Cuando ser padre no te convierte en escritor de literatura infantil.



Tengo una alerta en Google llamada “literatura infantil” y durante los dos últimos meses ha estado prácticamente monopolizada por el libro del escritor chileno Alejandro Zambra titulado de la misma manera y gracias a sus innumerables entrevistas. Que un padre escriba un libro sobre la paternidad parece que se celebra mucho. Así que lo solicité en la ebiblioteca y, después de dos meses de espera, conseguí leerlo. Coincidió, además, que la editorial Ekaré publicó su primer libro álbum infantil, así que la ocasión era estupenda.

El libro Literatura infantil (ed. Anagrama) no es un libro sobre literatura y apenas un poco sobre la infancia. Zambra lleva años escribiendo sobre sí mismo, y en esta ocasión, le cuesta dar un paso a un lado para centrarse en el niño. Esto me recuerda a una anécdota hace años cuando, después de la feria del libro de Lima, me tocó subir a un pequeño autobús rumbo al aeropuerto con otros escritores. Uno de ellos le contaba a su vecino que había estado un año de excedencia cuidando a su niño pequeño y que ahora iba a ver “si le sacaba provecho” escribiendo algo.

Zambra también parece hacerlo en este libro, en un momento en el que, si un padre le cambia el pañal a su hijo, hay que contarlo a los cuatro vientos. Zambra nos confiesa, además, que ha dejado de fumar y beber, que solo come carne algunos días a la semana, como si la dieta tuviera algo que ver con la paternidad. Pero hay más. Parece que ha leído libros de autoayuda con “consejos manidos”.

Se permite decir que «la expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva y a mí me parece también redundante, porque toda la literatura es, en el fondo, infantil». Tal vez esto tiene que ver con el comentario de una editora italiana que le recomendó escribir libros para niños. «Tus novelas son, para mi gusto, demasiado infantiles. Tus libros son libros ilustrados, pero sin ilustraciones». Naturalmente y, sobre todo gracias a la influencia de su esposa que parece haber leído cuentos infantiles desde pequeña, Zambra comienza a descubrir la “literatura infantil”. El favorito de su hijo es El topo que quería saber quién se había hecho eso en su cabeza, pero también accede a maravillas como los libros de Hervé Tullet, B.J. Novak, Babette Cole, Maurice Sendak, María Elena Walsh o Gianni Rodari, y se entera de que hay un mundo enorme que ha permanecido ajeno a él. Tal vez porque, a pesar de estar en el mundo del libro, nunca, hasta que fue padre, le interesó lo más mínimo. Jamás le leyeron cuentos en su casa: la televisión era la reina de su imaginario según confiesa y, tal vez por eso, le cuesta pensar que la literatura infantil es una literatura con grandes joyas que lleva esa etiqueta de la misma manera –y salvando las distancias- que lo hace la sección de ropa donde va a buscarla para su hijo.

Y he aquí que Zambra decide escribir para niños. Su primer libro álbum titulado Mi opinión sobre las ardillas ha sido publicado por la editorial Ekaré y tiene varios defectos. El primero es que se atreve a escribir en la primera persona de un niño. Ya sabemos que Zambra no escribe más que en primera persona, pero hacerlo sobre uno mismo y sobre un niño pequeño requiere una habilidad que a todas luces no posee (¿Qué niño piensa esto?: No me gusta que mi papá les tenga miedo. Yo sé que algún día se le pasará. Pero, mientras tanto, hay que apoyarlo). El segundo es que él vuelve a ponerse en el centro de una historia. El cuento relata cómo un niño cuenta la aversión que siente su padre por las ardillas y cómo él las ve maravillosas. La verdad, hay pocos ejemplos en literatura infantil en los que un niño se interese por los gustos de su padre. Por lo general, los niños viven en su mundo propio, tratando de entender las cosas en general, pero dando prioridad a sus propios sentimientos y no al de los adultos. Otro defecto es esa especie de no ficción hablando de ardillas y tipologías con una nota final sobre el parque de Chapultepec mexicano donde parece transcurrir la acción. Todo eso era innecesario: un niño que habla en primera persona no incluiría una lista con la biología de los animales. El último defecto, tal vez el más grave, es que la historia es bastante banal y superficial. Sin tensión, sin problemas (más allá del que tiene el padre), sin clímax, y con una resolución deficiente. Zambra le ha leído a su hijo muchas veces la historia del topo y debe pensar que una-cosa-detrás-de-otra es suficiente. Pero no lo es porque en el topo hay un contratiempo, deseo de venganza, hay búsqueda, hay intriga, hay humor, hay información pegada a la historia, hay emoción y final feliz. Nada de esto tiene su libro que la ilustradora Gabriela Lyon ha tenido que ampliar por su cuenta, en vano. Es lo que en la jerga llamamos “pintar al muerto”.

Para los que piensen que es novedosa la figura de un padre en literatura infantil, recomiendo Pinocho, de Collodi, Danny campeón del mundo, de Roald Dahl, Mi papá, de Anthony Browne, El enmascarado de lata, de Vivian Mansour, Papá, por favor, consígueme la luna, de Eric Carle, Días de hijo, de Philipp Waechte o Dije buenas noches, de Gunilla Hansson, entre muchos otros.

Hay muchos casos en la historia de la literatura infantil de padres o madres que han escrito para sus hijos, pero en este caso le recomendamos a Zambra que lea más, que lea mucho más, que se empape, que ponga a los niños en el centro, tal vez puede incluso sacar al niño que fue para crear una obra digna. Ahora, la editora italiana le dirá: “¡No, eso tampoco es!”. Bienvenido a este mundo. El ombligo interesante es el de los pequeños.

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