Ya el pasado mayo otra revista científica había publicado
que la niñez no era supercontagiadora y que era hora de volver a la
escuela, instándose desde muy pronto a priorizar los derechos infantiles
en la respuesta a la pandemia.
Como precisa otro artículo publicado en The Lancet,
el cierre de escuelas hace aumentar diversos riesgos que pueden
producir un impacto duradero en el desarrollo, el bienestar y el
potencial futuro de la persona menor. Destaca también este impacto
diferencial en función del género y se reconoce como cuestión crucial la influencia psicológica del cierre de escuelas para la salud de la infancia y la adolescencia.
Implicaciones del confinamiento
Todos los estudios hasta la fecha coinciden, en definitiva, en señalar las severas implicaciones del confinamiento
para la infancia (comparativamente con otros grupos sociales) y de las
medidas de contención pandémica en general, que conllevan un aumento
notable de la vulnerabilidad infantil (revelada, incluso, en el incremento de tasas de maltrato, abuso y violencia contra las y los menores).
Por eso, la infancia ha de ocupar un lugar central en la recuperación
y la planificación durante y tras la pandemia. Sin embargo, como denuncian algunos expertos, ¿por qué el confinamiento infantil no entró de lleno en la agenda pública?
¿Existe evidencia?
Contra tanta arbitrariedad, y como señala este artículo publicado en Science,
las medidas de mitigación de la pandemia que afecten al bienestar de la
infancia solo se han de tomar si existe evidencia contrastada de que
ayudan, porque de lo que sí hay muchas pruebas es de que son
perjudiciales.
Lo que Boaventura de Sousa Santos llama
la “trágica transparencia del virus” nos permite atisbar con más luz
algo que siempre ha estado ahí, que lleva mucho tiempo ahí: la infancia
ha sido y es una de las grandes maltratadas, simbólica y prácticamente,
desde los orígenes de esta pandemia, a causa de su discriminación
esencial.
Así, como afirmó la filósofa Carolina del Olmo,
“la crisis del coronavirus y el confinamiento estricto de la infancia
evidencian el negacionismo de los niños y niñas en la sociedad
española”.
Se sabe que “in-fancia” significa, literalmente, “ausencia de habla”, como recuerda Larrosa en su magnífico ensayo P de Profesor. Como precisa Yagüe,
desde los albores de la filosofía política, la infancia es abordada
como ámbito reflexivo íntimamente ligado al problema de la vida humana
en común; todo ello, pese a su escasa problematización en la teoría
contemporánea.
Así, sin duda, complejizar, pluralizar la infancia (las infancias), como concepto en disputa, es hoy importante; pero, sobre todo, y en primera instancia, considerarla.
Aquella “trágica transparencia del virus” nos habilita para pensar en
la infancia como valor y como política (no esa infancia despolitizada,
comercializada, institucionalizada), y en el confinamiento como desafío
político.
El sur del virus
Igual que se habla del “sur geográfico” del virus,
podemos aplicarle la misma construcción a la infancia: La infancia es
el sur del virus. Como siempre, las niñas, los niños, no pueden
pronunciarse. Tampoco en esto. No tienen voz pública política
reconocida, no votan, no ganan dinero, no se sindican, no trabajan.
Se habla por ellos y ellas, cada cual como mejor considera o juzga.
Hay aquí una forma de exclusión, de segregación, tan antigua como el ser
humano. La infancia será siempre el estado subversivo del hombre, como escribe Sánchez Piñol.
Y, sin embargo, ese estado “dorado” y “subversivo” en la práctica
resulta políticamente desposeído, sin atributos. Esa patria gozosa y
originaria no se escucha. Es objeto, entre otras, de una injusticia epistémica.
Esa injusticia epistémica se produce cuando se anula la capacidad de un sujeto para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales.
Injusticia visibilizada
Si esto sucede a algún grupo social de forma paradigmática (del todo
acrítica y normalizada dicha anulación), es a la infancia. Y este tipo
de injusticia se está visibilizando de una forma deslumbrante con la
crisis generalizada por la pandemia de covid-19.
Marta Plaza lo afirma
con dura nitidez: “El trato habitual que se da a la infancia supone
quitarle voz, usurpar su discurso en aras de una supuesta mayor
protección, condenar a la invisibilización social y la falta de
credibilidad, y asumir sin siquiera denuncia social la vulneración
cotidiana de sus derechos individuales y colectivos”. Todo para el
pueblo pero sin el pueblo. Adultocracia, adultocentrismo y, entre otras
etiquetas posibles para abastecer de comprensión de esta cuestión,
injusticia epistémica, sí, también.
“Esos ciudadanos pequeños, pero ciudadanos”, que dice Tonucci,
a quienes habría que escuchar porque “escuchar significa tener
necesidad de la contribución del otro” y, como bien recuerda Marta
Plaza, “no se pueden construir sociedades, espacios, políticas
preguntando y aprendiendo solo del mundo adulto”.
Tonucci es el autor de la propuesta, tan revolucionaria como imperiosa, sobre los consejos de infancia, de la que, por cierto, se hizo eco el Parque de las Ciencias de Granada (España), siempre pionero en su espíritu científico, ya desde 2004.
Así, frente a las lógicas edadistas, frente a la adultocracia y el adultocentrismo, es momento de darle voz a la infancia