Ayotzinapa, la pesadilla continúa
Un año después de la desaparición de 43
estudiantes de magisterio en Iguala,sigue sin saberse
qué pasó y por qué pasó. Solo hay constancia .- de todo lo que las
autoridades no investigaron y .- del terrible dolor que ha destrozado a las
familias de las víctimas y a una sociedad que sigue clamando justicia.
“No es una situación de guerra, pero el nivel de trauma solo es comparable
con el de lugares donde se ha vivido un conflicto armado”
Siguen faltando 47. Los tres
normalistas asesinados, entre ellos el salvajemente desollado, Julio
César Mondragón. El estudiante en coma desde los ataques, Aldo
Gutiérrez, para el que el grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)
ha pedido apoyo médico. Y los 43 desaparecidos, entre ellos Alexander
Mora, el único del que se ha encontrado e identificado un resto mediante
pruebas de ADN y cuyo sueño de ser maestro rural, como dijo su hermano
Hugo durante su ‘entierro’, quedo reducido a “dos fragmentos óseos”.
Faltan también muchas explicaciones de
lo que ocurrió aquella noche a 200 km de la capital mexicana y de por
qué ocurrió, sobre todo después de que la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una entidad oficial, a los 300 días del suceso, divulgara un informe con todo lo que la fiscalía no había hecho: desde analizar una camiseta a hablar con testigos de los hechos.
La gran mayoría de los padres sigue viviendo en la Normal, la escuela que se ha convertido en su sustento moral y económico.
“Dejamos todo, la milpa [las pequeñas
parcelas de maíz], los animales, todo”, dice Martina de la Cruz, madre
de Yoshivani Guerrero, desaparecido el 26 de septiembre de 2014 con 19
años. “Ni vamos a la casa”. Ella se quedó sin Yoshivani. Sus otros hijos
se quedaron sin ella.
“Han interrumpido sus vidas, sus familias, sus fuentes de ingresos”, explica María Cristóbal, responsable de salud mental de Médicos sin Fronteras,
una de las organizaciones que está apoyando a las víctimas. “Todo lo
que no sea su hijo desaparecido ha pasado a segundo plano, incluida su
salud”. La consecuencia, es una pesadilla continua, sin metáforas, pese
a la valentía que muestran.
“Tienen pensamientos invasivos, es
decir, ven imágenes tanto en sueño como en vigilia e imaginan todo tipo
de atrocidades que les han podido pasar los muchachos, cosas horribles
que perfectamente podrían ser verdad dado el contexto”, explica
Cristóbal. “Y luego pasan a cuestiones tiernas de lo más maternales como
preguntarse si tendrá hambre o frío”.
Así, casi de repente, la antigua
hacienda que en los años 30 del siglo pasado se reconvirtió en una
normal rural, devino epicentro de asambleas, reuniones, talleres. Aquí
se reparten las funciones y las actividades para que haya padres en
todos los actos significativos que reclaman justicia. Algunos de esos
familiares, gente humilde de Guerrero o estados vecinos, llegaron adonde
nunca pensaron, a países de Europa que no saben ni colocar en el mapa
pero donde fueron recibidos por manos amigas. “Llegamos con los paisanos
de allá, no con los gobiernos y nos apoyaron”, recuerda Eleucadio
Ortega, papá de Mauricio Ortega.
“En lugares del norte de
Europa nos escuchó gente que nunca antes se había organizado y que ahora
lo hacían, para mí eso fue lo más bonito”, comenta Omar García uno de
los líderes de los estudiantes.
Sin embargo, los gobiernos se han
vuelto condescendientes con el ejecutivo de Enrique Peña Nieto. Las
cuestiones económicas, como siempre, pesan más que los derechos humanos.
EEUU está mucho más preocupado por volver a atrapar a Joaquín ‘El
Chapo’ Guzmán, el líder del cártel de Sinaloa fugado el 11 de julio.
Francia, que se dice abanderada de los derechos y libertades, acogió con
todos los honores al presidente mexicano y a su ejército para desfilar
el día de la fiesta nacional francesa, también este julio. Y a finales
de junio los Reyes de España eligieron México para su primer viaje de
Estado a América Latina, una visita que Felipe VI aprovechó para
ensalzar el ‘compromiso’ de México con la modernidad y los derechos del
hombre.
