¿Escribir novelas, cuentos, poesías, libros informativos,
ensayos que recreen la violencia, que la expliquen, que la transformen
con una metáfora, que la nombren?
¿No era que debíamos proteger a los menores del mal en el mundo?
¿Darles historias felices, amables, justas?
¿Y si la realidad que escuchan, ven y sienten es otra?
…
Ilustración de Alfonso Ruano para |
“Me siento destrozada… ahorita fue mi
hijo, mañana puede ser otro niño inocente y no sabemos hasta cuándo va a
terminar tanta violencia”.
Roberta Evangelista Hernández era la madre
de David Josué García Evangelista, “El Zurdito”, un jugador de futbol de
15 años de edad asesinado por miembros de la policía municipal de
Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014.
Esa noche, la policía mató también a
Víctor Manuel Lugo, el chofer del autobús donde viajaban Los Avispones,
equipo de futbol de Tercera División al que pertenecía El Zurdito; a
Blanca Montiel Sánchez, una mujer que viajaba en un taxi, porque tenía
una urgencia, hacia casa de su hermana; y a tres estudiantes de la
Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa: Julio César
Ramírez Nava, Daniel Solís Gallardo y Julio César Mondragón Fontes. Esa
noche desaparecieron también 43 jóvenes, la mayoría en su primer año de
estudios.
No llevaban ni dos meses de clases.
“Fue el Estado”, “Fue el Estado”, gritan.
Y el Informe Ayotzinapa realizado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, GIEI, lo confirma: Antes
de los hechos los normalistas tuvieron seguimiento tanto de la policía
federal, como de la estatal y del ejército, que tenían conocimiento de
que se trataba de estudiantes de Ayotzinapa en actividades de boteo y
toma de autobuses.
Las policías municipales de Iguala y
Cocula acorralaron, persiguieron, torturaron, intentaron atropellar,
dispararon a quemarropa y atacaron por casi tres horas a los
estudiantes. La policía federal, estatal y el ejército lo permitieron.
En Argentina no temen llamarlo, oficialmente: “Terrorismo de Estado”.
Empezamos a correr hacia atrás, pero desde Iguala venían unas tres o cuatro patrullas municipales, por lo que decidí meternos así hacia un sitio de árboles, espinas y nos escondimos hacia una colina, dice uno de los estudiantes sobrevivientes en el Informe del GIEI.
Cuesta hablar de El Zurdito, el único
menor de edad que murió aquella noche, que había jugado su primer
partido de la temporada y ganado 3 a 1. Cuesta escribir de estos
crímenes en México. Los tenemos de frente, recién empezamos a
reconocerlos, a ver las caras, a poner los nombres, pero cuesta. Cuando
hice memoria y busqué ejemplos de publicaciones para un público infantil
y juvenil que abordaran los crímenes que comete el Estado no encontré
mucho en México (¿les viene alguno a la mente?), pero sí en Chile y en
Argentina. ¿Comparar el terror y el arrebato de las dictaduras de
Pinochet y Videla con la violencia en México? No la forma pero, quizá
sí, las cifras: Del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa al de Enrique
Peña Nieto existen, hoy, 22 mil 322 personas en el estatus de “no
localizadas”.
Según Amnistía Internacional un total
de, por lo menos, 90 mil personas fueron desaparecidas en Guatemala,
Honduras, El Salvador, Perú, Bolivia, Colombia, Brasil, Chile y
Argentina durante sus gobiernos militares.
Cuesta hablar. Pero cuando la poeta
chilena María José Ferrada se enteró que existía un registro de niños
desaparecidos y ejecutados en la dictadura de Augusto Pinochet, escribió
un libro. Un año tardó en confirmar la lista de 34 nombres: 32 niños
ejecutados, algunos de apenas 1, 3, 4 meses de nacidos, los mayores de
13 años de edad; un niño, Sergio Arturo Gómez Arriagada, de 11
años, todavía desaparecido; y uno más, Pablo Athanasiu, encontrado por
las Abuelas de la Plaza de Mayo en 2013, víctima de la Operación
Cóndor: robado a sus padres chilenos y apropiado por militares
argentinos. 34, 43.
