Regreso al presente.

Trabajar con la infancia, desde la infancia, no sobre ella, 
es renunciar a convertirla en un objeto intercambiable 
en el trenzado de alguna fantasía adulta sobre un futuro imposible, 
que solo existe lejos de las contradicciones que la propia sociedad adulta genera.
...es hora de devolver el presente de las vidas infantiles a sus legítimos propietarios 
y dejar de jugar a remendar el futuro por vía vicaria.

Evaluación y Enfoque de Derechos Humanos.

Seguro que ustedes recuerdan a Marty McFly, el protagonista de la popular saga Regreso al futuro. El atribulado McFly se empeñaba en arreglar el futuro viajando al pasado en un nada discreto Delorean impulsado por… ¡plutonio! (la sostenibilidad todavía no estaba en la agenda). Tengo para mí que parte del éxito de la saga tenía que ver con la manera en que nos atrae la idea del desplazamiento temporal, la posibilidad de actuar sobre un futuro que nos genera desasosiego. 
Pero recuerden lo que le ocurría a McFly: obsesionado con que el futuro discurriera por cauces deseables, se convertía en un extraño en su propio presente.
No hemos renunciado a viajar en el tiempo y parece que hemos encontrado en la población infantil un vehículo mucho más discreto que el Delorean de McFly. Porque ¿quién mejor que un niño para representar el futuro? Es una vieja idea enunciada en el contexto de los nuevos estudios sociales sobre la Infancia: la sociedad adulta prima el recto devenir (o well becoming) sobre la realidad presente de niñas y niños, bajo el argumento de que estos son los adultos que vendrán. El problema es que el argumento, que ya es difícil encontrar en su versión desnuda, se esconde hoy en formas de relacionarse con la población infantil aparentemente bienintencionadas.

Pensemos en todas las veces que la sociedad adulta requiere de la educación (educación en, educación para) como una gran aguja que no está destinada sino a remendar el futuro. De la equidad de género a la sostenibilidad, de la inmersión en la cultura del emprendimiento a la prevención de la drogadicción. Y podríamos seguir, porque como el infante es pura potencia y el presente se obstina en la imperfección, siempre hay un roto y un descosido que solo puede arreglarse con algunas décadas de retraso (o de anticipación, según se mire). 
La facilidad con que generaciones de adultos asumen que la infancia es una plastilina para modelar, sin forma propia ni destino que no dependa de manos ajenas, da que pensar. Se antoja una gran maniobra evasiva: del estilo de la del borracho de la anécdota de Kaplan, ese que ha perdido sus llaves pero no las busca donde se le cayeron sino bajo una farola porque allí, al menos, puede ver. Así, una sociedad que sigue sin saber proteger los derechos de las mujeres quiere enseñar a los niños igualdad; esa misma sociedad, que tampoco quiere proteger a esos niños de las peores consecuencias de los desahucios (aunque alguna conocida institución internacional se lo haya demandado explícitamente), busca instruirlos en la cultura financiera. Más retorcido, es difícil.

Da también la impresión, estudiando la facilidad con que vestimos a otros con nuestros peores temores, que hemos tirado la toalla en lo que a nuestro propio presente se refiere. Al hacerlo aceptamos también una idea perversa: que los niños y niñas del hoy son ya los adultos escacharrados del futuro. 
Quizás sea más lógico (y esperanzador) verlo así: vamos hacia ser adultos y nos convertimos en maltratadores, corruptos o gente insensible a la destrucción de nuestro planeta porque tenemos que madurar en un medio extraño y hostil, incapaz de ofrecernos un poco de justicia y buen trato a nuestro alrededor. Pero la prevención-McFly, no está dispuesta a perder el tiempo en conocer el presente de niños y niñas porque atiende un asunto más importante: resolver necesidades adultas. 
Me temo que, además, es poco eficaz; por dos motivos: a) no trabaja realmente con los potenciales protagonistas de las conductas que queremos abordar sino de forma vaga y diferida y b) olvida que lo no intencional es una parte determinante de la socialización, tanto como lo que queremos transmitir con intención, así que generamos una disonancia moral que nuestros chicos y chicas sabrán observar. Esto es, con una mano administramos una suerte de evangelización bienpensante y con la otra invitamos a niñas y niños a madurar en un mundo que legitima –por acción u omisión- la violencia, el abuso, o la explotación, por citar solo algunos ejemplos. Por eso quiero que se me entienda bien: no creo ni en buenos salvajes, ni predico aquello del leave the kids alone, pero es hora de devolver el presente de las vidas infantiles a sus legítimos propietarios y dejar de jugar a remendar el futuro por vía vicaria. Tiempo también para empezar a demandar una realidad que sea un digno contexto de desarrollo y maduración para todas las personas menores de edad, no un espacio de moralidad diferida, ingeniosa pero poco ejemplar.

Leí hace poco una entrevista con una bióloga que acudía a centros escolares para explicar a los estudiantes lo importante que es la conservación del medio ambiente y decía estar sorprendida por lo interesados y concienciados que estaban ya los niños y niñas a los que trataba. Su sorpresa, como tantas veces la sorpresa adulta, nacía de la subestimación. Y esta es producto del desconocimiento de la realidad infantil. Trabajar con la infancia, desde la infancia, no sobre ella, es renunciar a convertirla en un objeto intercambiable en el trenzado de alguna fantasía adulta sobre un futuro imposible, que solo existe lejos de las contradicciones que la propia sociedad adulta genera. Y es también el primer paso para reconocer sin ambages que, en el fondo, el Delorean solo era un coche hortera y los finales felices no los puede suministrar Hollywood: son cosa nuestra y empiezan hoy. Porque la única puerta a un futuro mejor es admitir nuestra responsabilidad para con el presente.

 (*) Iván Rodríguez Pascual. Sociólogo (Universidad de Huelva). Autor del libro «Para una Sociología de la Infancia» (CIS).
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