Revista Novedades Educativas,
La confusión que se observa alrededor de ideas como libertad, autoridad, límites, autonomía, derechos y deseos,
lleva a que los niños “malgasten” tiempo y energía,
intentando tomar decisiones o manejar situaciones
que exceden sus posibilidades.
Ante la evidencia de algunos malentendidos que se vienen instalando en la sociedad,
la autora ofrece orientaciones
para que los adultos ocupen el lugar de referentes
y –así– los chicos puedan recuperar el derecho a jugar, experimentar, investigar y abstraerse los intereses y espacios
que les son propios.
El entrelazamiento vincula el problema de los límites con las libertades a la vez que da cuenta de un tema que se ha instalado hace un tiempo y nos está interpelando a muchos de los que trabajamos con niños y adolescentes.
Aún hoy, se escucha con mucha frecuencia, tanto en el trabajo con padres como con docentes, frases como “yo no le pongo límites porque quiero criar un hijo/alumno libre”, como si se tratara de conceptos opuestos e incompatibles. Ahora, vayamos por partes: Si el objetivo de la madre de un bebé es que su hijo a determinada edad, sea capaz de autovalerse (tomando un ejemplo sencillo) y prepararse una leche chocolatada, sería absurdo que lo deje con solo seis meses de edad sentadito frente a la heladera para que comience a ejercer esa destreza. Del mismo modo, si como padres nos proponemos como meta que nuestros hijos sean capaces de viajar solos en colectivo a los doce años, no los dejaríamos solos en la calle para que se arreglen como puedan a los cuatro años… Puede sonar descabellado, pero a lo que apunto es que, cuando nos proponemos ense- ñarle algo a un chiquito, tenemos conciencia de que ello implica un proceso y que solo habiendo transitado determinadas experiencias previas y accedido a cierta información, será factible que construya saber. En esa misma línea, si pensamos en que esperamos que nuestros hijos, a futuro, sean sujetos libres, con pensamiento crítico, capaces de defender sus elecciones y deseos, ¿esperaríamos que comiencen por decidir qué comer, a qué hora ir a la cama, cuántas horas dormir, qué quieren hacer en cada momento, desde sus primeros meses de vida? Muchas veces pareceríamos perder de vista que se trata de un proceso a largo plazo, cuando se trata de la libertad.
La psicoanalista francesa Maud Mannoni (1979) solía decir que la libertad no se puede otorgar, no se puede entregar. La libertad “debe ser arrancada” por parte del sujeto; no se puede entregar, sino que debe ser conquistada, decía ella cuando supervisaba el trabajo en la escuela que presidía. Para alcanzar la libertad es necesario haber construido los recursos que permitan a cada uno hacerse cargo de la libertad. Pocas cosas resultan más complejas que eso. Cuando hablamos de construir libertad, aparece un concepto que puede parecer su opuesto, pero que resulta una condición necesaria. ¿Cómo pensamos este salto de la dependencia a la libertad en los chicos con los que trabajamos hoy, que en muchos momentos se están presentando desbordados, desorientados, que parecen incómodos para los demás y para sí mismos? La primera aclaración, tal vez, debería ser que ser libre no es sinónimo de estar suelto. Aquí resalto que muchas veces los chicos transmiten más esa impresión: que están sueltos, librados a su suerte, pero sin recursos para manejarse en armonía, con bienestar, imagen que se relaciona más con la libertad.
El límite como acto de protección
Más allá de que este tipo de despliegue infantil nos está resultando “incómodo” a muchos, son ellos, los mismos chicos, los primeros que no la están pasando bien. Existe algo que parecería atravesarlos que no les permite la pausa, el andar relajado, jugando y aprendiendo sin preocupaciones más allá de sus propios intereses. Muchos chicos parecerían estar en un estado de alerta permanente, casi irritables, preparados para reaccionar ante el menor estímulo o, por el contrario, se muestran sumamente abstraídos, a veces, casi inconmovibles.