Cuesta hablar. Ponerse en el lugar de
esos niños y niñas, recuperar sus voces. Pero la escritora Mariana
Osorio Gumá, quien vivió la dictadura chilena cuando era niña y
consiguió escapar a México con su familia, y las escritoras argentinas
Paula Bombara y Raquel Robles, hijas de desaparecidos, lo hicieron desde
las voces de niñas pequeñas que vivieron el horror de aquella época.
Sus libros, Tal vez vuelvan los pájaros, El mar y la serpiente y Pequeños combatientes, respectivamente, llegan a jóvenes lectores porque comparten con ellos la mirada y, con ellos, cualquiera que los lee.
¿Cómo contar una verdad así de grande y
dolorosa? ¿Es necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños,
niñas y jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados?
Mar, la protagonista de Tal vez vuelvan los pájaros tiene una respuesta:
Siempre eso: ya lo entenderás cuando
crezcas. A veces pienso que los grandes creen que soy un pedazo de
empanada frita. No sé por qué es tan difícil explicarme por qué sería un
problema que los papás de mis amigos tengan ideas distintas a las
nuestras. ¿Y que es eso de derechista?.
Espero que con esta primera entrega de
la lista, y las respuestas de muchos de estos escritores, lo entendamos
tan bien como Mar, y que, poco a poco, perdamos el miedo y empecemos a
escribir sobre el tema, a conversar estas lecturas con niños, niñas y
jóvenes, a nombrar al terrorismo de Estado, así: Terrorismo de Estado. Sí, es necesario.
Niños
María José Ferrada. Ilustraciones de Jorge Quien. Grafito Ediciones, 2013.
Los describió vivos, haciéndose
preguntas, con sueños, deseos, voces familiares. Y, al final, los
nombres completos que erizan la piel y hacen leer dos veces el libro,
para resignificar cada palabra leída: Alicia Marcela Aguilar
Carvajal, ejecutada; 6 años; Jaime Ignacio Rojas Rojas, ejecutado; 9
años; Sergio Arturo Gómez Arriagada, detenido desaparecido; 11 años. Y
está también Pablo Athanasiu, que se salvó. La fuerza del libro no solo
radica en la belleza de cada poema, en la intimidad que María José
Ferrada crea para cada niño, cada niña, y al mismo tiempo la
universalidad de sus juegos, de sus pensamientos; la fuerza está, sobre
todo, en que los escribió vivos. En su libro, esos niños y niñas viven
Dice María José Ferrada:
La verdad no imaginé un lector. Era
tan fuerte la imagen de los niños que habían sido detenidos y
ejecutados, que no cabía nada más. Si lo escribí para alguien fue para
ellos. Y de ahí en adelante para todos los que somos responsables –niños
y adultos- de pensar nuestra historia para que cosas como estas no
vuelvan a suceder.
Yo creo que se puede hablar de todo
con los niños, pero creo que en ciertos libros, como éste, sería
recomendable que hubiera un adulto que pudiera responder a las preguntas
que el niño pueda tener al finalizar el libro.
Y no se trata de darle al niño una
respuesta definitiva, los adultos muchas veces no tenemos respuestas,
pero el niño es capaz de comprender eso, entender que en nuestra
fragilidad intentamos acompañarlo.
Lo que me preocupó fue la gente
cercana a esos niños. Hay dolores que son muy fuertes y no sabes si el
otro quiere o no hablar de ellos. Pero también sentí que era importante
conocer esa historia que ha sido tan olvidada.
El mundo es un lugar muy bello y un
lugar que también puede ser muy duro. La literatura debe abordar ambas
caras si quiere ser sincera.
Tal vez vuelvan los pájaros
Mariana Osorio Gumá. Ediciones Castillo, 2014.
Tiene ocho años pero debe portarse como grande: Si
llegan los milicos a buscar a papá o a este cabro, o lo que sea, ni una
palabra. No puedes decir que estuvimos quemando cosas, ni que vino el
tío Andrés, ni nada de lo que hayas oído o visto. ¿Te queda claro?
Tienes que portarte como grande, Mar.
