Cómo es posible que uno de cada cinco jóvenes españoles tenga un problema de salud mental!

Las cifras muestran que los diagnósticos se han disparado en el último lustro. 
Aunque la situación ha hecho mucho, 
también es posible que hayamos caído en un círculo vicioso.

“...la psicopatologización y psiquiatrización de la vida cotidiana es algo que viene de lejos”. El autor de Los peligros de la moralidad achaca a “la disolución de estructuras que antes nos ayudaban a manejar problemas de la vida diaria (la familia extendida, el sacerdote o la religión en general, los vínculos con la comunidad)”, esta mirada hacia la psicología como tabla de salvación en la ausencia de otras soluciones.


Foto: Istock/EC Diseño.

A finales de los años ochenta, la Asociación Americana de Psiquiatría dio un paso que cambiaría para siempre la historia de la salud mental. Aunque se había hablado de los problemas de concentración de los niños desde principios de siglo, fue entonces cuando se les dio el nombre “trastorno de déficit de atención con hiperactividad”, que puso sobre la mesa que si un niño se distraía demasiado, quizá no es que simplemente fuese un niño despistado, sino que sufría una enfermedad que podía (y debía) ser diagnosticada. En muy poco tiempo, el número de diagnósticos se disparó y cientos de miles de niños empezaron a ser tratados farmacológicamente.

Durante los últimos años, cada vez más evidencia científica apunta a la posibilidad de que, aunque el aumento de casos fuese razonable, se estuvieron diagnosticando casos que en otras circunstancias no habrían sido calificados de TDAH por distintos motivos. 

Por ejemplo, el pasado año, 30 años después, una metainvestigación  (Sobrediagnóstico del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad en Niños y Adolescentes: Una Revisión Sistemática de Alcance ) señalaba que probablemente se había producido un sobrediagnóstico (y sobretratamiento) de los casos más leves: se consideraba enfermedad las que eran rasgos de personalidad, como impulsividad o falta de atención.

Saltemos a 2022. Hoy, alrededor de uno de cada siete adolescentes de 10 a 19 años en todo el mundo ha sido diagnosticado con algún problema de salud mental, como alertaba Unicef en su informe sobre el estado mundial de la infancia. En España, el país europeo con una cifra más alta de adolescentes diagnosticados, el porcentaje es aún más alto: el 20,8% (21,4% de las niñas y 20,4% de los niños), más de la quinta parte. Según la estadística y la forma de cuantificarlo, el número puede ser aún mayor. Hace menos de un mes, una encuesta realizada en EEUU mostraba que el 42% de la generación Z (los nacidos entre 1995 y 2010) está diagnosticado con un problema de salud mental. Ansiedad, depresión, TDAH (Trastorno de Déficit de Atención) y TEPT (Trastorno de Estrés Postraumático) son los más frecuentes.

Hoy, un 15,9% afirma padecer un problema de salud mental continuo; en 2017, era el 6,2%

La pregunta del millón es, por lo tanto, cómo hemos llegado hasta aquí. No solo es que hace unas décadas estos niveles fuesen impensables, es que hace apenas un lustro la percepción que teníamos sobre salud mental era muy diferente. El barómetro sobre salud y bienestar juveniles realizado por la FAD y el Centro Reina Sofía sobre adolescencia y juventud muestra cómo entre 2017 y 2021, los años en que la salud mental dejó de estar estigmatizada, la percepción ha cambiado por completo. Hoy, un 15,9% de jóvenes señala que ha padecido algún problema de salud mental continuamente o con frecuencia, cuando hace menos de un lustro era apenas un 6,2%.

¿Aumentan los casos o aumentan los diagnósticos, tienen los jóvenes cada vez más problemas o están sobrerrepresentados? El caso del TDAH da alguna pista. Si bien es cierto que los problemas de déficit de atención habían aumentado en las décadas anteriores por distintas razones, también era posible que se hubiese producido un diagnóstico equivocado al atribuir explicaciones patológicas a comportamientos en principio naturales. Pablo Malo, psiquiatra en el Servicio Vasco de Salud y divulgador psicológico, recomienda cierto escepticismo, especialmente con las cifras estadounidenses: “Algunas provienen de encuestas y por tanto son autorreferidos y algo menos fiables”.

Son los dos pilares de lo que algunos han llamado epidemia psiquiátrica. Por un lado, un empeoramiento objetivo de la salud mental de grandes capas de la comunidad, asociado a la incertidumbre, la falta de esperanza en el futuro o las condiciones sociales. Al mismo tiempo, una preponderancia de los discursos psiquiátricos que ha terminado provocando que la terapia, después de décadas de estigmatización, se haya convertido en la respuesta a problemas muy variados. Una mayor conciencia sobre la salud mental y un deterioro de las condiciones objetivas. Como señalaba recientemente Elisa Seijo, presidenta de la Sociedad Asturiana de Psiquiatría, “por un lado, la sociedad vende la necesidad de estar contento y feliz, una felicidad enlatada de frases fáciles; por otro, es cierto que las cifras de la OMS son rotundas”.

