María Regina ÖfeleInstituto de Investigación y Formación en Juego15/15/2018
Hace ya tiempo que se reciben informes de niños que describen extensamente habilidades y falencias que muestra la evaluación diagnóstica, con acompañamiento de cuadros y estadísticas.
Foto: Framepool & RightSmith Stock Footage
Se “aplican” casi literalmente tests con resultados numéricos que arrojarán un diagnóstico avalado, claramente por un grupo de profesionales renombrados de países extranjeros. En otros casos se aplican un sinnúmero de tests de inteligencia y de otras capacidades, arrojando un C.I. que parecería inamovible de la manera en que es presentado, como si el CI representara a ese pequeño sujeto llamado niño. Lo más alarmante es cuando ese numerito arrojado da por debajo de cierto nivel, porque con demasiada facilidad y ligereza se etiqueta al niño con un rótulo y en algunos casos incluso se los deriva a neurólogo o psiquiatra para evaluar una posible medicación.
Se envían formularios a docentes y a padres con preguntas a responder categorizadas cuantitativamente, dejando de lado el encuentro personal, la entrevista con los docentes de cada niño tan importante para conocer la realidad en profundidad. Cada escuela es diferente y cada docente tiene un vínculo particular con sus alumnos por lo que es importante escucharlos y comprender a ese niño en ese aula, recreo, en esa institución en particular con la/s docente/s de cada año que acompaña ese proceso de aprendizaje. En un cuestionario enviado por papel, se desoyen las voces, los afectos puestos en ese vínculo, las realidades que pueden ser complejas en un aula que tienen un entramado particular, un modo de funcionamiento propio muy variado y diferente en cada escuela.
Mucho más se desoye enviando un formulario a los padres, donde se dejan de mirar gestos, tonos, modos de participar de cada uno como si el vínculo filial se limitara a una sumatoria de conductas sin percibir lo que cada madre y padre siente frente a las diferentes manifestaciones y con ese niño en particular, más allá de los hermanos que puedan estar y los demás miembros familiares.
Cuando se leen estos informes cargados de datos y cuadros numéricos, con todos los resultados de los subitems de cada evaluación que se tomó al niño, la pregunta que surge en primer lugar es cómo toleró un niño pequeño atravesar estos encuentros con un tesista/terapeuta que evaluaba todo el tiempo haciendo preguntas, solicitando que ejecute acciones, etc. ¿Qué sintió? ¿Cómo se sintió? ¿Qué pudo expresar de lo que le pasa en estas y otras situaciones? ¿Cómo se toleró su tiempo interno? Paralelamente, cuando se llega al final de la lectura de estos informes, la segunda pregunta que surge es: ¿dónde está el niño/sujeto que tiene un nombre que lo identifica y un apellido que lo hace partícipe de un grupo y una trama familiar? ¿O acaso el niño es únicamente una sumatoria de funciones cerebrales a evaluar y que si no están acomodadas habrá que reajustar casi mecánicamente? (porque después vienen las indicaciones de tratamiento con actividades preestablecidas para que el niño se “ajuste” o se “regule”).
Foto: https://bit.ly/2GnIIvj
En esas instancias de evaluación pocas veces se juega con el niño, pero jugar “de verdad”, comprometiéndose y habilitando que el niño se comprometa, “se juegue” su propia realidad y pueda desplegar su historia, su realidad, su sufrimiento, sus preguntas, sus posibilidades. Jugar sin ser evaluado cuantitativamente sino jugar para establecer un diálogo, un vínculo, ser alojado en un momento en que algo estalló, hizo crisis o no encuentra otra forma de expresión más que la angustia, la dificultad. Jugar para contar lo que atraviesa a cada niño aunque lo está dramatizando con animales, fichas, muñecos, masa o en un silencio profundo.
En el juego y en el jugar con el otro aparece el niño, ese niño sujeto, entramado, -a veces enredado-, en una trama familiar, vecinal, escolar... un niño que en ocasiones no puede responder una consigna de un test (y cuyo resultado será por debajo de lo esperado tal vez) porque hay otras situaciones que ocupan su pensamiento, irrumpen e inhabilitan sus posibilidades de pensar.
- A Lucio (10 años) lo deriva la escuela porque no realiza las actividades en el aula, deja muchas actividades incompletas y por momentos se muestra indiferente al aprendizaje. En su primer entrevista, al comentar su estar en la escuela, comenta: “sí, muchas veces no hago nada porque tengo que pensar en otras cosas”. Sus padres están separados hace mucho tiempo y el vínculo entre los padres es muy conflictivo. El juego de Lucio durante mucho tiempo era construir casas y destruirlas.
Si a Lucio lo sometiéramos a una serie de evaluaciones extensas, es probable que en algún momento los resultados dieran por debajo del promedio, teniendo en cuenta que su necesidad de pensar en otra cosa, como él mismo lo expresa, irrumpan en cualquier situación, especialmente cuando la consigna no es atractiva para él. Sin embargo, en el jugar en cada sesión, Lucio puede mostrar todo su potencial y sus posibilidades de aprendizaje en las construcciones que realiza, en sus relatos, en el armado de historias, resultando para él un aprendizaje significativo que lo implica y lo hace partícipe de los cambios.
- Felipe (5 años) en el Jardín se dispersa tanto en actividades más pautadas como en el juego. Durante todo su pasaje por el Jardín ha mostrado actitudes más inmaduras teniendo en cuenta su edad cronológica lo que venía acompañado de un trato familiar hacia él considerándolo el bebé de la familia. Los padres refieren de él que todavía es muy chiquito. Cuando realizaron una consulta sugerida por el Jardín, asisten en primer término a un profesional que administra un test de inteligencia y copia de figuras geométricas, dando por cerrado el diagnóstico y el abordaje, teniendo en cuenta que los resultados son de un valor promedio. Sin embargo, Felipe continuaba con dificultades de atención y concentración, mostrándose muy dependiente en diferentes instancias en su transcurso escolar. En esta primer consulta no se tuvo en cuenta la situación familiar, las dificultades entre los padres, el lugar que este niño tenía en esa historia familiar. Sus juegos refieren constantemente a un bebé que no puede crecer, que no puede avanzar y que busca desesperadamente la mirada y atención de otro. Estos aspectos más profundos, irrumpían en su proceso de aprendizaje y de crecimiento y autonomía.
Desde la mera administración de un test o batería de test, Felipe y su situación familiar quedó escondida. Necesitaba un lugar diferente que en esos números que resultaron no permitían otra lectura que la de una evaluación numérica, fría, sin comprensión de algo más. Desde la observación del juego de Felipe comenzaron a emerger otros aspectos que necesitaban una escucha, una mirada.
Un niño es mucho más que un resultado numérico, que un cociente intelectual. Es un sujeto, con una historia y un enorme desarrollo por delante a construir junto con otros. Es un sujeto en crecimiento que en algunos momentos necesita una escucha diferente, un acompañamiento profesional en algunos casos que habilite en él otros recursos integrados en ese entramado familiar y social. No se trata tampoco de ajustar funciones ni regular conductas, sino de ver a ese niño en juego donde, -valga la redundancia-, pone en juego todo su ser.
María Regina Öfele/Lic. en Psicopedagogía/Dra. en Psicología Educacional-Especialista en Juego/Atención clínica de niños y adolescentes/Directora del Instituto de Investigación y Formación en Juego