“Era muy delicado y apenas decía una palabra. Claro que esto podía ser una muestra de su buen sentido, pero sus padres lo creían un bobalicón y pensaban que acabaría por ser tonto de remate. Era el niño más menudo que jamás se ha visto. Al nacer no abultaba más que el dedo pulgar de un hombre, por cuya razón le pusieron de nombre Pulgarcito. El pobre niño era el azacán de la casa, el que se llevaba la culpa de todo lo que sucedía. Sin embargo, era el más listo, el más astuto de todos los hermanos, y aunque hablaba poco, escuchaba mucho”.
Mejor callados, tontos de remate, al servicio de los adultos, pequeños… muy pequeños como “para ganarse la vida”, leemos un poco antes de este fragmento. Ciertamente, una carga a la que cuesta alimentar y conviene más abandonar en el bosque. Ya desde el primer párrafo de su “Pulgarcito” de 1697, en unas cuantas líneas, Charles Perrault resume cruda y elocuentemente la tierra prometida para niños y niñas, el mundo en el que caían, ¿caen? Es útil recordarlo para entender el camino que han andado, dejando un rastro para no perderse, hasta hoy.
Su estatura es menor en comparación a la de sus padres, pero su deseo de saber y sobrevivir lo hacen mayor. Crece porque escucha. Todavía no se inventa la educación como la conocemos hoy ni se ha pedagogizado la infancia. No necesita nada de eso. Para aprender a escuchar no hace falta ir a la escuela.
“Pulgarcito no dormía y, al oír que sus padres estaban hablando de algo muy serio, se levantó sin hacer ruido, y se deslizó debajo del escabel de su padre para oír cuanto decían sin que lo viesen”. Igual que Hansel y Gretel o Dionizada, la hermana pequeña de Scherezade, que habla poco, pero sabe que la muerte ha de llegarles a todas si su hermana no sigue contando. Su escucha es doble, entrelaza el contexto tiránico y feminicida ,“real”, en el que cada noche está en riesgo de morir, con los cuentos de Scherezade que animan y prolongan su vida. Y con Dionizada, los niños y niñas reales, los de entonces, los de ahora.
Porque, sabemos, esta tensión entre el menor y el mayor que Lloyd DeMause retrató como no menos que terrorífica en su Historia de la infancia, tiene continuidad en el presente. Por fortuna también, y como veremos, mucho ha cambiado esta relación y en buena parte por la resistencia de los propios niños y niñas y de autores que los presentan como sujetos autónomos, completos desde que llegan de algún otro mundo, de un mundo propio. Más de nuestro maestro, El Menino:
Del tiempo antes de Pulgarcito, hay muchos ejemplos de este dominio primigenio, un domino centrado en la disparidad de fuerzas, en el cuerpo pequeño y cosificado, moneda de cambio de creencias como la que provocó la llamada “Cruzada de los niños”. Incentivada en 1212 por frailes que creían que recuperarían los sitios sagrados que los adultos no habían conseguido por enfocarse en el saqueo de tesoros orientales o iniciativa de un niño francés o alemán al que se le apareció Jesucristo, hay muchas teorías y ficciones al respecto, la cruzada tenía de bandera la fe en la inocencia infantil. Y llegó al puerto de Marsella en enero 1213 para enfrentar su mayor prueba: cruzar el Mediterráneo. La mayoría de los navíos naufragaron y solo un par llegó a Egipto donde los niños, niñas y los adultos que los acompañaron fueron vendidos como esclavos. El escritor brasileño Miguel Real afirma que esta cruzada no estuvo definida por “la conquista militar de Tierra Santa, sino la pureza ética de los niños, cuya integridad moral -suponían los frailes- no podría vencerse”.
Vestigios de estas ideas podrán leerse siglos despuéscen la bondadosa construcción de la infancia que hace Rousseau con su mix humanista y naturalista que es fácil emparentar con la dicotomía bárbaro/civilizado o el mito del Buen Salvaje. Las propuestas de Rousseau alimentarían un nuevo mito que podríamos llamar del “Buen Niño Salvaje”, en el que confluyen la pedagogía y cierta libertad de exploración con la mirada colonialista, condescendiente pero totalitaria, que asocia lo “salvaje” con la inmadurez y justifica la dominación: es decir, todo niño es un bondadoso salvaje al que está bien dar algunas libertades pero que hay que orientar (dominar) por su “propio bien”. Aunque el pensamiento de Rousseau sirvió para dar especificidad a la infancia y empujar una historia de reconocimiento y derechos, también nutrió esta imagen frágil del niño bueno o niña buena, sin complejidades, que necesita protección; concepto que se asentaría en el Romanticismo y la época Victoriana y que hoy se traduce en una cultura infantil sensiblera y bien vigilada.