Afortunadamente, a la Normal sigue
llegando comida y apoyo, muchas veces de las redes tejidas en los
viajes de las víctimas, pero la situación no es fácil. El objetivo es
mantenerse unidos para no perder fuerza pero la desesperanza crece.
“La única opción es mantenernos
juntos”, sentencia categórico Omar, uno de los normalistas superviviente
de la noche triste de Iguala, como ya se la conoce. “Mientras sus hijos
no estén, no les vamos a dejar trabajar porque entonces la unidad se
rompe”, asegura. Omar conoce bien ese refrán de ‘divide y vencerás’. Y
el Partido Revolucionario Institucional, que regresó al poder en 2012,
lo conoce aún mejor.
Los movimientos de izquierda en México
“no buscan la transformación profunda sino la confrontación para luego
negociar componendas”, lamentaba Omar en un texto que hizo público cuando se cumplían 9 meses de los hechos. “Si algo indigna hoy más a los normalistas es la gente que se ha colgado del dolor de los padres”, añade.
Este estudiante asegura que ahora las
personas quizás vean que ya no hay mucha gente en la escuela, que las
manifestaciones no son tan grandes, dirán que el tiempo ha hecho su
trabajo, que hay menos solidaridad pero “nosotros no lo vemos así”. “No
se puede controlar que se infiltre gente, siempre pasa. Pero la verdad
es que estamos como al principio: sin nuestros compañeros y con apoyo”.
Y escuchar a los padres lo corrobora.
Para ellos el tiempo se detuvo. “Seguiremos exigiendo al gobierno que
nos los entreguen. Sentimos que los chavos viven”, afirma Don Eleucadio.
Sus palabras sonarían totalmente irreales si no es por la firmeza y el
sufrimiento que cruzan la cara de este campesino.
La desesperación consume a los padres. Foto: Marco Ugarte |
El duelo es otro desaparecido. “Ante
un suceso traumático siempre hay una primera fase de shock y
desconcierto. El problema es que aquí esa fase no se ha superado porque
sigue sin haber certezas, no se puede asumir una realidad que no se
conoce”, lamenta María Cristóbal. “Falla el acceso a la verdad y no como
un derecho humano sino como condición imprescindible para la salud y el
desarrollo futuro”.
En Ayotzinapa hay verdades incompletas,
medias verdades, verdades fabricadas hasta una “verdad histórica”,
eufemismo con el que el ex fiscal general Jesús Murillo Karam ofreció
la versión oficial de los hechos. Es la que dice que los muchachos
querían enturbiar un acto del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y que
este ordenó a policías municipales de esta localidad y de la vecina
Cocula que se deshicieran de los chicos. La que asegura que los agentes
entregaron a los jóvenes al crimen organizado y que sicarios del grupo
Guerreros Unidos los llevaron a un basurero y ahí los prendieron fuego
en una hoguera que duró horas y horas hasta que sus restos quedaron
convertidos en ceniza y fueron arrojados al río. Esa es la “verdad
histórica” para el gobierno de México.
Otra cosa es la Verdad, con mayúsculas,
algo impreciso todavía. Y buscarla, como dice la especialista de MSF,
“implica nuevos riesgos, amenazas, más miedos”.
De momento, las investigaciones no
ofrecen muchas respuestas aunque el grupo de expertos de la CIDH se
muestra esperanzado y en septiembre presentará un informe que confía
proporcione algunas certezas. Todos piden que se siga buscando a los
jóvenes, aunque no se tiene constancia de que las autoridades lo estén
haciendo, y lanzan más preguntas. Pero el documento la de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos (CNDH), coincidente en muchas partes con
los avances preliminares dados a conocer por el Equipo Argentino de Antropología Forense y por los expertos de la CIDH deja un regusto muy amargo. Si, como dice el informe,
no se entrevistó a testigos claves, no se detuvo a todos supuestos
involucrados, no se rastrearon las últimas llamadas desde los móviles de
los desparecidos, no se enseñaron a los padres objetos personajes
encontrados en los lugares de los hechos , si puede haber otras
corporaciones de seguridad involucradas, otras ‘rutas de la
desaparición’, si ni siquiera hay certeza de que los restos
supuestamente atribuidos a los estudiantes sean de humanos ¿qué
hicieron todas las autoridades durante diez meses en la que el gobierno
consideró la investigación más grande de la historia de México? ¿Cómo
construyeron su ‘verdad histórica’?
