Blog Jugar y Jugar
Alguien robó a los niños el derecho de ocupar sus calles para jugar
y los padres y madres lo hemos aceptado.
Ahora, toca volver a normalizar el juego en las calles.
¿Dónde están los niños cualquier día entre las 5 y las 8 de la tarde?
Algunos en casa, otros haciendo extraescolares y otros en el camino para empezar a hacerlas. Encontraremos pocos niños solos por la calle, y si encontramos alguno seguramente pensaremos que sus padres son irresponsables e inconscientes.
Pero lo cierto es que cuando los niños superan los 7 años, necesitan más autonomía y privacidad para jugar. Antes era la edad en que empezaban a salir a jugar solos en la calla. Actualmente, como la calle se considera peligrosa, es la edad en que empiezan a pedir que sus amigos vayan a casa a jugar. También es la edad en que los padres, si no lo han hecho ya, comiencen a buscar todo tipo de extraescolares para hacer de las tardes un rato ocupado, divertido y provechoso. Y también es el momento en que si los padres no encuentran una actividad lo suficientemente atractiva, los niños empiezan a aficionarse a los juegos virtuales, que más adelante les permitirán “relacionarse” y “jugar en equipo” con otros niños.
Entre los 8 y los 11 años, los niños y niñas tienen muchas capacidades adquiridas a nivel social, corporal y madurativo. Tienen unos gustos bastante definidos y suelen saber qué quieren hacer y con quién quieren hacerlo. También están cargados de energía y en pleno crecimiento. Al cuerpo de un niño de estas edades le hace falta movimiento y su organismo necesita poner en funcionamiento las habilidades que ha ido adquiriendo a lo largo de los años previos. Asistir a una extraescolar en la que pueda llevar a cabo un deporte es muy positivo a nivel corporal. Pero… ¿y las competencias sociales? ¿y su proceso madurativo personal? ¿y su autonomía?
Hicimos un pequeño experimento y asistimos como observadoras a diferentes tipos de extraescolares para niños y niñas de 6 a 10 años: fútbol, básquet, patinaje artístico, danza contemporánea y clases de música. Lo que nos interesaba observar era si los niños podían poner en práctica sus competencias sociales mientras practicaban alguna de estas actividades bajo la dirección y observación de su maestro o entrenador.
Observamos que los niños con frecuencia intentaban tener conversaciones y jugar con sus compañeros, pero normalmente era invitados a no distraerse y a centrarse en aquello que se tenía que hacer. Al acabar la actividad, la dinámica cambiaba y la mayoría de niñas y niños empezaban a hablar, a hacer bromas y en algunos casos a jugar, hasta que llegaban los padres, normalmente con cierta prisa por ir a casa a hacer deberes, cenas, etc.
Hablando con los propios niños y niñas, algunos nos compartieron cosas valiosas y muy interesantes como: “A mi me gusta jugar a básquet, pero no me gustan nada los entrenamientos”, “A mi me encanta bailar, pero es muy aburrido ensayar desde el mes de marzo la coreografía que haremos en el festival de fin de curso” o “Yo quiero aprender a tocar la guitarra tocando canciones, no repitiendo mil veces lo mismo”.
En respuesta a eso, los adultos podemos hacer la lectura políticamente correcta de que hace falta entrenar si quieres jugar bien, hay que practicar mucho si quieres tocar bien la guitarra, hay que comprometerse a acabar una actividad que ya esta pagada y, en definitiva, que sin esfuerzo no vamos a ningún sitio y seguramente es cierto. Pero no debemos olvidar que esfuerzo y sufrimiento no son sinónimos.
Nosotras creemos que los niños empiezan demasiado pronto a hacer extraescolares, antes de haber podido experimentar sin presión diferentes actividades para saber qué aptitudes e intereses tienen.