Un día, el mundo de Mar, se pone negro,
“pero muy negro”. A su alrededor todo es revuelo, susurros, llantos y
movimientos sin explicación, pero le dicen que no se preocupe. Entonces,
se preocupa de verdad: ella sabe que cuando un adulto dice eso, la cosa
va en serio. La capacidad de Mar para atravesar el dolor (la de Mariana
Osorio para describirlo), sin embargo, es más fuerte. Va y viene, se
esconde, se calla, toma la mano de su mamá, cuida a su hermano, dice
adiós, inventa palabras, recuerda cuentos y juega todo lo que puede. Y
en esa realidad contada en primera persona, definida por las decisiones
que toman otros, y ante el desconsuelo de esperar a un padre que no
vuelve a la hora prometida (una casa que no vuelve, un barrio, un país,
una nana y unos amigos que no vuelven a su vida), ella demuestra que
también puede decidir algo para sí misma y nos hace cómplices: no
hablará más, no dirá una palabra hasta que su papá regrese. Y tal vez,
con él, los pájaros (lo que me recuerda aquel cuento desgarrador de
Esteban Valentino: Los pájaros mudos).
Esta novela es extraordinaria, “fuera
del orden o regla natural o común”, es la única que encontré escrita y
editada en México para incluir en este listado. Y hasta México llegan
sus protagonistas exiliados que, cuando rompen una piñata, oyen: —¡Duro, Lalo! ¡Pégale duro, como si fuera un milico de los que se llevaron a tu papá! ¡Duro, duro!
Y la piñata se fue al traste. Le
sacó la cresta completa. Y los dulces salieron volando, pero él se quedó
de piedra, como estatua, con el palo en la mano y mirando fijo, como
hipnotizado, a los cabros que se peleaban por las golosinas. Y tuvo que
venir su tía a abrazarlo, se lo llevó al baño para lavarle la cara, que
la tenía roja de rabia, mocos y lágrimas.
Dice Mariana Osorio Gumá:
Por supuesto que se puede y se debe
hablar sobre el tema (desaparecidos, ejecutados, violencia) a lectores
menores (es decir, niños, jóvenes). El asunto es cómo se hace. Hablar de
esos temas a través de una ficción, indirectamente se convierte en una
manera de sensibilizar la humanidad que habita a cada quien. Y la
humanidad es algo que se construye a través del cultivo del alma y la
sensibilidad.
Mi apuesta con este libro fue
hacerlo a través de una ficción. Considero que es la ficción la que
puede dar cuenta de manera más profunda de hechos que son muy difíciles
de nombrar. Ponerle palabras al horror, al terror, al dolor, la pérdida y
la desgarradura de una guerra a través de una historia literaria, lo
hace mucho más accesible y permite que el lector elabore los dolores
propios y se aproxime o sensibilice con los ajenos, a través de
personajes inventados. Y también es una manera de nombrar la esperanza,
el anhelo de la libertad, la posibilidad de conseguirla a través de las
herramientas que se tengan a mano. Una de las más destacadas, desde mi
punto de vista, es la imaginación. Como la de Mar: a quien de cierto
modo salva su propia imaginación y el anhelo y esperanza de libertad.
El mar y la serpiente
Paula Bombara. Grupo Editorial Norma, 2005.
He leído una y otra vez sus primeras
páginas, no solo porque me gustan su sonido, su ritmo, el carácter
determinado de la niña que habla, si no porque me parece excepcional la
manera en que la autora establece el conflicto, las voces de los
personajes (sobre todo la de la protagonista) y el camino que habrá de
tomar la novela en tan poco tiempo. Lo hace, además, cortando la prosa
en renglones pequeños, pero sin que se corte nada, con una fluidez como
de pensamiento que lo lleva a uno hasta el final. Cambiará el tono en la
segunda y tercera parte, como cambia la protagonista, pero aquel
arranque se queda grabado como un tesoro: ¿y si fuéramos capaces de
recordar a detalle lo que pensábamos, sentíamos y hacíamos cuando
teníamos 3, 4 años? La propia protagonista, en esa segunda y tercera
parte, dice que no se acuerda de todo aquello terrible que pasó, tal vez
solo tenga miedo a recordar.
Mamá viene a mi pieza. Tiene el bolso verde. Abre los cajones y saca ropa. ¿Vamos a lo de los abuelos?
