«‘No me pesa, es mi hermano’:
los hermanos en el sistema de protección»,
Artículo 17: febrero 2024
Introducción
El cuento de Hansel y Gretel1, que tan sugerente resultaba para Bruno Bettelheim, ha sido recientemente versionado por Elvira Lindo, siempre tan sensible y acertada para los temas relacionados con la infancia2. En esta adaptación radiofónica, la fraternidad y lealtad mutua de los hermanos resulta ser su única protección frente a una familia disfuncional, el abandono, y el posterior maltrato perverso en el lugar donde creyeron refugiarse.
Esta referencia nos sirve para introducir nuestra preocupación por el modo en que el sistema de protección puede debilitar o incluso extinguir los vínculos entre los hermanos y hermanas, pese a que teóricamente su finalidad es asegurar el derecho a vivir en un entorno familiar afectuoso y seguro y preservar la familia.
Deberíamos ser más conscientes de que puede haber mecanismos y modos de actuación, frecuentemente inadvertidos o implícitos, que
.- facilitan la pérdida de la propia identidad y conciencia de su origen, en vez de ayudar a construirla a partir de su historia;
.- debilitan los vínculos fraternos de los niños, niñas y adolescentes protegidos, en vez de preservarlos como un elemento primario de protección.
Identidad, historia y vínculos
Poder responder la pregunta “¿Quién soy?” implica haber ido construyendo un sentido de singularidad y de permanencia gracias a las creencias, emociones y pensamientos sobre la persona que somos y los atributos que nos diferencian de los demás.
“Quién soy, de dónde vengo, cuáles son mis raíces…” son experiencias universales que forman parte de la construcción de la identidad personal. Junto a la experiencia de ser aceptado, valorado y reconocido como parte de un grupo, la identidad se construye también sobre aspectos en los que reconozco cómo son los míos, cómo nos relacionamos, cómo nos vestimos, cómo celebramos, a qué damos prioridad, cómo expresamos los afectos…
Quienes se sienten parte de un sistema familiar comparten en diversa medida un conjunto de normas, pensamientos, conductas, modos de relacionarse y de comportarse, y también experimentan lealtad hacia ese universo y sus componentes. Las relaciones entre los hermanos a veces se resquebrajan cuando alguno siente que el otro traiciona los valores de esa lealtad y fidelidad que integran nuestra idiosincrasia familiar. A veces actuamos por no decepcionar o por agradar a algún familiar significativo. Mantener esa lealtad nos permite sentirnos parte de los nuestros y desempeñar el rol que se nos ha asignado. Lo cual tiene aspectos positivos, pero también puede acabar siendo limitante y restrictivo, si impide al individuo diferenciarse, es decir, tomar sus propias decisiones, determinar su orientación, incluso su renuncia a pautas culturales o modos de comportamiento que no desea. Afortunadamente, al crecer podemos descubrir que hay modos distintos y que algunas de nuestras tradiciones pueden ser francamente criticables y merecedoras de abandonarse… pero incluso las diferencias, disensiones o rechazos se edifican sobre los elementos de esta primera socialización.
Este proceso de construcción de la identidad personal y familiar se desdibuja cuando el niño, con objeto de salvaguardar sus derechos, es separado de su familia, se debilitan sus referencias, y no se le ofrece un marco consistente en el que continuar construyendo su noción de sí mismo. Hay que tener presente que la familia es un sistema, con su red de relaciones, normas, roles y jerarquías, en cuyo seno el individuo evoluciona, se desarrolla y adapta.
¿Necesitamos a los hermanos3?
Pese a todas sus posibles insuficiencias, la familia de origen constituye el primer grupo social de pertenencia. Desde muy temprano el niño construye la noción de formar parte de un sistema y conforma su primer grupo social de referencia sobre el que desarrolla su propio marco de valores, normas y creencias. Obviamente, la edad va modificando la fuerza de estas referencias, a veces hasta hacerlas desaparecer, pero constituyen el punto de partida de la propia identidad.