Pero volvamos al pasado. Cuerpos silenciados y sacrificados. Otro antecedente de la instrumentalización de los niños y niñas la tenemos en los rituales mexica. Alejandro Díaz Barriga dice en su libro Niños para los dioses y el tiempo, el sacrificio de infantes en el mundo mesoamericano: “La inmolación infantil (…) dada su naturaleza y composición, fue sin duda uno de los rituales de mayor importancia dentro del sostenimiento del orden cósmico, de las fuerzas telúricas, y de la regeneración del tiempo”. La juventud de niños y niñas representaba la regeneración.
Quizá por eso algunas madres o padres en las mitologías mesoamericanas muelen a sus hijos que luego renacen convertidos en dioses. O quizá también por la desesperación de no tener para darles de comer. Como la madre de Jomshuk, el niño y dios del maíz para el pueblo nuntajiiyi en México, que llora y llora de hambre hasta que su mamá lo muele.
Perdonen la autorreferencia, pero lamentablemente hay pocos libros ilustrados y álbumes que retomen a personajes niños míticos mesoamericanos, y hasta ahora no encontré ninguno de Jomshuk.
Jomshuk, nuestro Pulgarcito, también tiene el oído muy despierto. Después de molerlo, su mamá lo hace una bolita y lo tira al río. Una pareja de brujos que anda camaroneando por ahí la ve brillar y se la lleva. De esa bolita o huevo renacerá Jomshuk, como dios niño que crece en pocos días y es adoptado por los brujos.
Pero un día, cuando regresa de un mandado oye que la bruja y el brujo, sus viejitos, sus abuelitos, como les dice, están afilándose los dientes. ¡Ya parecen jaguares!”, piensa Jomshuk y se esconde en un platanal para escuchar que planean comérselo.
Tiene tan buen oído Jomshuk que hasta las tripas flacas de los viejos oye retorcerse. Y luego… habla, pide ayuda a su Tío Murciélago. Y, cuando el brujo, que es un nagual, se transforme en culebra y suba al tapanco de Jomshuk para comérselo, el murciélago le cortará el cogote de un mordisco.
De la escucha al hacerse escuchar. Que también vienen preparados para ello. Así lo muestra El Menino:
Para gritar tampoco hace falta ir a la escuela. Cuando se dan cuenta que han sido abandonados en el bosque, los hermanos empiezan a “gritar y a llorar con todas sus fuerzas”. “¡Estamos aquí! ¡No queremos morirnos!”, pareciera que escuchamos. Pulgarcito responde: “No tengan miedo. Papá y mamá nos han dejado aquí pero síganme, yo los guiaré a casa siguiendo el rastro de guijitas blancas”.
Pero no durará mucho la dicha ni el alimento que habían conseguido los padres y volverán a abandonarlos sin que esta vez Pulgarcito pueda dejar un rastro útil.
Y es él quien habla con la buena mujer que abre la casa de su cabaña y les dice afligida que esa es la casa de un ogro que come niños pequeños. “¿Qué hacemos ahora, señora?”, dice Pulgarcito, “Si volvemos al bosque, de seguro que nos despedazarán los lobos esta noche (…). Muertos por muertos, preferimos que sea el señor el que nos coma. Además, siempre queda la esperanza de que se compadezca de nosotros y nos perdona la vida”.
O, debe pensar Pulgarcito, algo se me ocurrirá para librarnos de él. Ahora sólo necesitamos tiempo y techo.
“Entre la orfandad y el ogro, elige al ogro”, dice Graciela Montes en su ensayo “No hay como un buen ogro para comprender la infancia” en El corral de la infancia (FCE, 2001). Y continúa: “No es una elección trivial. Pulgarcito, el niño arrojado al mundo, el niño que busca protección, se desprende de la animalidad, elige humanidad…”.
Aunque sea monstruosa. “No hay como un buen ogro para comprender la infancia”, sigue Montes: “ama y devora al mismo tiempo”.
