La crisis y los recortes -un hachazo sobre un sistema
educativo ya cuestionado por su ineficacia (fracaso, abandono,
repetición, rendimiento mediocre...)- han mostrado la fragilidad de
amplios sectores, desvelado agendas políticas y sacado a la luz
ineficacias y resistencias institucionales.
Lo primero, la fragilidad social, ha sido y es lo más
visible, desde el caso muy minoritario pero dramático de las carencias
nutricionales que venían salvando los comedores escolares hasta el arduo
esfuerzo que, para un sector también minoritario, (pero ya no tanto)
supone en estas fechas la compra de libros y material escolar.
Lo segundo, la agenda de la derecha, se ha visto en la
combinación de manga ancha con la escuela estrictamente privada (desde
las cesiones de suelo hasta la operación Púnica), con los
recortes en los fondos destinados a la enseñanza reglada, la supresión
de programas de apoyo a los más vulnerables, la jerarquización de la
enseñanza pública...
Lo tercero puede observarse en la chocante persistencia del
libro de texto e impreso, con sus antecedentes y consecuencias:
fragmentación del aprendizaje, cerrazón en torno al aula y la lección,
mochilas de volumen y peso insanos, pedagogías anacrónicas y costes
injustificados; a la vez que la reacción dominante a la crisis consiste
en pedir volver a los felices presupuestos anteriores, o mayores, para
ofrecer más de lo mismo.
Es hora de asumir que, si queremos garantizar a todo
ciudadano una base suficiente para alcanzar una vida digna y participar
de las oportunidades más allá de ésta, los niveles de enseñanza
obligatorios (Primaria y Secundaria) o aquellos que se pretenden
generalizar (Infantil de segundo ciclo, que ya lo está, y Secundaria
Superior, para la que la UE fija, y España asume, el objetivo del 85% de
titulados) han de ser realmente gratuitos.
Y eso requiere que ninguna barrera económica impida a nadie
poder cursar estudios con éxito, lo que implica la gratuidad de los
gastos inevitables: los libros y otro material exigidos, el comedor y el
transporte escolar, ante todo.
No entraré aquí en lo relativo a los sectores de la primera
infancia en riesgo ni a la Educación Superior, que requieren otras
soluciones. Atendiendo tan sólo a la educación comprendida entre los
tres y los 18 años, la gratuidad total es justa y necesaria y requeriría
poco esfuerzo redistributivo adicional.
La otra cara del asunto es la ineficiencia vocacional del
sistema educativo. Tan asombroso como que se dé por sentado que lo único
que puede hacer más eficaz a un profesor es tener menos alumnos -como
si otros servicios intensivos en trabajo no hubieran podido aumentar su
productividad- es que, al tiempo que los periódicos, la publicidad, el
libro, la banca o la Administración reducen drásticamente su soporte
impreso y tienen ya mucha más presencia en lo digital (en los países
avanzados, con la sola resistencia de las personas mayores), en la
escuela siga imperando el limitado, ineficaz, incómodo, poco atractivo y
carísimo libro de texto impreso en papel.
Para sorpresa, incluso, de los propios editores, que tienen
ya digital o digitalizado casi todo, pero lo venden poco, pues no van a
ser ellos quienes desplacen a la mayoría de los docentes (que son
quienes administran la capacidad de compra de las familias o la
aplicación última de los fondos públicos) de su zona de confort.
*Mariano Fernández Enguita
es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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