Hasta hace no muchos años, los niños tenían ocasión de llevar a cabo esta experimentación con otros niños y niñas de diferentes edades en la calle, en la que podían cambiar libremente de actividad y no estaban ligados por normas ni horarios. Una vez descubierto el interés, con 9, 10 u 11 años, podían apuntarse a una extraescolar y perfeccionar su talento con esfuerzo pero sin sacrificio, porque la motivación por hacer la actividad ya había llegado intrínsicamente (es decir, que salía desde dentro y no era impuesta desde fuera).
Pero ésta no es la principal ventaja de jugar en la calle.
Jugando en su propio barrio los niños pueden decidirlo todo:
1. A qué juegan.
2. Con quién juegan
3. Cuánto tiempo juegan
4. Iniciar discusiones y acabarlas pacíficamente (y a veces no tan pacíficamente).
5. Enfrentarse con adultos por alguna travesura.
6. Asumir riesgos a su medida.
7. Tener conversaciones privadas y profundas sobre preocupaciones propias de su edad.
8. Explorar con los límites.
9. Ejercitar su cuerpo con esfuerzo pero sin sufrimiento.
La cantidad de competencias y habilidades que hay que poner en práctica mientras se juega en la calle es muy larga y seguramente nos dejamos cosas importantes, pero lo que es evidente es que permite hacer una cosa vital para la supervivencia de cualquiera: conocerse a uno mismo, conocer los propios límites y capacidades, y ponerlos en práctica.
¿Y qué pasará con nuestros niños de ahora, tan protegidos, tan en casa y asumiendo tan pocos riesgos? Quizás haga falta echar una ojeada a nuestros adolescentes, que con frecuencia llegan a la adolescencia inmaduros y con una falta de experiencias que habrían sido vitales para su desarrollo. Cometemos un error muy grande pensando que cuando sean grandes ya se espabilarán y serán más maduros y tendrán la capacidad de asumir riesgos sin estamparse, nos equivocamos si no entendemos que han de poder poner antes en práctica las competencias que les permitan afrontar la vida con más seguridad y madurez. Sino, llegan a la adolescencia y entonces los lanzamos al vacío y les pedimos una autonomía que no han desarrollado. O por el contrario, continuamos intentando sobreprotegerlos mientras ellos se revelan contra el exceso de control y se atreven con experiencias límite para las cuales no están preparados. Cuando nos encontramos un adolescente “difícil”, hay que revisar cuales fueron sus vivencias con 8, 9, 10 años…
Es una realidad complicada, pero solo los padres y madres podemos cambiarla. Hay que revisar nuestros miedos, ponerles nombre y trabajar con datos reales: ¿quizás hablamos con demasiada ligereza de secuestros, de peligro en las calles?. Decimos que los niños de ahora ya no son tan espabilados y responsables… ¡como si no fuera responsabilidad nuestra que lo sean!
Excusas podemos encontrar debajo de las piedras, pero lo que esta claro es que quienes debemos ponernos manos a la obra somos las familias porque los políticos no harán nada mientras no exista un cambio y una demanda social. Todos tenemos el derecho y la necesidad de poder circular con libertad y seguridad por nuestras calles y los niños deben poder ejercer su derecho a jugar en su barrio, y tienen derecho a hacerlo con seguridad y con autonomía. Eso no es solo necesario para el bien de nuestros hijos: ver a niños jugando en las calles es garantía de salud del barrio y de bienestar para todos los miembros de la comunidad.
Las propuestas de Francesco Tonucci recogidas en el libro La Ciudad de los Niños pueden ser un buen principio si tenéis ganas de hacer cosas a nivel de barrio.
Pero quizás todo empieza por sacudir nuestros miedos y si nos es posible, dejarlos ir solos caminando hasta la escuela, o desapuntándolos de la actividad que menos les gusta para dejar un día libre que permita quedar con unas cuantas madres y padres a la salida de la escuela y proponerles recoger a los niños en otra plaza un par de horas más tarde…
Alguien robó a los niños el derecho de ocupar sus calles para jugar y los padres y madres lo hemos aceptado. Ahora, toca volver a normalizar el juego en las calles.
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