Lo habitual es que la convivencia con los hermanos se desarrolle dentro del hogar familiar. Fuera de la casa, los hermanos acuden a clases diferentes, a veces colegios diferentes, probablemente a actividades de ocio diversas; y a partir de la adolescencia se integran en grupos diferentes de socialización secundaria. La convivencia diaria se convierte en la principal experiencia donde se construyen los vínculos entre los hermanos; y si no es así, los vínculos se mantienen porque al menos se comparten momentos significativos juntos. Por importante que sea la genética, lo que nos hace sentirnos vinculados a los hermanos no es asumir que compartimos ADN sino haber crecido juntos, haber establecido relaciones que satisfacen nuestras necesidades.
Es cierto que a los hermanos no se los elige, sino que nos vienen dados por las circunstancias. Nuestra relación con ellos puede ser tan significativa para comprender quienes somos como la relación con los padres. En condiciones normales suele ser la primera relación entre iguales que se experimenta y sirve de aprendizaje para otras relaciones sociales. Con todos sus vaivenes puede ser fuente de seguridad mutua y de afecto. Tiene su parte de afectividad y compañerismo y también su parte de rivalidad, molestias y roces. Implica, casi por definición, emociones contradictorias. Aunque nada irrite más a los padres que las inevitables y frecuentes peleas y rivalidades entre hermanos, entre los beneficios de convivir con unos hermanos pueden estar el aprendizaje de la negociación, de la cesión y del acuerdo. De hecho, corre el tópico de que los hijos únicos sufren un déficit de socialización al carecer de esa experiencia de competir/compartir con hermanos la atención de las figuras de cuidado, los juguetes, los espacios, los tiempos…
Tener hermanos también puede ayudarnos a comprender las limitaciones de los padres, a interpretar sus conductas, u ofrecernos apoyo cuando uno de los dos o ambos son negligentes o agresivos… Las explicaciones que los hermanos comparten o se dan unos a otros les permiten situarse ante los padres, otros hermanos, abuelos, etc.; y también elaborar un relato sobre su propia vida y la historia del sistema familiar.
Quien ha experimentado una intensa complicidad con un hermano puede haber disfrutado de la primera amistad incondicional que le ofrece la vida. Lo cual no siempre ocurre, pero cuando es así, tiene un valor incalculable.
Valorar sin mitificar
No se pretende hacer un canto a la fratría como favorable por definición y universalmente benigna, del mismo modo que no lo hacemos de la familia nuclear: si fuera así, no habría que proteger a ningún niños, niña o adolescente ni tutelarlo.
Es en la infancia cuando es bueno tener hermanos cercanos, cuando necesitamos el roce con ellos. Después, a lo largo de la vida, habrá que elegir, moderar o filtrar las relaciones con nuestros hermanos, como hacemos con otras relaciones familiares o personales. Quienes trabajamos con familias adultas sabemos que, con la edad, muchas relaciones entre hermanos se han enfriado o resultan inexistentes, o deliberadamente fueron abandonadas.
Conocemos relaciones entre hermanos que han podido ser tóxicas o abusivas. Hay casos donde alguno de los hermanos se identifica o se alinea con el progenitor maltratador frente a sus hermanos y se convierte en una nueva figura de maltrato. Otros casos de maltrato son provocados –o coparticipados– por unos hermanos contra otros hermanos menores o más vulnerables, sin que los progenitores hayan sido conscientes o protectores. Pensemos en los casos en que alguno de los hermanos, sea por agresividad, envidia o resentimiento, puede llegar a ser perjudicial para el desarrollo de la personalidad de otros. O en sentido contrario, las situaciones en que uno de ellos es señalado como una especie de delator porque motivó la intervención protectora y los demás le culpan, marginan o incluso agreden.
Por mucho que la rutina o la experiencia nos hagan encontrar parecidos entre personas y situaciones, no hay dos sistemas familiares idénticos y cada uno de los niños, niñas y adolescentes son únicos e irrepetibles. La familia disfuncional, ya sea negligente o maltratadora, puede presentar mayor conflictividad entre hermanos, con sintomatología tanto internalizante como externalizante. Pero en otras ocasiones ocurre lo contrario: se produce un fenómeno de amortiguación, de apoyo entre los hermanos frente a sus progenitores deficitarios, donde los hermanos mayores protegen y ayudan a los hermanos menores, explican las dificultades, ayudan a clarificar la situación. La familia disfuncional puede suponer mayores conflictos, rivalidad y enfrentamiento, y mayores perjuicios cuanto más tiempo se prolongue la situación; pero también puede darse una compensación de protección entre hermanos que favorezca su resiliencia, y que esta relación tenga cierta función terapéutica frente al trauma.
