Lo raro sería que fueran felices

El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela que los jóvenes entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores

12 abril 2024



Con frecuencia, por pereza o por falta de imaginación, establecemos vínculos absurdos. Por ejemplo, asociamos adversidad con infelicidad, cuando realmente puede ser incluso lo contrario, según qué casos. Hay personas que solo descubren su propósito en la adversidad. Porque la felicidad, de hecho, está más emparentada con la conciencia de los márgenes de nuestro mundo y la capacidad de maniobrar en ellos que con la ausencia de un marco o, sobre todo, la falta de un propósito.


Al hablar de su infancia miserable, el cineasta Werner Herzog se rebela contra la condescendencia retrospectiva hacia el «pobre boomer»: «Todos mis amigos que crecieron en Múnich recuerdan con entusiasmo los años de la posguerra. Tenían verdaderos patios de recreo para sus aventuras (…) Tenían que hacerse responsables de sí mismos a una edad muy temprana y estaban entusiasmados con ello. Sigo oyendo voces que se compadecen de estos niños, pero eso no se corresponde con la realidad de sus experiencias. Al igual que yo en las montañas, los niños de ciudad de los primeros años de la posguerra tuvieron la infancia más maravillosa que cabe imaginar».


Herzog creció feliz entre los cascotes de un país demolido y el asedio cotidiano del hambre. Parece ridículo, contraintuitivo, pensar que los niños de hoy puedan ser más infelices, mucho más, de hecho, que aquellos salvajes harapientos. El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela, un año más, lo que ya intuimos a pie de calle: los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores, revirtiendo la tendencia anterior a 2017. El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno.


Llevo unos días leyendo interpretaciones «materiales» del asunto: las redes sociales (es evidente), la falta de acceso a la vivienda, el desempleo y la caída de los sueldos. Pero igual que es absurdo vincular adversidad con infelicidad, es empobrecedor e ingenuo pensar que un contexto de depresión material explica por sí solo una tendencia tan tremenda como esta. Antes de que vinieran mal dadas ya se venía fraguando algo mucho más devastador, una inmensa atonía que tiene más que ver con la falta de sentido y propósito que con los indicadores de bienestar.


Decía Camus que hay que imaginar a Sísifo feliz. Suena aberrante, pero es clarividente. Sísifo, al menos, tiene un propósito. Trabaja dentro de un marco, conoce sus límites y qué se espera de él. En caso de rebelarse, sabría contra qué hacerlo. Viktor Frankl opinaba que «el hombre se autorrealiza en la misma medida en que se compromete con el cumplimiento del sentido de su vida». Es en ese sentido que cita a Nietzsche: «Quien tiene un por qué puede soportar casi cualquier cómo». Para los pequeños boomer de posguerra la miseria era un incentivo para responsabilizarse de su mundo, sacarse las castañas del fuego. Eran, como suele decirse, pobres pero felices porque sabían, intuían al menos, hacia dónde debían ir.

Ahora consideremos el caso de nuestros jóvenes. ¿Qué tienen aparte de dos o tres cosas tangibles y un aceptable bienestar material? ¿Cuáles son sus «porqués»? Su infelicidad, creo, radica en su falta de propósito, en la enorme ignorancia de su entorno. Durante años han asistido, tomando nota mental, al desmontaje de todos los sentidos, de cada uno de los referentes y asideros.


Les han dicho que el pasado es matizable e incluso condenable, que el presente es una construcción de su voluntad pero que el futuro de todos modos no existe. Les han dicho que su género es lábil, que su amor es líquido, que la meritocracia no existe, que la formación es un trámite, que todo es problematizable y todo es patológico, que todas las cosas se crean de cero en base a una afirmación espontánea, sin relación con los demás, sin contexto. Les han eximido de responsabilidad y de autonomía real, porque la autonomía solo existe donde hay límites contrastables, en base a esos límites. Les han infantilizado por encima de sus posibilidades, les han capado el proceso de maduración, la propia idea de maduración, brindándoles la apariencia de una infancia alargada hasta donde quieran. Les han dicho que podían ser lo que quisieran ser aunque luego, en la arena común, nadie quiera de ellos nada de lo que sueñen con ser. Les han mentido.


Han desencantado su mundo, lo han vaciado de sentido, han ido cuestionando primero, revisando después y finalmente demoliendo cada uno de los viejos mojones del itinerario. Los han condenado a una existencia sin amarres, novísima y en bucle, donde no hay propósito porque no hay linealidad. No existen los caminos entre los que escoger porque todos llevan al vacío. Tampoco existen los referentes ni las recetas del pasado. La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones.


Realmente los han lanzado a una libertad impotente, la peor de las libertades, la que se hace de proclamas sobre el alambre de un funambulista. Ahí arriba, penduleando entre dos abismos, le han dicho: ahora escoge tu camino, eres inmensamente libre.


No concibo otra manera de rebelarse ante tanta frivolidad durante tanto tiempo por parte de tanta gente que no sea la de los jóvenes de hoy: la anhedonia, la ansiedad y la depresión. Su respuesta a tanto estímulo falaz, agravada por el contexto de decadencia general, es la más lógica posible: sentarse a llorar en el sofá (a llorar y a postearlo) hasta que alguien les diga qué se supone que se pretende de ellos en una sociedad en la que cada quién se construye solo para sí.

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