J. Botermans, en el Libro de los Juegos, publicado en 1989, nos dice: “Cada día, en cada momento, se juega en los cuatro rincones del mundo. Los juegos constituyen una de las raras actividades humanas que consiguen trascender las monumentales barreras sociales, culturales, lingüísticas, políticas y geográficas que separan los diferentes pueblos de la tierra”. Y lo consiguen cuando las personas que juegan lo hacen libremente, lo disfrutan y no esperan del juego otra cosa que el propio placer de jugar. Este espíritu lúdico que hace posible el juego, lo define muy bien Johan Huizinga en Homo ludens, escrito en 1938, cuando nos dice: “El juego es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno”.
Sin libertad, disfrute y ausencia de beneficio material, no hay alma, no hay juego. En otras palabras: cuando nos sentimos obligados a jugar, o no disfrutamos de los juegos que se nos proponen, o cuando buscamos obtener algún tipo de beneficio, como se hace, por ejemplo, en lo que llamamos juegos de apuestas, el alma del juego desaparece, y, con ella, el juego.
Me gusta mucho la distinción que hace entre juego y juegos Martine Mauriras-Bousquet en su artículo “Un Appétit de vivre” (‘Un oasis de dicha’), publicado en 1991 en la revista El Correo de la UNESCO. Nos dice así: “Los juegos son instituciones sociales, invenciones, fragmentos del juego. Son la forma concreta y visible con la que los pueblos, la sociedad y las culturas expresan su forma de jugar”. Sin embargo, “el juego es una actitud existencial, una manera concreta de abordar la vida, que se puede aplicar a todo sin corresponder específicamente a nada. ¡Puras ganas de vivir!”.
Para mí, el alma del juego es, sin duda, esa actitud lúdica; la que da vida a cualquier actividad o vivencia y la convierte en juego. Porque, como dice Mauriras-Bousquet, ningún juego, ni ningún juguete instituido garantiza el juego en sí mismo. Porque el juego está dentro de la persona que juega y no en el objeto o la acción. Es nuestra actitud la que convierte la acción en juego y nos insufla el alma.
A menudo he escrito sobre la actitud lúdica, y aquí encontraréis muchas explicaciones y reflexiones sobre el tema. Simplemente, a modo de resumen, podría decir que, para hacer crecer esta alma del juego, no pueden faltar la libertad y la confianza, que refuerzan la ausencia de juicio, el margen de error y la mente abierta, que aporta humor y cierta dosis de transgresión. Pero sobre todo necesitamos la ausencia de beneficio, porque el alma del juego solo es posible si entendemos el juego como un fin en sí mismo y no como un medio para conseguir algo. Nos lo dice Heidegger en Der Satz vom Grund (‘El principio del fundamento’): “¿Por qué juega el niño al que Heráclito atribuye el juego del mundo? Juega porque juega. El porqué desaparece en el juego. El juego no tiene porque. Juega mientras juega”.
¡Sublime! Y nada contradictorio con los poderes del juego, porque estos beneficios aparecen justo cuando no los buscas. Simplemente se dan de forma natural y espontánea y son capaces de formarnos, conformarnos e incluso transformarnos, porque nos enseñan a disfrutar de las pequeñas cosas y a amar la vida tal como viene. Es decir, a amar nuestra vida, miserias y pandemias incluidas, y no la vida que la sociedad y la publicidad nos presentan como deseable.
El alma del juego es, sobre todo, revolucionaria, porque nos hace personas libres y apasionadas. Nos hace perder el miedo y nos permite abrazar las incertidumbres y entender los errores como parte de la partida de la vida. Porque crea vínculos poderosos y provoca emociones, clave en el crecimiento personal y colectivo. Y, sobre todo, porque nos convierte en personas capaces de lanzarnos a conquistas épicas como la de transformar el mundo, sin esperar más a cambio que el placer de intentarlo.
¿Os sumáis a la partida?
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