“Algunos dirán que no les hago justicia a los adultos, que no todos son ogros. Que hago mal en olvidar los matices y que están también las hadas madrinas, por ejemplo, y los magos ayudadores. Y tienen razón, es cierto, hay matices, distintas maneras de vincularse con la infancia, pero primero, necesariamente, está el ogro. Primero está el poder. El poder y el no poder. Primero está lo desparejo: el que no puede frente a frente con el que puede, el que lleva en brazos y el que es llevado, el chico mirándose en el grande. Y en ese terreno, en el terreno del poder, no hay como un buen ogro para comprender la infancia”.
“El ogro, tan inmenso, tan enojado, tan hegemónico, tan voraz, y tan amante en última instancia -porque los ogros aman a los niños (la prueba está en que no pueden vivir sin ellos)-, sirve muy bien para entender la infancia como minoridad, como entrega confiada y dependencia…”.
“Lo que hace que la infancia sea infancia, lo que la define, es la disparidad, el escalón, la bajada. Adulto-niño, grande-chico, maestro-alumno, el que sabe y el que no sabe, el que puede y el que no puede. Lo desparejo. Una relación marcada irremediablemente por la hegemonía. En primera y última instancia una relación de poder que acarrea la dominación cultural…”.
Sigamos la historia de esa escucha activa que nos recuerdan Pulgarcito, Jomshuk, Gretel, Dionizada, los amados —valorados— feroz y ambiguamente por el adulto, una escucha y un habla que demandó literatura, cada vez más aliada. Formas de materializar resistencias.
Pediré prestadas las botas de la siete leguas a Pulgarcito y la magia a Jomshuk para dar largos pasos… en el tiempo y ver pasar, por arriba nada más, los personajes de Jeanne Marie Le Prince, los Hermanos Grimm y Andersen, la rebelde Jo March o el fugitivo de Huckleberry Finn, que debe hacer un montaje de su propia muerte para librarse de su padre… o al Hijo del Elefante de Kipling, al que todos golpean por hacerse preguntas: “Mi papá me ha pegado, mi mamá me ha pegado; todas mis tías y todos mis tíos me han pegado por mi curiosidad insaciable”, dice, y se irá de casa para encontrar la respuesta a una gran incógnita y volver con trompa para su revancha.
Miramos volar libre en la Isla sin padres a Peter Pan y atemorizar al Capitán Garfio. Y ahí está la princesa para Margarita Debayle, una niña de la vida real inmortalizada en un poema, como Alice Liddel en una novela. Margarita ha escuchado muchos cuentos y pide, exige, uno nuevo en el que una niña, una princesa, desobedece, como Pinocho o Pedro, el conejo de Beatrix Potter, y se va sola a buscar una flor. El padre estará tan feliz de verla de vuelta que le organiza un desfile de elefantes.
Pasamos también por Pippi Calzaslargas, que es capaz de alzar un caballo, vive sola y se manda a ella misma. Saltamos hasta Max que una noche se pone su traje de lobo y le grita a su mamá por dejarlo sin cenar. Y a Mafalda que reclama la “ola de manía muychiquista” de los adultos.
Y un salto de 300 años hasta Irulana, una Pulgarcita que se enfrenta a otro ogro.
Fue precisamente la palabra de Graciela Montes la que hizo la grieta por la que muchos más escritores —y sobre todo escritoras— habrían de encarar a un ogro particularmente atroz, el de las dictaduras militares latinoamericanas.
Aunque disfrazado de cuento popular, Irulana y el ogronte (un cuento de mucho miedo), publicado originalmente en 1991, fue leído desde entonces como una clara alegoría del dictador —o dictadura cívico militar— que acecha al pueblo hasta desaparecerlo. Graciela Montes lo escribió con esa intención y en respuesta a un encuentro que tuvo con una niña real, cuyos padres fueron asesinados en la dictadura. Irulana.
¿La ven?
Ella es Irulana y es la única sobreviviente a la furia y al hambre del ogronte.
Después de darse un banquete de casas, personas, calles y hasta perros, se queda dormido. Entonces la niña se acerca silenciosamente al ogro, harta, seguramente muy triste, y grita su propio nombre: ¡Irulana!
Montes estira lo pequeño y las letras del nombre de Irulana cobran vida en el aire. Con las demás letras Irulana cava un pozo y entierra al ogro. Y pronto se restablece la paz y nuevos habitantes llegan al pueblo. Los antiguos habitantes, sin embargo, no salen de la panza del ogro como han propuesto otros antes. Graciela Montes complejiza esta experiencia y deja lugar a la pérdida.