Papá no está.
¡Dale, vamos!, dice mamá.
¿Y papá?, digo.
Cuando vuelva nos va a buscar a lo de los abuelos. Mamá está seria. Apurada.
Mamá tiene los ojos con agua. Pero no llora.
Mentira.
Llora. Pero para adentro.
Mamá se ríe de mentira. Dice, ¿por qué me mirás tanto?
Mamá guarda ropa y juguetes en el bolso verde.
Me pone una campera. Tengo calor.
Digo, tengo calor.
Dice, para después.
Dice Paula Bombara:
Creo que es necesario
hablar/escribir a los niños sobre todo aquello que ellos preguntan,
sobre lo que no comprenden, sobre lo que ven que ocupa el pensamiento de
los adultos que viven con ellos. Sea el origen de la vida, la
existencia de dios, el amor, el sexo, la violencia o la muerte (y muchos
etc). Estoy convencida de esto porque sé que si no ponemos palabras en
esas preguntas, a veces vociferadas y otras veces silenciosas, los niños
las buscarán solos. Esa búsqueda solitaria de respuestas es mucho más
dura, difícil y confusa.
Como los acontecimientos políticos y sociales
se conversan en los medios de comunicación, los niños tienen contacto
con lo que sucede en su ciudad, en su país (porque escuchan y sienten,
aunque los adultos pensemos que no les interesa) y comprenden, muchas
veces, sólo retazos, tomando elementos de su propio imaginario para
unirlos en un relato que les dé respuesta.
Yo siempre intento hablar/escribir
desde mi humanidad, poniendo en juego todo lo que haga falta, ser lo más
clara posible, usando palabras sencillas y contra preguntando para
cerciorarme de que lo que conté fue comprendido. Intento salirme del
lugar de “la que sabe” porque la realidad es que no sé lo que está
sucediendo en el interior de ese niño, esa niña en particular. Respondo,
pregunto, escucho. Dialogo intentando siempre escoger palabras que
acorten distancias, comparaciones cercanas a ellos, claridad. Y claro,
también puedo equivocarme. Si me percato de eso, me disculpo y vuelvo a
empezar.
Diario de un hada
Florencia Ordóñez. Malasaña Ediciones, 2015.
Cuando el mundo estalla en pedazos,
lo percibimos por partes. En mi casa lo primero que estalló fue una
jarra de leche. Era la jarra que mi madre sostenía entre las manos
cuando llegaron Ellos, los hacedores de muerte. Sobresaltada por
los gritos de esos seres oscuros, dejó caer la jarra al suelo y se
precipitó a trancar la puerta. Fue inútil. Ya estaban ahí. Mientras la
apresaban me lanzó una mirada que lo decía todo. Tenía esa clase de
mirada capaz de atravesar las paredes y las conciencias. Era una de las
razones por las que era llamada bruja. Quizás también fue una de las
razones por las que se la llevaron.
Este arranque brutal se corresponde con
su desarrollo. La novela, contada desde la voz de una niña, va
recogiendo los trozos de vidrio y con ellos cuenta pequeñas historias,
con personajes clásicos, mientras la protagonista avanza en su búsqueda.
En el camino habrá brujas, princesas, sirenas y niños que se pierden.
Una comparación del terror de los cuentos de hadas clásicos: el abandono
de Hansel y Gretel, la pérdida de la infancia de Alicia o Wendy, la
permanencia de la fantasía de Peter… con el miedo y la necesidad de
invisibilidad que rodea una niñez en medio de una dictadura. Y una nueva
historia en ese universo de personajes reconocibles. Su autora, vivió
muchas de esas experiencias y emociones de chica y, aunque dice que al
principio solo quería escribir una historia para ella, terminó contando
la de toda una generación.
Dice Florencia Ordóñez:
La infancia no es un paraíso como
algunos creen: el miedo, el conflicto, la muerte, la política, también
son cosas que atraviesan las infancias. Sí, me parece que hay que
hablar. Sobre todo cuando hablamos de violencias que tienen continuidad
en el presente. Trabajo en un ex centro clandestino de detención donde
todos los días vienen niños y jóvenes. Ellos no piden protección, lo que
manifiestan es que quieren saber qué pasó. Me parece que es bueno
escucharlos. El humor es una vía, la poesía y la fantasía también lo
son.
