La hiperpaternidad:
marcaje, hiperprotección, sumisión a los deseos del niño,
intromisiones en la escuela, desescolarización,
individualización, aislamiento…
Los
libros de crianza colman las librerías.
Las tesis de unos contradicen a
las de otros.
O las copian y refríen; tanto da, se venden igual.
Los
padres leen para fabricar al hijo perfecto, exitoso, emocional, feliz,
creativo, sereno, intrépido: al hijo total.
Libros tramposos y
alentadores con títulos como Todos los niños pueden ser Einstein.
Un mercado triunfa cuando canaliza un deseo, y estos contenidos,
presentados como ciencia jovial, te dicen que tu niño puede ser
exactamente como tú quieras. Solo hay que motivarlos, escucharlos,
guiarlos, moldearlos. «El hijo es el gran proyecto», señala Eva Millet, periodista y autora de Hiperpaternidad, «es la obra maestra a la que vas a dedicar todo, es un signo de estatus. Lo que hace tu hijo dice mucho de ti».
La maternidad sagrada y religiosa se desarboló como un suflé. Hoy
surge una concepción de santidad laica. La maternidad evangélica sometía
a la mujer; la versión laica somete a la mujer, incluye al hombre y
vacía los bolsillos.
El niño nace con el cerebro en blanco y aprende como una esponja.
Esta premisa es una mina de oro: todo está por hacer y los padres pueden
diseñar a sus hijos a su antojo. Deben formarse, tecnificar la crianza.
Una mina de oro y una falacia: que el cerebro nazca de ese modo no
implica que puedas volcar en él lo que desees ni elegir el orden y el
gusto con que el pequeño dirigirá su atención.
«Hay neuromitos educativos que ponen muy nerviosos a los
padres. Dicen que tienen que aprender mucho antes de la escuela, que es
el momento en que el niño va a aprender música, idiomas y va a ser un
genio… Se está cambiando el patrimonio de la infancia, cada vez tienen
menos tiempo de jugar», explica Millet. Es una de las vías de acceso a
la hiperpaternidad: marcaje, hiperprotección, sumisión a los deseos del
niño, intromisiones en la escuela, desescolarización, individualización,
aislamiento…
Millet lo achaca a, entre otras cosas, el momento hipercapitalista
que vivimos: ya no tomas un café, tomas un café con moca o leche de
avena o estevia o sirope de agave. «Todo está muy compartimentado.
También sucede con la crianza de hijos. Aquí hay veinticinco mil métodos
y libros, todos con esa idea subliminal de que lo que tú hagas va a
marcar a tu hijo y será esencial en que triunfe o no».
El exceso de oferta suma al perfeccionismo de los progenitores el
factor de la incertidumbre. Cada sistema marca un camino y ofrece un
bufé de investigaciones que lo avalan. Tanta vuelta para lo mismo: al
final, un padre ansioso debe guiarse por pura fe; agarrarse a un método
con devoción. La superstición siempre ha inundado la crianza. Ahora
sigue haciéndolo, pero vestida de ciencia.
El naming del chiquillo
Las primeras pinceladas del diseño se aplican con la elección del
nombre. Antiguamente el proceso consumía pocos minutos para la mayoría
de la gente, es decir, para la gente pobre. Se escogía casi
automáticamente: por ejemplo, replicando el de familiares o colocando el
santo del día por muy feo que sonara. Al margen de si es mejor o peor,
la cuestión es que se operaba por inercia o por afán de asentar lo
común, de reconocer al niño como parte del grupo amado.
Hoy ponemos los nombres hacia fuera: seductores, originales, suaves o
chispeantes, dependiendo del carácter que quiera imprimirse.
Google arroja veintiún millones de resultados con consejos y
reflexiones sobre el asunto. En muchas páginas se asegura que el nombre
influirá en la vida del niño. La revista Hola: «Si nos imaginamos
al bebé con personalidad alegre y positiva, buscaremos un nombre que se
asocie a esto… El significado del nombre es importante ya que
psicológicamente puede influir». A la soberana del papel cuché la leen
diez millones de personas.
«Esto viene de las celebrities. Ahora hay que buscar los
nombres más raros y más diferentes porque, claro, mi hijo es tan
especial, tan único que cómo lo voy a llamar Pepe o Juan», opina Millet.
Ocurre también con métodos como la crianza por apego, que sigue
rutinas como la lactancia prolongada, el colecho (dormir con ellos) o
trasladarlos mediante porteo y no en carricoche. Otra forma de entender
que el buen futuro de un niño depende de la presencia ubicua de los
padres. «Procede en parte de la clase alta americana. Viene de las
millonarias, pero aquí se plantea como una cosa alternativa, casi
anarquista», apunta Millet.
