, memorable.
Andrés Acosta se apoya, sutilmente, en otros peldaños, algunos
versos de sus “padres” literarios: Borges, Elliot, Gorostiza, Paz,
Villaurrutia, Sabines, Girondo, Nezahualcoyótl… Es un gesto más bien
simbólico, porque apenas
retoma una línea o un par de palabras, pero refuerzan ese sentido
mítico del libro: contar una voz que es la de muchos padres.
4. Dientes. Antonio Ortuño y Flavia Zorrilla. Petra Ediciones.
Encima: esta es la historia de Natalia,
una niña que pierde su primer diente cuando se cae de la bicicleta.
Debajo: la historia de una primera pérdida íntima, un pequeño rasgo
familiar de la muerte, y la ansiedad que eso puede
generar en una niña.
Y entonces, cuando Natalia piensa cómo
vencer, con la ayuda de su conejo, al compañero que la molesta en la
escuela y que tiene dos perrotes, aparece el papá. Es sobre todo él
quien escucha a Natalia y la ayuda a resolver sus
problemas. Buscan en un libro sobre el cuerpo humano cuánto falta para
que le salga un nuevo diente. Al parecer no mucho, pero más que
encontrar una respuesta, se abren más preguntas y aumenta el miedo: el
papá le cuenta que se le caerán TODOS los dientes.
Y más: ella ve una de las imágenes del libro: ¡es una calavera! Él la
consuela:
“… mi papá dice que todos tenemos una calavera dentro. Hasta él. A la mía le falta un diente pero volverá a salirle”.
Desde la cotidianidad de Natalia, se abre
un mundo ilustrado que se encoge y crece todo el tiempo. Perros
gigantes, papá gigante, conejo gigante al ataque y la propia Natalia,
una superhéroe conejo, más alta que los edificios,
dispuesta a vencer lo que la hace sentir amenazada; con poquito de
ayuda y toda su imaginación puesta en marcha. El texto fluye sin
adornos. Logra, en su sencillez y búsqueda de una voz infantil,
transportarnos al complejo mundo de Natalia, con ilustraciones
en rojos, negros y amarillos, llenas de detalles, objetos ocultos y
personajes de ojos grandes y expresivos que vuelven trascendente la
experiencia del libro.
5. Vamos a ver a papá. Lawrence Schimel y Alba Marina Rivera, Ediciones Ekaré.
El día preferido de la protagonista es el
domingo. Ese día se levantan temprano su mamá, su abuela y ella.
Esperan juntas en la cocina, silenciosas. Mientras la mamá y la abuela
toman café, y el perro, Kike, un trozo de pan remojado,
ella toma sólo un vaso de leche. Entonces, ¡al fin!, ¡suena el
teléfono!
Es el papá de la niña. Llama todos los domingos porque ese día es más económico. Hace más de un año que se fue.
Esta llamada es diferente a las
otras, porque anticipa un reencuentro que la niña ni soñaba. Su vida y
sus emociones cambiarán a partir de ahí, y nosotros, con ella, nos
conmoveremos cada vez más.
Aunque no está presente físicamente, el
papá es el centro de esta historia, como un sol lejano. La añoranza de
la niña da paso a una mudanza que revela el ciclo interminable de las
despedidas y las llegadas.
Con mucha sensibilidad y atención a su lector, Lawrence Schimel
ordena las emociones contradictorias de la niña y nos las muestra a
través de diálogos capaces de hablarnos. Va del interior al
exterior, la niña habla con ella misma y se pregunta:
“¿Encontraré nuevos amigos?”, luego lo conversa con su mejor amiga,
cómplice, igual que nosotros. Y ante el desconcierto y la incertidumbre,
un contrapunto de humor, en dosis justa, que es el perro Kike, y las ilustraciones
de Alba Marina Rivera, que construyen escenarios acogedores entre miradas tristes y texturas difuminadas.
Hacia el final del libro ya estamos más
cerca del padre. Atrás quedan los domingos de levantarse temprano, con
la abuela y Kike, pero no el cariño, ese es el verdadero centro de la
historia.
6. Poleke. Guus Kuijer. I lustraciones de Agata Raczynska.
La vida de Poleke no es sencilla, pero se
la toma con gracia. Este personaje es uno de los más descarados y
divertidos que he leído recientemente. Niña poeta, de 11 años, de padres
divorciados y a la que acaba de dejar su novio.
Con un sentido del humor que provoca carcajadas, este fantástico autor,
ganador del Premio Memorial Astrid Lindgren 2012, consigue conectarnos
desde la primera palabra con Poleke y querer más y más páginas de ella
con nosotros.
Poleke es movida principalmente por el
amor a su papá y la llegada de un nuevo “papá” a su vida, el futuro
marido de su madre, que para colmo de males ¡es su profesor!
Por lo general, el profesor Wouter me
parece bastante simpático, pero no a las ocho de la noche en mi casa, a
solas con mi mamá.
El suyo, dice, es un “PC” (Papá Complicado), que es mejor que un PMC (Papá Muy Complicado) como el de Caro, su mejor amiga.
Antes todavía se veían algunos papás
normales, que volvían a casa por la tarde, veían televisión y bebían
cerveza. Papás como esos ya no existen, creo.
Con todo, Poleke quiere mucho a su papá.
Mi Papá Complicado es un papá
maravilloso. Esa es la pura verdad. Es poeta, como yo. La diferencia
entre él y yo es que yo escribo y él no. Es un poeta sin poemas. Es
poeta porque así nació. Se nota enseguida en su
aspecto, su manera de hablar, de caminar. ¿Captas? Una vez escribió un
pequeño poema para mí:
Siempre habrá aire / para mi castillo / y siempre habrá un nido / para mi Poleke.
¡Tan bello! Casi se me salen las lágrimas. ¿Sabes por qué? Por ese “mi” que escribió antes de “Poleke”. Eso me conmovió.
Su franqueza es cautivadora. También
sorprende su actualidad, la naturalidad con la que se mueve en un
entorno multicultural, con preferencias sexuales diversas y familias
compuestas. No puede contar con su papá para, por ejemplo,
hablar de sus problemas amorosos, pero tiene a sus abuelos. Y así,
poco a poco irá transformando la idealización en la que tenía a su papá,
por hacerse un retrato más real, lo que la vuelve un personaje más
humano para nosotros. Y quizá ese sea el único defecto
del libro: es tan profundo lo que consigue Kuijer que sentimos que
termina demasiado pronto. ¿Un consuelo? Volver a leerlo.
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