La razón principal de que Greta Thunberg provoque tanta hostilidad
no está en lo que dice, sino en lo que hace.
Lo que Greta Thunberg nos dice, queramos escucharla o no, es que
para atajar en lo posible el gran desastre que no hará más que acelerarse en los próximos años,
no solo vamos a tener que afirmar algunas ideas,
sino que va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida.
Y eso duele.
Antonio Muñoz Molina
Enrique Flores. |
Para atajar el gran desastre medioambiental va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida.
Despilfarrar en caprichos y en lujos de consumo los bienes que hacen posible la vida es indecente
La razón principal de que Greta Thunberg provoque tanta hostilidad no está en lo que dice, sino en lo que hace. A su manera simple y obstinada, cruzando el Atlántico en un velero o llegando a Madrid desde Lisboa en un viaje casi tan lento y tan incómodo como una travesía marítima, Greta Thunberg nos echa en cara, literalmente, nuestro grado de responsabilidad personal ante la gran crisis climática que ya está sucediendo, y nos da el ejemplo de un activismo hecho a la vez de agitación política y de cambios concretos en la vida diaria de cada uno. Las palabras son gratis.
Las causas nobles son más llevaderas cuando lo único que exigen es la firma de un manifiesto, o una declaración pública.
Las personas de mi generación nos educamos políticamente en un mundo de resplandecientes abstracciones que no necesitaban traducirse en nada concreto en nuestra vida diaria. Uno decía que era algo y eso bastaba para que lo fuera instantáneamente. La insufrible arrogancia política y moral de tantos fantasmones de entonces hubiera debido vacunarnos contra ese tipo de heroísmos progresistas que consistían solo en nubes de palabras destinadas a envolver comportamientos con frecuencia canallescos. Hemos conocido a incorruptibles luchadores que montaban en cólera si no se les albergaba en hoteles de lujo, y a santones de la integridad de manos tan largas que las secretarias desaparecían en los cuartos de baño en cuanto los veían entrar en las oficinas. También conocemos a activistas contra el calentamiento global que viajan a las cumbres internacionales en aviones privados.
Lo que Greta Thunberg nos dice, queramos escucharla o no, es que para atajar en lo posible el gran desastre que no hará más que acelerarse en los próximos años, no solo vamos a tener que afirmar algunas ideas, sino que va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida. Las causas nobles ganan mucho lustre cuando son muy abstractas. Se parecen a la “filantropía telescópica” que practicaba una señora beata y virtuosa en una novela de Dickens: era telescópica porque se fijaba en la salvación de las almas de los pobres paganos en las colonias de África, pero permanecía ciega ante la pobreza que tenía delante nada más salir a la calle en su propia ciudad, y sus sentimientos bondadosos hacia aquellos primitivos tan lejanos excusaban su crueldad con quienes trabajaban para ella en su casa.
En la actitud de Greta Thunberg, en sus declaraciones claras y urgentes, hay algo de ese espíritu de radicalismo del Nuevo Testamento, cuando San Pablo dice que la fe sin las obras es una fe muerta, o cuando Cristo responde secamente al joven rico que le pregunta qué ha de hacer para seguir su camino: “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”. Hay que hacer algo y hay que empezar a hacerlo ahora mismo. Despilfarrar en caprichos inútiles y en lujos de consumo los bienes elementales que hacen posible la vida humana sobre la tierra es irracional y es indecente. Y, sin la menor duda, los cambios más radicales no serán los que hagamos voluntariamente, sino los que nos serán impuestos a la fuerza por las circunstancias.
Uso el futuro pero no es más que una inercia gramatical. Los grandes incendios en California y en Australia ya han cambiado a la fuerza y para siempre las vidas de centenares de miles de personas. Es la extensión hacia el sur del desierto del Sáhara el motivo de que tantos hombres y mujeres que ya no pueden vivir de la agricultura ni de la ganadería emigren a capitales africanas ya superpobladas y se arriesguen a cruzar el Mediterráneo en lanchas hinchables y a escalar las vallas de la frontera de Ceuta y Melilla. Una infamia añadida es que son los más pobres y los más inocentes los que están pagando ya las consecuencias de la contaminación que emitimos los privilegiados.
En España todavía es de buen tono el sarcasmo hacia quienes llaman la atención sobre el cambio climático. Medios tan poco sospechosos de radicalismo o de idealismo como Financial Times o The Economist dedican cada vez más espacio a las informaciones relacionadas con él y a los debates sobre las posibilidades de atajarlo, o al menos de buscar algún tipo de remedio contra sus efectos más graves. La multiplicación de las noticias inquietantes puede provocar lo mismo la indiferencia que una especie de resignación apocalíptica, todo lo cual, en el fondo, es muy confortable, porque justifica la inacción. En estas mismas páginas, hace unos días, el ensayista Paul Kingsnorth, que se define como “ecologista en rehabilitación”, anuncia casi jubilosamente que no hay marcha atrás en la catástrofe climática y que llegará el apocalipsis.
Thunberg nos da el ejemplo de un activismo hecho a la vez de agitación política y de cambios en la vida diaria
En la misma entrevista, por cierto, Kingsnorth confiesa que votó a favor del Brexit. Los vaticinios del fin del mundo resultan compatibles con la simpatía por personajes tan tóxicos como Boris Johnson, y por políticas tan destructivas y tan demagógicas como las que ejercen sin ningún escrúpulo el propio Johnson y su maestro Donald Trump. Para todos ellos, Greta Thunberg es un objeto de escarnio, porque es también un ejemplo de disidencia radical contra la inevitabilidad del mundo en el que todos ellos y sus patrocinadores y beneficiarios aspiran a disfrutar cada vez más de una acumulación de poder y de riqueza que no ha existido nunca antes. Por una parte invierten fortunas colosales en propagar el negacionismo del cambio climático; por otra, al mismo tiempo, proclaman que es inevitable: en ambos casos la respuesta es que no hace falta hacer nada, y que no hay nada que se pueda hacer. Es un fatalismo semejante al que durante los últimos cuarenta años ha decretado que no había otras políticas posibles que las del capitalismo liberado de cualquier tipo de regulación y responsabilidad, fuera social, o ambiental, o política.
Pero ahí sigue Greta, con su chubasquero, con su cara redonda y su gesto de enfado más infantil que adolescente, con su templanza admirable en medio del circo que allá por donde va montan a su costa los medios. Lo que nos dice es que lo muy limitado de la acción individual no es una excusa para no ejercerla, sino un acicate: porque es poco lo que una persona aislada puede hacer, es preciso que quienes comparten un ideal de sensatez y justicia se unan en una gran conspiración que será más efectiva según vaya siendo más amplia, hasta convertir la rareza o la extravagancia del activismo solitario en una gran ola que transforme el mundo, y en la que cada uno, aun sumándose a todos los demás, siga ejerciendo sus inexcusables tareas personales, la responsabilidad que solo a él o a ella les corresponde porque nadie más puede cumplirla.
La igualdad entre hombres y mujeres solo empieza a lograrse cuando la imponen las leyes: pero las leyes ni llegarían a existir ni tendrían fuerza verdadera si no las alentara una gran suma de comportamientos individuales. A un sistema económico depredador que envenena la tierra y el aire y el mar y esclaviza a los seres humanos solo se le impedirá que termine por destruir el mundo si se vuelve universal la rebeldía al principio solitaria de Greta Thunberg.
Antonio Muñoz Molina es escritor, académico de número de la Real Academia Española (1996) —donde ocupa el sillón u minúscula— y honorario de la Academia de Buenas Letras de Granada. En 2013 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras...
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