Necesitar la escuela perfecta
En abril de 2018, TV3 emitió un reportaje de tono inspiracional que
relataba la travesía de dos padres para elegir la mejor escuela para su
hija: abandonaron total o parcialmente sus puestos de trabajo, compraron
una caravana y viajaron durante veinte días por Cataluña para encontrar
el colegio idóneo. Lo encontraron en el municipio de Estany y echaron
el freno de mano. En el momento de publicación de la pieza, la pequeña
familia vivía en el vehículo a unos cuantos metros del centro elegido.
Padres con archivos Excel imposibles, padres de excedencia, padres
que inventan intolerancias alimentarias para ganar puntos y acceder al
centro de sus sueños. La Conselleria d’Ensenyament catalana optó por
eliminar el sistema que otorgaba puntos a los niños con este tipo de
problemas digestivos. Lo hizo, entre otras cosas, para limitar los
intentos de fraude.
¿Qué pasa si aceptas, simplemente, el centro que te toca por
proximidad? «Casi parece que eres mal padre», lamenta Millet, «las
escuelas públicas están muy bien, todas quieren educar y enseñar a
nuestros hijos, pero este modelo de paternidad las están cuestionando
mucho».
Hay familias que discrepan de la educación reglada y deciden explorar
otros territorios. Bien en centros alternativos o bien enseñando a sus
hijos ellos mismos. Estos últimos, se llaman homeschoolers.
Madalen Goiria, experta en Derecho Civil, ha estudiado a fondo el
fenómeno desde 2015. No hay datos oficiales. Cuenta Goiria que, desde el
punto de vista estadístico, quienes educan en casa y quienes optan por
proyectos no homologados son indistinguibles. Para la Administración,
«mandar a tus hijos a escuelas como Montessori, Freire o Wild es como
mandarlos a una escuela de macramé». No obstante, afirma Goiria, estas
instituciones están creciendo como setas.
¿Por qué las familias deciden echarse al monte educativo? «A las
familias no les gusta el sistema habitual porque está basado en unas
motivaciones ajenas a la manera de sentir de los padres: porque usan el
sistema de premio y castigo, porque usan libros de texto, porque siguen
procedimientos autoritarios y directivos…», resume Goiria.
¿Qué entienden por métodos autoritarios? «Tienen que comer a una hora
determinada, que hacer fichas a la hora en que se le ocurre al profesor
aunque ellos no quieran hacerlo, tienen que dormir a la hora que le
conviene al centro», explica.
Estas familias prefieren unos procedimientos más abiertos: «Que los
padres puedan intervenir en el centro y ayudar a sus hijos a adaptarse
un medio distinto, que no tengan que ir el primer día y dejarles solos y
que si lloran, los dejen así porque ya se acostumbrarán y pararán de
llorar. Esto hay familias que no lo ven».
La implicación no se limita a la aclimatación al medio: «Quieren
tener un ámbito de decisión mayor en cómo se produce la participación
del menor en el proyecto educativo, en qué condiciones, por qué…». Se
alegan también «problemas de socialización». Por un lado, el acoso. Por
otro, formas más leves de conflicto. «Que alguna característica
específica que tenga el menor le haga ser víctima del sarcasmo del
resto. Ahí se produce como defensa la desescolarización y el acudir a
medios más amables, humanos y adaptados a sus características».
Este tipo de escuelas, al no ser concertadas, son caras. No todos se
las pueden permitir. «La educación de calidad es cara», puntualiza
Goiria. Hay padres con ingresos suficientes y otros que viven con
austeridad y se privan de todo para poder regalar a sus hijos esa
formación. En muchos casos solo trabaja el padre: la madre, poco a poco,
primero por baja maternal, luego por reducción de jornada o excedencia,
acaba centrada solo en la crianza.
Estas tiranteces entre el ámbito privado y el público, entre la
esfera de control parental y la esfera de la vida exterior, se infiltran
también en las escuelas tradicionales. Los padres se implican, piden
cada vez más cuentas de lo que ocurre dentro del centro, solicitan
tratos especiales para sus hijos.
La socióloga de la Universidad de Valladolid Almudena Moreno ha
observado el fenómeno: «El maestro está amenazado, por un lado, por la
complejidad de la sociedad informativa en la que vive el niño y, por
otra parte, por el papel tan protagonista que quieren tener los padres
en el proceso educativo. Está bien que se impliquen, pero puede correrse
el riesgo de que cuestionen la función del maestro».
La tecnología consigue que el mundo escolar pertenezca cada vez menos
a los chavales. En el microcosmos de la escuela, los pequeños ensayaban
su independencia, su capacidad de influir y aprender de un ecosistema
social que no controlan del todo. Pero hoy proliferan sistemas para
avisar ipso facto a los padres cuando el menor falta a clase. Hay
guarderías como El Parque de Pozuelo, que instala cámaras en las aulas
para que los padres espíen a sus hijos siempre que lo deseen.
Algunas escuelas informan día a día de lo que sucede en las clases. Y los grupos de Whatsapp de padres son la normalidad, y el caos.
Ferran (nombre ficticio) es tutor en un colegio público de Alicante.