Quienes trabajamos con niños y familias, estamos viendo con demasiada frecuencia situaciones en que los chicos quedan librados a su propio criterio, confundiendo muchas veces el derecho a ser escuchados con el derecho a decidir. Pero cuando este derecho es vivido por los chicos casi como una obligación, una carga (por supuesto que de modo inconsciente), resulta muy agobiante. Esta situación muchas veces les genera angustia y un desgaste innecesario. Estamos dejando a los chicos solos en esta situación, por lo cual se instala una pulseada en la que intentan ser decisores. Pero esta situación los excede, al mismo tiempo que carecen de recursos para salir de la escena. Ahí también aparece el desborde, ante la falta o labilidad de bordes o límites internos, que les permita organizarse.
Son muchos los chicos que, cada uno con su modalidad, están pidiendo a gritos que alguien se haga cargo de tomar las decisiones necesarias para liberarlos de semejante peso. Reclaman al adulto que le permita ocuparse de lo suyo y no de su propia crianza. Cuando los adultos estamos seguros de que ese es nuestro lugar, aparece el límite como acto de protección, no de prohibición ni autoritarismo. Les devolvemos a los chicos el lugar de chicos, transmitiéndoles que no es necesario ni posible que desplieguen una pulseada por cada decisión, que ellos pueden dedicar su tiempo y energía a hacer lo suyo, porque nosotros estamos velando por su seguridad, por lo que consideramos conveniente, necesario y prudente en función de su edad y nivel madurativo.
Y aquí nos adentramos en la temática de los límites. No entendidos como un reto o castigo; tampoco como un estímulo para lograr la modificación de una conducta, como se propone desde algunos sectores que a diario desde los medios de comunicación difunden propuestas con la modalidad de un plan de entrenamiento, que logre amedrentar a los chicos o hacerlos trabajar en pos del potencial premio que significaría el reconocimiento y valoración de sus padres o docentes. Podemos decir de esas propuestas que, mientras el estímulo externo se sostenga, en algunos casos se logrará conservar la ilusión de éxito. Pero es necesario tener claro que no estamos entrenando perros sino acompañando niños en un proceso de desarrollo. Nos estamos olvidando de que se trata de personas.
Un límite no puede ser dado, armado desde afuera para “implantarlo” como si se tratara de un chip portador de una preciosa capacidad. Los límites devienen de experiencias en las que el niño necesita participar activamente y construir, a partir de pautas de crianza claras, sólidas y sostenidas en el tiempo. Lo que dará cuenta de los límites será el grado de organización interna que se pondrá en evidencia a partir de los procesos de pensamiento, creatividad, juego que despliegue cada niño. También estará en juego su habilidad para desenvolverse al haber armado un cuerpo que le pertenece y la capacidad de comunicación y para vincularse con otros.
Un marco de previsibilidad.
Hablar de pautas claras y sólidas implica varios aspectos que pueden parecer sencillos pero en el día a día, no lo son tanto. Hablamos de brindar a los chicos un orden, hábitos y rutinas previsibles. Lejos de referirnos a un orden rígido, todos estos aspectos dan un marco que les ofrece la posibilidad de anticipar, de saber qué resulta esperable. Este escenario les devuelve la tranquilidad necesaria para organizarse, para transitar uno de los procesos más complejos por los que pasa el ser humano, que consiste en el armado del aparato psíquico, de transformar un organismo nacido biológico en un cuerpo que le pertenece así como la vinculación con el afuera. Si no damos lugar a este proceso interno, nos seguiremos encontrando con padres, docentes, adultos, que repiten desconcertados: “te lo dije mil veces, ¡y lo seguís haciendo!”, sin comprender que la desobediencia no es una cuestión de voluntad, sino que se trata de falta de recursos o labilidad de la organización interna para armar algo diferente.
Cuando los chicos dependen de estímulos externos que les ofrezcan pautas, se muestran ansiosos, intentan controlar cada momento, preguntan por el qué vendrá, con quién, dónde… Y, cuando obtienen las respuestas a esas preguntas, inmediatamente aparece una nueva pregunta: “¿y después qué vamos a hacer?”. Esta escena es frecuente tanto en el relato de padres como de docentes, que se muestran agobiados por la demanda insaciable de información, recursos y actividades por parte de los chicos. Situaciones semejantes suelen ser leídas como que “les sobra energía”. Se las interpreta como señal de necesidad de darles más y más, de llenar de propuestas, de actividades, sobrecargar las agendas, los estantes de juguetes, los programas y salidas sociales, acentuando cada vez más esta dificultad. Ante esta ansiedad y demanda insaciable, lo que los chicos necesitan es que los ayudemos a introducir la pausa, no a llenar los vacíos con más y más.
