No parece que sea el caso. Intuimos pronto el papel real que este grupo de población representaba en la infección. Sociedades científicas influyentes como la Academia Americana de Pediatría han mostrado su rechazo a considerar que los niños sean superpropagadores de la covid-19. El retorno a la docencia presencial tras la primera ola y meses de cierre educativo en muchos países no se tradujo en el esperado agravamiento de los contagios. Tampoco han sido transmisores destacados en el ámbito familiar: un estudio del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona así lo concluía, tras el verano de 2020.
La recomendación más actualizada del Centro Europeo de Control de Enfermedades es que el cierre de escuelas quedaría justificado solo como último recurso, dados sus importantes costes para la población infantil. Por otro lado, como ha revelado UNICEF, el cierre educativo y otras medidas de la gestión pandémica tienen un importante coste en términos de desarrollo, seguridad personal y empeoramiento de la pobreza infantil. Las consecuencias que sobre la salud mental de la población infantil y adolescente tienen este tipo de decisiones están bien documentadas.
¿Por qué, entonces, muchas personas adultas siguen pensando en la población infantil con desconfianza y apoyarían medidas de dudosa eficacia?
Es posible que la respuesta debamos buscarla fuera de la epidemología. Tiene más que ver con la manera en que concebimos la infancia, su lugar en la sociedad y nuestros prejuicios como adultos hacia niños y niñas.
Para empezar, muchas de las decisiones que han fundamentado nuestra manera de enfrentar la pandemia esconden una forma de injusticia social radicada en que se han ignorado casi por completo los intereses y voces diversas de infantes y adolescentes. Desde el inicio se les considera poco capacitados para intervenir y participar en la discusión pública.
Además, gestionamos la pandemia desde una postura que sufre de cierta ceguera ante los costes que nuestras decisiones tienen sobre sus vidas.
Pensemos, por ejemplo, en los confinamientos a los que se sometió gran parte de la población mundial en la primavera de 2020. Es muy probable que hayan sido el grupo de población más afectado por estas medidas. Algunos de ellos, como en España, fueron particularmente restrictivos con la población infantil. Dejaron prácticamente en suspenso sus derechos, limitaron su movilidad en mucho mayor grado que la de la población adulta y contaron poco o nada con sus necesidades.
Además, allí donde se les etiquetó como vectores de transmisión (como sucedió en España) se produjo incluso cierto grado evidente de discriminación y deshumanización, al aplicarles una denominación deformante que en el mundo de la investigación biomédica se reserva para animales y parásitos.
No es descartable que, merced a esta insistencia en identificarles como ingobernables transmisores de la enfermedad, se haya contribuido a su estigmatización. En consecuencia, se ha generado miedo y rechazo ante conductas infantiles que son perfectamente normales.
La culpa no la tiene el coronavirus
Es llamarse a engaño pensar que estos costes ocultos son producto de la covid-19 porque solo lo son indirectamente. La causa última es la perspectiva sesgada desde la que se toman decisiones que, concerniendo a niñas y niños, nunca les tienen seriamente en cuenta.
Desde marzo de 2020 muchas sociedades han entendido que los derechos de la población infantil y el respeto por los mismos es algo incompatible o irreconciliable con las prioridades del mundo adulto, generalmente centradas en la recuperación económica y de las libertades individuales que la pandemia nos arrebató. En esta tensión, la obvia asimetría de poder que existe entre niños y personas adultas hace que la balanza se esté inclinando sistemáticamente del lado de las segundas.
A estas alturas de la pandemia vivimos en contextos donde aún se asume con naturalidad que se cierren los parques infantiles. O en los que niñas y niños deben, bajo la vigilancia estricta de los docentes, llevar una mascarilla en la escuela durante horas mientras las personas adultas pueden despojarse de ella en cuanto acuden a un restaurante.
Esto sigue generando importantes consecuencias para el colectivo que quizás no estemos identificando adecuadamente.
La vacunación ha cambiado el escenario, pero no bajemos la guardia. El virus sigue mutando y los niños están en el furgón de cola de la vacuna. No es improbable un futuro en el que crezca su afectación y protagonicen más contagios, reforzando así los estereotipos que están detrás de esta injusta gestión pandémica que describimos en este texto.
Aceptar esta gestión es aceptar también que sus intereses y necesidades cotizan a la baja en estos tiempos de crisis, y que dependen de que antes puedan hacerse efectivas las demandas del mundo adulto. Incluso cuando estas solo parezcan conducir cada vez hasta la siguiente ola pandémica.
* Iván Rodriguez P... Miembro del Comité de Investigación en Sociología de la Infancia de la FES. Departamento de Sociología, Trabajo Social y Salud Pública, Universidad de Huelva, y de la Asociación GSIA
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