Servicios familiares que deshacen familias
Cuando los niños, niñas o adolescentes entran en el sistema de protección se dispara el riesgo de que pierdan de vista a sus hermanos porque las instituciones no se esfuerzan para mantener la convivencia entre ellos y su relación. En una residencia puede ocurrir porque resulta más manejable agrupar a los niños, niñas y adolescentes por edades, como ocurre en la escuela. Entre familias acogedoras, porque parece dejarse a criterio subjetivo de las familias velar por la relación, sin un criterio y plan de trabajo técnico.
También oímos que a veces se proponen ubicaciones y actividades diferentes, o incluso separaciones permanentes “porque los hermanos se llevan fatal”. Que unos hermanos “se lleven fatal” no es motivo para separarlos. Recuerdo el caso de dos hermanos preadolescentes cuyos educadores de la residencia recomendaron separar en dos familias acogedoras diferentes, dada la conflictiva convivencia entre ellos. El día en que el primero de ellos conoció a la familia que le iba a acoger y salió a merendar con ella, en vez de comerse el helado del menú infantil lo guardó para su hermano “porque a él le encanta este helado”. Los acogedores, que creían que los hermanos “no se soportan uno a otro” y por ello iban a ser separados, no daban crédito ante este gesto de delicadeza. Así es muchas veces la relación cotidiana entre unos hermanos, y hay que esforzarse por interpretarla correctamente.
“Son tan distintos”… ¡Por suerte! La diferenciación es parte de la función fraterna. En las decisiones de la vida cotidiana no se trata de forzar actividades de ocio idénticas, por ejemplo, para un futbolero compulsivo y un sedentario ajedrecista, sino de encontrar el espacio y el tiempo para que convivan… aunque sea para pelearse, para compartir su impresión sobre cómo estaba mamá en el último encuentro, o sus miedos respecto al futuro…
Nuestra población, de por sí, está amenazada de carecer de los vínculos y redes de apoyo que disfrutan el resto de las personas cuya familia no se ha resquebrajado. De hecho, la intervención protectora se produce porque hay una familia disfuncional, porque la familia extensa no es capaz de compensar o proteger, porque el ejercicio de las responsabilidades parentales es negligente o perjudicial. La relación entre hermanos se convierte en el elemento decisivo para mantener vínculos primarios y elementos de identidad. Y sin embargo, un posible efecto iatrogénico4 de la protección es la debilitación, ya sea en la residencia o en la familia acogedora, de la intensidad de las relaciones entre hermanos.
Encontramos ejemplos de todos los escenarios posibles: hermanos que siguen en casa mientras otros están en residencia o familia acogedora, hermanos separados en familias distintas, hermanos en la residencia mientras otros salen con una nueva familia, hermanos adoptados mientras otros están acogidos y otros están en una residencia… Seamos conscientes de que la coordinación no brotará espontáneamente: los técnicos tienen que esforzarse para que los hermanos que no conviven no se sientan separados, para que la intervención comparta un planteamiento común para el sistema familiar, para que los proyectos individuales (que pueden ser distintos) se armonicen y revisen conjuntamente. O se trabaja coordinadamente en estos supuestos o la intervención protectora romperá los vínculos entre hermanos.
La preservación de la relación entre hermanos es en nuestra legislación un criterio orientativo de la actuación administrativa. Es un criterio vinculado al derecho del niño a sus relaciones familiares, y por tanto deben ponerse todos los esfuerzos por evitar la separación en entornos distintos y, cuando se esté planteando la posibilidad, justificar que tal separación resulta idónea. La “carga de la prueba” recaerá sobre la conveniencia de ser separado.