«Hay muchos niños que están perdiendo el hábito de anotarse los deberes
en la agenda porque dicen que, total, luego su madre lo pregunta por el
grupo y se lo dice». En su opinión, estos chats reflejan la «inseguridad
de los padres», que necesitan la confirmación de los demás en todo para
estar seguros de no tropezar ni en lo más nimio. «Se vuelven locos con
cualquier cosa». Si se dice que los chavales tienen que llevar una
camiseta roja para un festival, los padres se sienten golpeados por un
tsunami de dudas. «¿Roja? ¿Roja lisa? ¿Roja a rayas?».
Los padres no solo respetan hasta la sumisión los gustos o apetencias
de sus hijos, sino que tratan de que el centro replique su actitud. A
Ferrán le sorprende el número de niños con alergias alimentarias en su
centro. Algunas, rocambolescas. «Yo no me las creo, les pido el
certificado médico porque si no, sería un despiporre. Aquí tenemos un
niño que siempre que tocan habichuelas, llega su madre y pide dieta
blanda», relata.
Baja tolerancia a la frustración
Existe una tensión entre el deseo paterno de crear un mundo inocuo de
probeta para sus hijos, sin fricciones, alejado de toda posibilidad de
dolor y adaptado plenamente a su sensibilidad (a la sensibilidad que
ellos tratan de diseñar) y el mundo real, externo, escolar.
Los padres se documentan y se aplican para dar sentido a un axioma
contemporáneo: todos los niños son especiales, hay que proteger la
singularidad del niño; o también: el éxito depende de la motivación.
Como en toda fe, afloran paradojas: en la época en que los padres se
involucran con más fuerza en cada paso de sus hijos, resulta que las
malas notas no son responsabilidad suya ni de los pequeños, sino de que
el maestro no sabe motivarlos. Y si no: «Ellos dicen: “Mira el niño que
no se comporta, que no aprueba; es porque tiene una baja tolerancia a la
frustración”, y lo dicen como si fuera una enfermedad crónica»,
cuestiona Eva Millet.
La hiperprotección logra que los obstáculos y los pequeños tropiezos
se agiganten y se conviertan en un problema de remanencias médicas. Si
un problema es médico, significa que es ajeno a la esencia del menor,
que no compromete su ser genial.
El último estudio del Plan Nacional sobre Drogas reveló que, en 2017,
uno de cada seis adolescentes tomó ansiolíticos para soportar la
tensión de los exámenes o el trago de una ruptura sentimental. La edad
de inicio se adelanta a los 14 años. La primera droga, como recogió la
Cadena SER, es psiquiátrica y se prueba antes que el alcohol o los
porros.
La angustia de poder elegirlo todo
Un niño protestaba con la espalda pegada a una valla en una calle del
centro de Madrid. Las dos manitas agarrando fuerte uno de los
travesaños. Lagrimeaba sin convicción, amenazaba con patalear. No se
entendían sus quejas, tenía edad para hablar, podía hablar, pero soltaba
gruñiditos. Ansioso, dubitativo.
No le convencía nada de lo que le sugerían sus padres. Sus padres.
Ella, con el carrito del hermano; él, argumentando: «Venga, te vienes
con el papá a poner gasolina y cogemos una pizza y vemos una peli, ¿eh?,
¿vale?». Ella: «¿O prefieres venirte con mamá y te pones los dibujos
hasta que venga el papá?». El chaval se inflaba y desinflaba como una
colchoneta de playa. No decía ni sí ni no.
Es la escenificación infantil, despojada de recursos intelectuales,
de una crisis existencial. La angustia de la libertad, de que todo esté
abierto. El único asidero ante tales aflojamientos del ser es la rutina,
la inercia: que exista un tejido de cosas prosaicas inmutables, que no
haya que ponderar, valorar y decidir. Esos automatismos pueden dejar de
cuajar por la acción de los padres que creen que debe debatirse,
consensuarse y negociarse cualquier acción.
«La familia no es una democracia. Hay una jerarquía. Claro que los
hijos tienen derechos, pero no podemos estar preguntándoles todo el
tiempo, dándoles la responsabilidad de qué van a cenar, qué se van a
poner o si se quieren duchar. Se pregunta todo porque así somos más
guays y más democráticos, pero no hace bien», critica Millet.
Los nuevos padres son padres tardíos. Han tenido tiempo de formarse,
de analizar cómo ejercían la paternidad sus semejantes, de criticarlos,
de convencerse de que lo pueden hacer mejor. Han asumido, además, que
sus propias taras provienen de su crianza. Han detectado los fallos de
sus progenitores, de sus entornos. Han caído en la ilusión de la
infoxicación: creen que todo lo que influirá en el desarrollo de una
persona es accesible y puede aprenderse.
Temen que se repita la precariedad, la inseguridad, la crisis:
quieren blindar a sus hijos, que sean los más formados y preparados, a
pesar de haber comprobado que eso garantiza pocas cosas. Quizá sea una
reacción defensiva: necesitan creer que controlan lo que, finalmente, la
vida hará con sus pequeños.