Para agravar más las cosas, semanas después del informe de la CNDH,
los expertos de la CIDH avanzaron algunos datos del suyo que apuntaban a
la ocultación y destrucción de pruebas, como un vídeo de uno de los
lugares del crimen que fue custodiado por las autoridades y luego
eliminado.
Hay más de cien detenidos entre
policías locales, funcionarios (como el alcalde de Iguala) y miembros
del crimen organizado. Algunos de los encarcelados denunciaron haber
sido torturaros. Entre ellos no hay ningún alto cargo. Tampoco hay
ningún militar, a los que ni siquiera se ha interrogado pese a que las
víctimas los vinculan con los hechos por acción u omisión y pese a que
los expertos de la CIDH han insistido en que sus testimonios pueden ser
clave. El gobierno tardó cinco meses en responder a su petición de poder
entrevistarles. Cuando lo hizo fue de forma negativa: no se autorizaba
el interrogatorio porque eso “pondría en peligro la legalidad de la
investigación”.
No hay cargos por desaparición forzada,
solo por secuestro, homicidio y/o crimen organizado. Tampoco por
tortura, aunque lo que los criminales hicieron con Julio César Mondragón no puede tener otro nombre. Tampoco hay sentencia
alguna. Solo muchos procesos desperdigados por varios tribunales con
expedientes de miles de folios desordenados en los que buscar un dato es
como intentar hallar una aguja en un pajar.
“No es una situación de guerra pero el
nivel de trauma solo es comparable con el de lugares donde se ha vivido
un conflicto armado”, señala la responsable de Salud Mental de MSF. “Y
el problema es que cuando hay una guerra se visibilizan y se dignifica a
las víctimas pero en este caso, eso no pasa. Aquí no hay guerra, solo
cifras de violencia escalofriantes y mucho más invisibles”.
Un ejemplo. En Iguala, solo en
Iguala (120.000 habitantes), de octubre de 2014 a mayo de 2015, es
decir en ocho meses, se han encontrado, al menos 60 fosas clandestinas
con 129 cuerpos, la mayoría no identificados, según datos oficiales. Y
un comerciante que trabaja junto al Zócalo aseguraba en junio de 2015
que las desapariciones y ejecuciones en el municipio continuaban
exactamente igual que siempre.
Otro ejemplo. A solo dos horas de allí,
en la localidad de Chilapa, también en Guerrero, en solo cinco días de
mayo desaparecieron 16 personas, algunas detenidas a plena luz, según
las familias de las víctimas. “Yo creí que tras Ayotzinapa no iba a
pasar nada más”, decía hace semanas Mario Díaz, taxista y hermano de uno
de los más de cien asesinados en Chilapa en el último año. Se equivocó.
De esos 16 desaparecidos sigue sin haber ni rastro.
Tal vez por eso la CNDH en su informe
sobre Iguala pedía investigar a fondo todos los vínculos de criminales y
autoridades, rastrear las cuentas de funcionarios públicos, una
complicidad de la que hablaba con contundencia el taxista de Chilapa al
ser preguntado sobre las elecciones de junio de 2015. “Lo único que se
decide el día de las votaciones es qué grupo del crimen organizado nos
va a gobernar”.
Cerca de cumplirse un año de la noche
de Iguala, llega un “momento difícil”, dice Omar García. Ayotzinapa no
solo debe mostrar su dolor, debe apostar por otro tipo de acciones
legales que busquen la justicia y pongan en evidencia al crimen
organizado y a sus cómplices de cuello blanco.
“Ahora las víctimas de Ayotzinapa
tienen eco en el mundo, hay que aprovechar esa fuerza que otras
víctimas no tienen”, añade el normalista. Hay que ir un paso más allá
para luchar contra la impunidad.
Pero hasta que sepan cómo dar ese
paso, los estudiantes deambulan entre la tristeza y los murales
revolucionarios de la Normal. Esperan consignas de dónde será la próxima
acción. Van de manifestación a plantón, de plantón a bloqueo. Unos
cuantos atienden la granja que les alimenta. Otros confían en no perder
el año porque el ritmo de clases no se ha recuperado. Otros más, los
más jóvenes y muchos de los que sobrevivieron a la noche del 26 de
septiembre de 2014 en Iguala, se han ido a sus casas. Todos esperan
Verdad y Justicia.
“Tratamos de animarnos unos a otros”, dice un estudiante mientras da patadas a un balón. No suena nada convencido