Inevitablemente se producirán separaciones entre hermanos dada la gran complejidad de situaciones familiares que encontramos, y no sería realista defender a todo trance el mantenimiento absoluto de la convivencia. La propia legislación adopta un enfoque posibilista respecto a ello y permite los acogimientos en familias distintas o las adopciones abiertas manteniendo la relación entre hermanos, pero estas decisiones deberían ser excepcionales y siempre debidamente justificadas:
.- sólo deberían considerarse separaciones deseables aquellos casos en que el niño, niña o adolescente vulnerable deba ser protegido de sus propios hermanos o de un conjunto familiar encubridor de abuso o maltrato, para evitar que este se reitere o mantenga;
.- las separaciones aceptables podrían ser aquellas en las que se fracasa en la búsqueda suficiente (en tiempo y en esfuerzo) de una alternativa común, en cuyo caso es obligado un plan de reducción de daños que clarifique el modo en que se mantendrá viva la relación entre hermanos;
.- las separaciones de hermanos inaceptables serían aquellas que se plantean por rigidez en los recursos disponibles, por razones de las instituciones o los equipos pero ajenas a los niños, niñas y adolescentes, o por motivos de descoordinación o dejadez.
Acompañar realidades fraternales complejas
En la familia disfuncional pueden verse multiplicados la desatención o el maltrato, sea físico o emocional. Pero al igual que un hermano puede ser protector ante un supuesto de bullying escolar, también puede darse esta protección en el entorno familiar. Como en la mencionada revisión del cuento de Hansel y Gretel, el apego entre hermanos puede cubrir las necesidades afectivas y de cuidado cuando los padres fallan. Pese a las experiencias tan duras que hayan podido vivir, unos hermanos que comparten un pasado común, que se ayudan a recodar su infancia, que elaboran conjuntamente una narrativa sobre lo que les ha ocurrido, pueden ser de ayuda para desarrollar resiliencia y para no verse únicamente como victimas sino como sujetos activos. Cada caso tiene sus particularidades según las edades de los protagonistas, según el lugar que ocupan en la fratría, según la intensidad de convivencia previa que han compartido. No sería lo mismo cuando ni siquiera saben de su existencia.
Como ocurre a muchos primogénitos, sobre uno de los hermanos puede recaer mayor responsabilidad o una expectativa de cuidar de los otros5. Es posible que, como mayor, sea el que más tiempo haya convivido con los progenitores, y se identifique más con ellos. No hay por qué negar ese plus de primogenitura… sabiendo que es un niño, niña o adolescente y que no puede ni asumir más responsabilidad que la que le corresponde, ni lastrar su futuro por una responsabilidad excesiva (por ejemplo, los adolescentes que abandonan tempranamente los estudios por un trabajo precario con tal de ingresar dinero para ayudar a sus hermanos).
En otros casos en que los niños, niñas y adolescentes son víctimas de violencia de género en el seno de su familia, uno de los hermanos puede identificarse más con la víctima mientras que otro se identifica más con el agresor, lo que debe ser conocido y debidamente interpretado.
Hay hermanos mayores que viven como una traición la mayor identificación de los pequeños con figuras sustitutas posteriores (educadores y acogedores) y hay que ayudarles a que se liberen de ese rol de vigilantes de las esencias de la identidad familiar.
Los celos y rivalidades entre hermanos (“el listo”, “el torpe”, “el guapo”…) hacen mella en la propia identidad. ¡Cuántos adultos siguen acomplejados por haberse sentido el patito feo de su familia! Pero la solución no es perder de vista a los hermanos sino descubrir los valores propios. Algunas familias disfuncionales provocan entre los hermanos relaciones también disfuncionales. El preferido, el hijo de ambos frente al hijo previo, el que “más se parece a mí”… Algunos niños, niñas y adolescentes valorados por determinados atributos pueden hacer de ese rasgo el núcleo de su identidad. O encasillan al “rarito”, al “vulnerable”, al discapacitado en su papel. La conciencia del afecto diferencial de los progenitores merma considerablemente la autoestima.
Como repetimos en este blog, todo esfuerzo por escuchar y comprender los sentimientos de los niños, niñas y adolescentes será poco. Quienes acompañan grupos de hermanos deben saber manejar la hostilidad aprendida, heredada o mimética que manifiestan. A veces, debido al sufrimiento de verse rechazado por los padres, se desplaza a un hermano la hostilidad y se le convierte en chivo expiatorio. Ocurre también cuando uno de los hermanos es quien ha denunciado el maltrato, o indirectamente ha posibilitado el descubrimiento de la situación de desprotección, de modo que se convierte en el “niño síntoma” al que se separa de la familia mientras los demás miran para otro lado o incluso le recriminan haberse ido de la lengua o no haber contribuido a ocultarlo. En estos casos sin duda será necesaria una intervención profesional específica para que los hermanos interpreten adecuadamente su historia de desprotección y no responsabilicen precisamente a la víctima.