Malo habla del “contagio social” como algo plausible. “Una influencia de los medios de comunicación en sentido amplio (incluidas las redes sociales) y una magnificación del problema que permite que los malestares y las crisis vitales se conviertan en trastorno, que lo que ha sido siempre psicología sea ahora psicopatología”, valora. Además, la sobrecarga de la atención primaria en España puede haber influido en este boom. “Los médicos de atención primaria tratan ellos mismos estas patologías menores y es posible que ahora se vean desbordados para hacerlo y nos deriven más”, razona.

"Cuando estás en una consulta ves rápidamente si, por ejemplo, se ha publicado que un ibuprofeno ha salido caducado: lo que adquiere relevancia en la sociedad tiene un reflejo claro", explica Juan Antonio López Rodríguez, médico de familia del Centro de Salud General Ricardos y miembro del grupo de Salud Mental de SEMFYC. "Uno de los principios básicos es que parece que cada vez que vas a una consulta tienes que salir con un diagnóstico y un tratamiento". Sin embargo, en muchos casos se trata de malestares que no tienen por qué convertirse en enfermedades, explica.

López publicó un paper sobre sobrediagnóstico en salud mental que señalaba a los sospechosos habituales: el ya citado TDAH, ansiedad o depresión. "A medida que pasa el tiempo, se diagnostican más cosas, pero no solo en salud mental, sino también en otros campos; sin embargo, algunas no van a producir una enfermedad grave". Hay razones para este aumento de los diagnósticos. Generan más tranquilidad al paciente, pero también permiten gestionar bajas o proporcionar medicamentos. "Eso se deriva en que hay etiquetas que aparecen porque tienes que poner una etiqueta", añade. "Me pasó hace poco en una charla sobre el cáncer: es difícil decirle a alguien que tiene cáncer de tiroides que está mal diagnosticado, porque en realidad no iba a repercutir en su vida, que iba a morir con ese cáncer sin que le afectase. Las etiquetas no son todo, y en salud mental menos".

"En algún momento, parece que no eres nadie si no tienes tu diagnóstico"

Esto se acentúa aún más en el caso de los niños y adolescentes, que como señalan padres y profesores, han encontrado su identidad colectiva en el reconocimiento de determinados diagnósticos. “Todas las personas tenemos necesidad de ponerle nombre a las cosas que nos ocurren, porque si no, nos movemos en una experiencia emocional sin nombre”, valora Roger Ballescà, psicólogo del Hospital Sagrat Cor de Hermanas Hospitalarias. “Lo que es cierto es que se han popularizado determinados diagnósticos, en algún momento parece que no eres nadie si no tienes tu diagnóstico”.

El caso de los trastornos adaptativos

Si revisamos las pirámides de impacto de enfermedades mentales entre la población española, en casi todos los casos (de ansiedad a depresión) estas tienden a aumentar con la edad, tocando techo entre los cuarenta y los sesenta. Con una ilustrativa salvedad, la de los trastornos de personalidad, donde son mucho más elevados entre los cinco y los 25 años. Son los trastornos límites (esquizoide o histriónico), los relacionados con los impulsos (como la adicción al juego) o los trastornos de conducta.

Ocurre algo semejante con los trastornos adaptativos mixtos, ya que, como señala Malo, es “relativamente sencillo diagnosticar a alguien de un trastorno adaptativo con síntomas mixtos de ansiedad y depresión, que ya es un diagnóstico psiquiátrico”. Por eso los diagnósticos más comunes están relacionados con la ansiedad, la depresión y el TDAH, señala el autor de Psiquiatría evolucionista: una introducción. “Cualquier problema personal o estrés de la vida diaria, sea a nivel laboral o interpersonal, da lugar a una serie de síntomas como insomnio, ansiedad, bajo ánimo, preocupaciones obsesivas, etc., y ello ya cualifica para esta etiqueta diagnóstica”.

La tribu ha desaparecido

Los niños y adolescentes viven en una sociedad en la que la ansiedad al futuro es cada vez más fuerte. Pandemia, crisis económica, guerra y crisis energética, magnificadas por los medios de comunicación, generan el caldo de cultivo perfecto para la proliferación de problemas mentales. “En general, no tenemos una sociedad demasiado amiga de la infancia ni de la adolescencia, sino que crea muchas presiones de todo tipo sobre niños y adolescentes”, explica Ballescà. “Somos una sociedad que tolera muy poco las frustraciones, les pedimos mucho pero acompañamos poco a nuestros hijos e hijas”.