Demarcar la cancha.
Llevemos este concepto a una situación bien conocida. ¿Existe diferencia entre jugar un partido de futbol en una cancha demarcada o en otra que no lo está? Ciertamente, cuando el terreno está delimitado, las discusiones y desacuerdos se reducirán porque existen parámetros claros que acotan el margen de duda e incertidumbre, y con ello se reducen las confrontaciones. Si existe un arco con travesaños y red, el margen de duda acerca de si un tiro convirtió un gol o no, será mucho menor a que si contamos con dos remeras o buzos que simulan ser el arco. Pues bien, a los adultos, durante una buena cantidad de años, nos cabe la función de demarcar la cancha para que los chicos puedan jugar, sin preocuparse por si pueden ingresar en determinadas áreas o fijar las pautas para regular su propio despliegue.
En este contexto, muchos chicos se encuentran “malgastando” un importante caudal de energía, intentando tomar decisiones y manejando situaciones que exceden sus posibilidades. Ese tiempo y energía deberían ser destinado a jugar, experimentar, investigar, abstraerse en sus propios intereses y espacios. El costo no es menor.
En el campo de la recreación, se puede ver claramente el modo en que un encuadre claro, distiende el quehacer. Por ejemplo, al salir de campamento, si contamos con una planificación previa cuidada, aunque los chicos no conozcan en su totalidad esa planificación anticipada, percibirán un clima de seguridad y confianza, que bajará la carga de ansiedad al saber que hay adultos que se hacen cargo, que organizaron el viaje, que son capaces de darles contención y acompañarlos en la experiencia. Cuando hablamos de una planificación previa cuidada, damos por supuesto que será flexible, dejará margen para los cambios necesarios y la creatividad. Esto no se contrapone a una tarea de previsión sólida, en que los adultos que estarán a cargo de la coordinación de los grupos hayan anticipado qué, cuándo, con qué recursos y en qué espacios propondrán cada instancia. Cuando esta preparación previa tambalea, sabemos que aparecen con mayor frecuencia riesgos que van desde el desborde al boicot, o accidentes.
Generar confianza
Y aquí entramos en otro terreno, que es el de nuestro quehacer como adultos. Para que los chicos se entreguen al juego, antes, nosotros tenemos que haber generado la confianza necesaria. Y no hablamos de confianza desde las formas: de ser empático, divertido, afectuoso, sino desde lo más profundo, que tiene que ver con una cuestión más estructural. Haberles transmitido que se pueden ocupar de lo suyo porque tenemos espalda para sostener lo que devenga de la actividad propuesta. Son los chicos los que concurrirán al espacio de recreación para distenderse, jugar, acceder a experiencias novedosas y convocantes; no nosotros. Para que los chicos realmente experimenten la recreación en toda su riqueza, nosotros tenemos que ser aún más puntillosos y rigurosos en la organización que si fuéramos a enseñarles matemática.
Y vuelvo a hacer hincapié en que sólidos no equivale a rígidos. Cuanto más desestructurada, en apariencia, sea la actividad que le propondremos a los chicos, más organización interna, invisible, subyacente, deberá tener. Si no, lejos de dar lugar a un acto creativo, dará lugar al desborde, al caos. Picasso decía: “Aprende las reglas como un profesional, para que así puedas romperlas como un artista”. Él transitó muchos años de formación clásica, tradicional, para luego poder hacer volar todas esas premisas por el aire. Logró ser creativo gracias a la formación inicial. Pero para cuestionar y desapegarse de las normas, hace falta haberlas conocido, manejado, experimentado. Uno no se puede separar de lo que nunca estuvo unido.
Y volviendo al tema de inicio, para que un niño esté en condiciones de hacer suya la libertad, necesitará haber armado, previamente, muchos recursos que solo serán posibles a partir de un importante nivel de organización interna que actuará a modo de tope, de malla de contención. Para eso necesitan del sostén y la protección, para llegar a ser capaces de tomar por su cuenta el desafío que implica conquistar la libertad, hacerla propia y ahí sí, ser libres.
El lugar de la autoridad.