Querríamos que entre los hermanos se crease siempre una relación de complicidad y atención mutua, un sentimiento de deberse cuidado entre ellos. En las familias quebradas puede ser más difícil comprender y resituarse, pueden acentuarse las diferencias, puede encontrarse mayor dificultad para aceptar diferentes necesidades, o multiplicarse los reproches, celos y rivalidades por una menguada atención paterna o materna. Saber escuchar y acompañar esas emociones es también parte de nuestro trabajo.
Algunas llamadas de atención sobre los hermanos en protección
1.- Mantener el esfuerzo por no sacar a los niños de su casa
No nos cansaremos de recordar el principio de necesidad en el sistema de protección infantil, es decir, que la decisión de sacar al niño de su entorno es una medida extraordinaria que sólo debe tomarse cuando no sea posible garantizar su bienestar por ningún otro medio. Desgraciadamente, el desmantelamiento silencioso de los servicios de prevención y atención primaria en favor de otras prioridades políticas amenaza con devolvernos décadas atrás, cuando la única medida de protección era la separación y el internamiento. Antes de cualquier otra consideración, hay que asegurarse de que no estamos separando a niños, niñas y adolescentes de sus progenitores y familias… o a grupos de hermanos entre sí cuando hay otras maneras de modificar las circunstancias y evitar los riesgos, manteniendo la convivencia con los suyos.
2.- Facilitar la convivencia entre hermanos
Aunque implique esfuerzo, hay que facilitar a los niños, niñas y adolescentes acogidos fuera de su familia la convivencia con sus hermanos, aunque se produzca cierto nivel de conflicto entre ellos. Independientemente de la tendencia a integrarse en el grupo de sus iguales en edad, los niños, niñas y adolescentes deben tener tiempo y espacio con sus hermanos, en el que unos oigan a los otros hablar de sus padres y de su historia, resignifiquen sus experiencias, compartan expectativas e impresiones, etc. No se trata de sobre-responsabilizar a los mayores, pero sí de permitir que sus roles naturales en el sistema familiar se ejerzan y desarrollen, y se teja esa red vincular que puede acabar siendo su principal red de apoyo cuando la protección externa finalice. Debemos encontrar sitio para ellos en la misma institución o en la misma familia, y facilitar con creatividad tiempos y espacios comunes. Y si no se consiguiera un espacio común para toda la fratría, la alternativa debe incluir un plan de “reducción de daños” a través de oportunidades flexibles para encontrarse, disponer de tiempos juntos, y visitarse en sus respectivos lugares de convivencia.
3.- Los adultos de referencia deben conocer la realidad de los hermanos
Quienes conviven con los niños, niñas y adolescentes (sean educadores profesionales o acogedores familiares) se convierten durante un tiempo en depositarios de su historia y les acompañan en la construcción de esa comprensión de sí mismos que llamamos identidad. Por tanto, con toda la reserva y prudencia que implica el respecto a la intimidad y confidencialidad en materia tan delicada, deben conocer bien su historia, los motivos del acogimiento, y la dinámica familiar de la que provienen. Y si sus hermanos no están presentes, saber de ellos y poder responder a sus preguntas. Los adultos que dan continuidad a sus días tienen que ayudar a los niños, niñas y adolescentes a entender los motivos de su situación con explicaciones claras. Asegurarse de que no haya reparto de culpas entre hermanos. Facilitar una interpretación compartida de su situación. Por qué estamos aquí, por qué no podemos vivir con los nuestros, y qué es probable que nos depare el futuro. Tendrán que
.- ser capaces de responder de modo comprensible para su edad y que los niños, niñas y adolescentes sientan que pueden preguntar;
.- reconocer que no sabemos todas las respuestas y aceptar incertidumbres;
posibilitar tiempos de convivencia de calidad los hermanos (hay algunos encuentros que parecen diseñados para hacer de la relación familiar una tortura);
.- poder hablar de los celos y las rivalidades y ayudar a los niños, niñas y adolescentes a reconocer emociones y expresarlas;
.- no sobrecargar a los mayores de responsabilidades que hagan sentir a sus hermanos como una carga familiar;
.- asegurarse la coordinación con los educadores, técnicos o terapeutas u otros agentes que intervienen con los hermanos: aunque el hermano no sea “responsabilidad mía” o “mi caso” sí es “mi problema” no facilitar la pérdida de sus vínculos.