¿Quién soy?
Textos: Paula Bombara, Iris
Rivera, María Teresa Andruetto, Mario Méndez. Ilustraciones: Irene
Singer, María Wernicke, Istvansch, Pablo Bernasconi. Calibroscopio,
2013.
Cuatro cuentos que retoman los casos
reales de cuatro nietos recuperados. Un proyecto bien concebido para ser
leído por niños y niñas, una carta, una invitación a saber, a preguntar
y a encontrar a más nietos: la última historia, como cientos, no ha
concluido: la protagonista busca a su mellizo, robado, como ella, cuando
era un bebé. El texto informativo que cierra el libro y las
experiencias de los procesos de escritura que narran los autores (un
“detrás de cámaras” que encantará al lector) dan una dimensión de
documento testimonial que enriquece el libro.
El relato de Maria Teresa Andruetto es
el de unos hermanos, Marcelo y Victoria, que son separados de muy chicos
y a los que les cuelgan un cartel que dice “Mis padres no pueden
cuidarme…”. Son dos hermanos pero hay muchas voces, tres por lo menos:
la de Marcelo, la de Victoria y la de la escritora que cuenta. Y así,
con fragmentos de historias, como la memoria, uno va descubriendo qué
pasó. Algunos momentos son clarísimos, hay nombres, sabores, un color,
uno más, un abrazo, una certeza; otros son como una voz pequeña, que
tiembla y duda, que no sabe dónde ni por qué ni los nombres, solo sabe
que suena.
En el fondo de sus ojos hay un
secreto: no sabe dónde nació, ni quiénes son sus padres. No recuerda
dónde la tuvieron encerrada, ni el auto en el que la llevaban, ni la
cara del hombre que la dejó en Rosario. No sabe si tiene hermanos o
abuelos o primos. Y si los tiene, no sabe cómo se llaman. Tal vez vivió
en la montaña. O en una ciudad inmensa. O en un país lleno de frío. O
junto a un mar donde era verano siempre. ¿De quién vienen estos ojos oscuros, estas ganas de ser maestra, esta boca grande?.
Dice María Teresa Andruetto:
Tu pregunta pone en la mesa una
cuestión central de la literatura. ¿Debe el arte ocuparse de lo social,
de lo político y de la desnuda vida sucediendo allá afuera de los libros
con su horror, con su dolor? ¿O debe en cambio poner los ojos en un
lugar ideal que nos haga ensoñar, que nos aparte de lo real? ¿Arte por
el arte o arte comprometido con lo social?
Tuvo distintos momentos y aspectos
esa pregunta y distintos modos de resolverse en cada época, corriente
estética y escritor. Por mi parte creo que (la frase es de Oscar
Masotta) un escritor es una conciencia dialogando con el mundo y
entonces ese mundo, de mil maneras metaforizado, aparece. Pero para que
una obra alcance su forma estética (porque de eso se trata) no podemos
hacer que lo social aparezca en nosotros como un mero mandato que nos
hacemos o recibimos de otros, de modo que las ficciones de mayor calidad
son siempre resultado de esa tensión entre lo monstruoso y su
metaforización.
Como nos lo recordaba Italo Calvino,
Perseo no puede matar de frente a la medusa, debe hacerlo mirando su
reflejo en el espejo, porque mirada directo a los ojos, la medusa nos
vuelve de piedra, nos convierte en insensibles. Entonces, es como
escribir algo que, atravesado por lo que allá fuera sucede, sea también
nuestro, tan completamente social como íntimo, algo que no nos deje
inertes (ni a quien escribe ni a quien lee), algo que supere al siempre
potente testimonio de las víctimas o de sus familiares. No puedo menos
que pensar en algunas frases que el padre de uno de los estudiantes
mexicanos desaparecidos dijo, no puedo citarlas de memoria, pero tenían
la potencia de un párrafo de Rulfo o, para decirlo mejor, Rulfo alcanzó
con sus ficciones la potencia de las voces del pueblo mexicano.
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