Y en este entretejido se nos presenta la necesidad de pensar cómo se llega a esta situación que muchas veces deviene en el desborde o, por el contrario, en la retracción. Y surge una problemática álgida en nuestra sociedad: ¿qué comprendemos por autoridad? La autoridad no equivale a autoritarismo, a despotismo, sino, muy por el contrario, ofrece el sostén organizativo para que cada uno pueda dedicarse a lo suyo. Una figura de autoridad, que fija pautas claras y ofrece un tope al despliegue infantil al mismo tiempo que escucha lo que el otro tiene para transmitir, es una figura de protección esencial para que el niño logre organizarse y transitar de modo despreocupado y placentero, abocándose a enfrentar los desafíos propios de su edad y nivel madurativo.
La filósofa francesa Laurence Cornu (1999) plantea que no hay posibilidad de desarrollo sin incomodidad. Y eso rige tanto para los niños, como para los adultos en este desafío. Esta noción vale para todo aprendizaje: en el proceso de crianza, así como de trabajo con otras personas, sean niños, jóvenes o adultos, en el ámbito que fuera, es necesario que todos los que participamos estemos abiertos a compartir un espacio de aprendizaje, y por lo tanto, de cierta incomodidad.
Vinculando este tema con la recreación, muchas veces se genera la confusión de pensar que los especialistas en recreación también están inmersos en un medio de improvisación y juego como el que se propone desde la actividad presentada. Es bien diferente pensarnos como facilitadores para que el juego tenga lugar a ser un par del grupo que jugará. Aquí suele aparecer cierta incomodidad, pero necesariamente, para que la recreación se despliegue, debe aparecer la asimetría: el facilitador no como figura autoritaria sino como referente, como quien brinda pautas que permiten la organización, los acuerdos, el juego.
Por otra parte, Cornu (1999) toma el concepto de confianza, que se entrelaza en los vínculos de sostén y seguridad. Cita a Simmel, quien plantea que la confianza es una hipótesis sobre la conducta futura del otro. Al mismo tiempo, para que los chicos construyan confianza en nosotros, será necesario sostener una actitud que genere seguridad en ellos. Esto no implica justificar nuestras decisiones, dar cuenta de nuestras acciones ante ellos, sino que necesitan saber que pueden respaldarse en nosotros, en nuestro criterio; que nuestra conducta presente y futura les brindará seguridad; que no tienen por qué inquietarse ni que estar en alerta, intentando controlar si estaremos en condiciones de sostenerlos en su desarrollo. Que somos confiables. A partir de ahí, de esto que puede parecer básico pero que es sumamente complejo, el niño podrá dedicarse a ser niño, a jugar, observar, experimentar, organizarse y armar límite, logrando, entre todos, construir un entretejido que fluya con placer y disfrute, que es lo que todos deseamos para nuestro día a día, para nosotros y para los chicos.
Para lograr que los chicos alcancen el estado de libertad, no existen recetas ni estrategias infalibles, no existen materiales que puedan ser administrados como juegos o actividades que enseñen lo necesario para convertirse en sujetos libres. Lo que se nos impone es la necesidad de repensar, una y otra vez, nuestra propia práctica, desde el rol y la función que estemos desempeñando, en función de los chicos con los que estemos trabajando cada día. No hay recetas, solo invitaciones a sumarse al desafío.
En este momento histórico particular, resulta esencial poner en juego el límite para no poner a nuestros chicos en juego, al límite.
Bibliografía Agamben, G. (2001). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Cornu, L. (1999). “La confianza en las relaciones pedagógicas”. En Frigerio, G., Poggi, M. y Korinfeld, D. (comps). Construyendo un saber sobre el interior de la escuela. Buenos Aires: Novedades Educativas. Cots, J. (2005). “El derecho a la participación de los niños”. Revista de Educación Social, Nº 4. [Recuperado de http://www.eduso.net/ res/?b=7&c=52&n=141]. Di Marco, G. y otros (2005). Democratización de las familias [en línea]. Unicef Argentina. Disponible en http://www.unicef.org/argentina/ spanish/Democratizacion.pdf Mannoni, M. (1979). La educación imposible. México: Siglo XXI. Nino, C. (2011). Un país al margen de la ley. Buenos Aires: Ariel.
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