4.- Necesitamos familias que acojan hermanos
El lento despegue del acogimiento familiar en España parece lastrado por el escaso número de familias que inicialmente se postulan para acoger niños mayores, grupos de hermanos, o niños, niñas y adolescentes con especiales necesidades. Hemos llegado a asumir con naturalidad que las familias cruzan el mundo para adoptar unos hermanos completamente desconocidos, pero no consideran que su proyecto familiar contemple acoger unos hermanos de similar edad en su misma localidad.
Necesitamos otras estrategias de reclutamiento, selección y capacitación de familias. Hay que salir a buscarlas, y que quienes están considerando hacer ofrecimientos abiertos a grupos o especiales necesidades sientan que son bienvenidos, no que se les recibe con sospecha o exceso artificial de exigencias burocráticas.
Nuestros procedimientos pueden estar contaminados de la perversa filosofía implícita de que existe un “derecho al niño” y manejamos los ofrecimientos como si fueran solicitudes administrativas para presentarse a unas oposiciones. Hay equipos que tardan meses o años en poder convocar a una familia cuyo ofrecimiento es valioso porque se considera que hay que seguir un orden de lista y trabajar con decenas de familias cuya expectativa es la de “un niño lo más pequeño posible y sin familia” y cuyo ofrecimiento probablemente nunca será necesario.
La idoneidad para acoger o para adoptar no es una cuestión solo de “sí o no”, sino esencialmente “para qué”, y por tanto hay que avanzar en la definición de ofrecimientos y competencias diversas, para las diversas situaciones familiares.
5. Las familias necesitan formación y acompañamiento
Más importante que la mera selección inicial es el acompañamiento posterior de la familia que se ha embarcado en un desafío como el acogimiento o la adopción de hermanos. Supervisión adecuada, posibilidad de formación permanente, conciencia de participación… Las familias aceptan mejor la incertidumbre si tienen confianza en los técnicos.
En la formación inicial y permanente de las familias hay que incorporar seriamente el respeto a los orígenes y la importancia de las relaciones entre los hermanos. Preparar a los futuros acogedores para la coparentalidad y el respeto a la realidad de los niños, niñas y adolescentes. Parte de sus competencias será favorecer el encuentro y la relación con personas significativas, sean sus hermanos u otros allegados.
También tenemos presentes los casos en que las adopciones o acogimientos experimentan dificultades, crisis o incluso interrupciones debido al conflicto entre el recién llegado con los hijos anteriores. Las relaciones con los hermanos de acogida pueden ser un desafío que requiera especial sensibilidad de parte de técnicos y adultos acogedores.
En los casos en que sea inevitable colocar a los niños, niñas y adolescentes en familias distintas, será necesario incorporar al proceso de identificación de familias una mínima afinidad entre ellas que facilite el contacto futuro, asegurando en lo posible su compatibilidad. Colocar a hermanos en dos familias incompatibles entre sí por sus tradiciones, creencias, valores o prioridades es una crónica de una muerte anunciada para el vínculo fraterno. Las familias deben ser informadas previamente, con claridad y constancia por escrito, de los contactos y relaciones que se van a mantener, como prevé la ley. La improvisación, los cambios de criterio o la falta de información suficiente al inicio pueden comprometer el buen funcionamiento de la acogida.
6.- ¿Quién dijo que sería barato?
Como señalan los estudiosos de la crisis de natalidad en España6, las familias no tienen los hijos que querrían, entre otras razones, por dificultades económicas y dificultades de conciliación. Idénticos obstáculos impedirán plantearse acoger un grupo de hermanos, mientras los programas de protección siguen estrellándose contra el muro de no encontrar familias. A lo mejor hay que empezar a compensar económicamente de modo adecuado este esfuerzo.