"Tendemos a colocar el diagnóstico en los chicos, pero el diagnóstico es social"

Ballescà matiza que él no considera que haya un sobrediagnóstico como tal, sino “un desplazamiento del diagnóstico” que tiende a situar el foco en el individuo, en este caso, entre los jóvenes. No se trata de que haya un exceso de diagnóstico, porque como explica, “probablemente un chico que amerita un trastorno de ansiedad, lo tiene”, sino que el diagnóstico más preciso atendería también a lo social. “Tenemos tendencia a colocar el diagnóstico en los chicos y chicas, entre los que aumentan la depresión, la ansiedad y la hiperactividad, pero muchos de estos trastornos son adaptativos. Lo que hay que preguntarse es qué hace que esos chicos tengan tantas dificultades”.

A ello hay que añadir el elemento agravante de la pandemia y sus consecuencias. Como asegura Cristina Larroy, directora de la Clínica Universitaria de la Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, todos los estudios señalan en la misma dirección. No es casualidad, especialmente en lo que concierne a la ansiedad y los trastornos de los estados de ánimo, ni considera que haya un sobrediagnóstico. La investigadora apunta a la pandemia, con el vuelco de estilos de vida que ha provocado, como el gran catalizador. “En la adolescencia los jóvenes empiezan a tener otro rol distinto al que tenían en la niñez, y al que van a tener en las edades adultas”, explica. “Eso genera, como toda época de transición, incertidumbres y vulnerabilidad”.

La referencia ya no es tanto la familia como los amigos, y sin embargo, durante meses (o años) la socialización de estos con los adolescentes se ha reducido a lo mínimo. “La adolescencia y principio de la juventud es una época en la que puede haber muchos roces familiares, porque las personas están intentando encontrar su hueco y para eso tienen que enfrentarse a lo que hay”, prosigue Larroy. “Por tanto, imagínate que estás durante un mes y medio rodeado de tu familia y sin el apoyo de tus amigos. Esto ha hecho que los problemas emocionales y de estado de ánimo de los jóvenes, que ya están en una situación de vulnerabilidad, se hayan disparado”.

Entre los diagnósticos más comunes que se han encontrado están los de ansiedad y trastornos del estado de ánimo, que son los que, como explica la psicóloga, “aparecen después de una situación como la que hemos vivido”. Ya ocurrió después de las cuarentenas mucho más limitadas de SARS en Canadá y Hong Kong, añade, así que los efectos tras una pandemia que ha provocado el cambio en los estilos de vida de millones de personas es aún más agudo. “Entre las mujeres, lo que también han aumentado han sido los trastornos de conducta alimentaria”, explica.

La psicopatologización de la vida cotidiana

Una observación frecuente es que se han patologizado muchos problemas que simplemente formaban parte de la experiencia humana. Donde antes había una dificultad, ahora hay una enfermedad. “Otra de las problemáticas es el etiquetaje o la psicopatologización, que supone atribuir una casualidad patológica a algo que en realidad corresponde a un malestar asociado al hecho de vivir”, coincide Ballescà. “El problema no es el nombre que le ponemos a la cosa, sino el malestar que existe: ese malestar tiene que ser atendido, seguramente no necesita un diagnóstico clínico pero sí una atención, y no vivimos en un entorno social demasiado adecuado para hacerse cargo de esos malestares que forman parte de la experiencia de vivir”.

"Los psiquiatras cumplimos el papel que antes cumplían otras instituciones sociales"

Para Malo, “esta psicopatologización y psiquiatrización de la vida cotidiana es algo que viene de lejos”. El autor de Los peligros de la moralidad achaca a “la disolución de estructuras que antes nos ayudaban a manejar problemas de la vida diaria (la familia extendida, el sacerdote o la religión en general, los vínculos con la comunidad)”, esta mirada hacia la psicología como tabla de salvación en la ausencia de otras soluciones.

Hoy en día, los psiquiatras cumplimos ese rol que antes jugaban otras instituciones sociales y, por otro lado, animamos continuamente a la gente a recurrir a psiquiatras y psicólogos, así que tampoco es sorprendente que la gente lo haga”, añade con autocrítica. 

El círculo se cierra: cuando se abren las puertas a hablar de salud mental, es normal que muchas más personas acudan a consulta, lo que provocará que aumenten los diagnósticos

Pero también a que esta se convierta, en algunos casos, en una panacea que nos haga olvidar que nuestro problema no es solo nuestro, sino de todos; que el cambio no afecta únicamente al individuo, sino a una sociedad enferma.

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