Parte de la simpatía política que despertó inicialmente el acogimiento familiar se basaba en su supuesto menor coste. Sin embargo, siguen sin ponerse a disposición del sistema de protección los recursos financieros y humanos necesarios para políticas estables a medio plazo, dependiendo siempre de presupuestos provisionales. Hay que invertir suficientemente para permitir a familias modestas la acogida de grupos de hermanos y para acompañar la relación entre hermanos durante el acogimiento.
7.-Revisar la toma de decisiones
Algunas decisiones que se toman sobre los niños, niñas y adolescentes (“Sacar de la familia ¿a todos o a algunos? ¿juntos o separados? ¿familias de acogida diferentes? ¿adoptar por separado?…”) son muy complejas y sus consecuencias probablemente irreversibles. Hay que esforzarse por conocer, tanto preguntando como observando, los sentimientos y necesidades de los niños, niñas y adolescentes en sus relaciones con los hermanos y tenerlos en cuenta.
Fundamentar bien la toma de decisiones desde un enfoque de derechos que considere qué es lo más beneficioso para el niño, niña o adolescente (su superior interés como derecho, como principio, como norma de procedimiento) es fundamental. Como hemos dicho, la solución habitual debería ser mantener juntos los hermanos, y en caso contrario planificar el modo de mantener viva la relación. Solo en casos excepcionales será necesario alejarlos por el perjuicio que suponga su convivencia.
Y para los adolescentes que crecen en el sistema de protección, es responsabilidad de la institución la búsqueda creativa de alternativas convivenciales futuras según se van emancipando de la tutela pública.
8.- Hermanos no biológicos
Por último, dejaremos esbozada una cuestión. Las biografías de los niños, niñas y adolescentes que pasan por el sistema de protección se tejen y entretejen con las de otros niños, niñas y adolescentes. Muchas de las experiencias de convivencia, apoyo, rivalidad, imitación, complicidad… que los demás hermanos experimentan en el seno de la familia de origen, en nuestro caso se producen en el grupo de la residencia o con los hermanos de acogida. Tenemos hermanos “de vínculo sencillo” (solo comparten padre o madre), familias reconstituidas donde crecen como hermanos sin serlo genéticamente, niños, niñas y adolescentes que han crecido como si lo fueran en residencias o familias… Esas relaciones son también dignas de respecto y de consideración. Hay que evitar que las historias de la infancia de los niños, niñas y adolescentes protegidos parezcan una lista de “desaparecidos en combate”. Acabemos con esa hipótesis del “corte limpio” que dificulta la relación del niño, niña o adolescente con los miembros de la residencia o la familia en la que estuvo, y acaba abruptamente con vínculos significativos para ellos.
Allá va la despedida
La maravillosa canción «He Ain’t Heavy, He’s My Brother» (“No me pesa, es mi hermano”) fue grabada por The Hollies en 1969, con un veinteañero y desconocido pianista de estudio llamado Elton John. Entre las innumerables versiones posteriores, son excelentes las de Neil Diamond, Al Green o Cher.
No todo el mundo conoce la relación de esta canción con nuestro trabajo. Esta frase era el lema y logotipo de la histórica “Ciudad de los Muchachos” fundada en 1917 por el famoso Padre Flanagan, pionero de la protección infantil, al que en Europa conocemos gracias a las películas de Spencer Tracy (“Forja de hombres”, 1938 y “La Ciudad de los Muchachos”, 1941). La leyenda dice que fue una niña que cargaba a su hermano la que contestó a los adultos que pretendían sustituirla:
“No me pesa, es mi hermano”.
La letra de la canción dice más o menos así:
“El camino es largo / Y da muchas vueltas / Que nos llevan quién sabe dónde/ Pero yo soy fuerte/ Suficientemente fuerte para cargar con él / No me pesa, es mi hermano / Y así vamos / Yo me encargo de su bienestar / No supone una carga / Llegaremos / Porque sé / Que no me estorba/ No me pesa, es mi hermano/ Si algo me pesa/ Me pesa la tristeza/ De que no todos los corazones / Estén llenos de la alegría/ De quererse / Es largo, largo el camino/ Y sin retorno/ Y mientras vamos hacia allí/ ¿Por qué no compartir?/
Y la carga/
No me pesa nada/
No me pesa, es mi hermano /
No me pesa, es mi hermano“
(Scott & Russell, 1968).
Pues eso.
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