Irulana es la palabra como defensa y resistencia. El propio nombre dicho en alto para afirmarse. Su voz aparece donde no se le espera y quizá por eso, por inesperada, es capaz de vencerlo. Este es un acto simbólico, pronunciar nuestro nombre en voz alta es hacerlo público y por tanto político. Recuperando la noción de los discursos materializantes que plantea Judith Butler, nombrar realmente es hacer existir, enunciarse es construirse.
El ogro es el emperador en un cuento de Ana María Machado que agrega a esta historia una cadena de mandos. Una pajarita que recién construyó su nido en un árbol descubre que un leñador lo quiere cortar. La pajarita le pide que no lo haga, pero el leñador responde: “Ah, pajarita si yo pudiera, pero no depende de mí, solo estoy cumpliendo órdenes”, “¿De quién?”, le pregunta ella, y el leñador le responde: “Del capataz. Y él me hace morir de miedo”. La pajarita va con el capataz y se repite la escena en una retahíla de subordinados que “sólo cumplen órdenes”, la retahíla del poder que no reconoce responsabilidades que señaló Hannah Arendt con la “banalidad el mal”, hasta que llega con el emperador. El emperador no tiene miedo de nadie y duda que la pajarita pueda hacer algo para impedir que tumben su árbol, pero ella está furiosa y le dice sencillamente que si corta su árbol le dirá a todo el mundo.
Veamos y escuchemos un fragmento de la lectura y semblanza que hace Daniel en su canal: Danielectura Literatura Infantil
Es decir que el emperador es vencido por la pajarita con la amenaza de denuncia pública. Decir en alto para poner un alto, decir los nombres de los abusadores para visibilizar sus crímenes.
En la descripción del video Daniel publicó que quiere tener muchos amigos a los que les guste leer y asegura que Ah, pajarita si yo pudiera es “un gran libro para nosotros los niños”. Sabe que puede ser un buen inicio para construir comunidad.
Un grupo de niños y niñas a los que leía hace un año también declaró de su máximo interés El pequeño Cuchi Cuchi de Mario Ramos. Un rey león ocupa ahora el lugar del emperador y del ogro. Es sanguinario e injusto.
“Un día, decretó una ley que prohibía a los pájaros volar. Los padres estaban obligados a cortar las alas de sus pequeños al nacer…”.
Pero la mamá de Cuchi Cuchi, una pajarita que podemos imaginar como una continuación de la pajarita de Machado que en esta historia ya ha tenido a sus polluelos, desafía al rey y no corta las alas de Cuchi Cuchi. “Se le olvida”.
Cuando Cuchi Cuchi aprende a volar y se entera que todos obedecen leyes absurdas sólo porque el león tiene una corona puesta, el pajarito vuela hasta la cabeza del rey y se la quita. La dejará caer en otros animales, pero todos imaginarán una y otra vez leyes que Cuchi Cuchi considera, lógicamente, “tonterías”. Al ver que es inútil conseguir un líder sensato, termina echando la corona en el mar… donde un pez…
Este final abierto le añade una capa de ambigüedad al libro: Los animales en la tierra se libraron de la corona, ¿pero qué pasará bajo el mar? Y con ello una clave real para el lector: la arbitrariedad sigue coronando muchas cabezas.
Estos dos libros que quiebran o derrocan monarquías dan espacio además a una reconociliación. La pajarita del primer cuento piensa en los polluelos que habrán de nacer, cuida ese nido futuro. La pajarita del segundo cuento no mutila a su polluelo, lo quiere entero. Ambas resisten por sus crías, son más cercanas a Pulgarcito porque también están al margen, con sus propias orfandades, se encargan solas de sus nidos. El ogro también puede ser la ausencia.
Otros libros ¿Qué es en realidad el fascismo?, un cómic informativo de Kalle Johansson y Lena Berggren, busca profundizar en origen, dirección y continuidad de esa palabra que tanto se usa para señalar conductas no siempre con análisis detrás ni la autocrítica capaz de identificarlas más cercanas de lo que creemos. El libro quiere abonar al debate con niños, niñas y jóvenes sobre los neofascismos, populismos y racismos.
En esto último se toca con Al furgón de Henri Meunier y Nathalie Choux, un álbum que llevaba tiempo queriendo revisar y que aborda las prácticas racistas e intimidatorias de la policía que exige que ciertas personas muestren sus documentos. El álbum lo lleva hasta el absurdo, lo que puede detonar una reflexión al estilo del mencionado El pequeño Cuchi Cuchi o como en De aquí no pasa nadie.
También Las elecciones de los animales de André Rodrigues, Larissa Ribeiro, Paula Desgualdo y Pedro Markun y Amy y la biblioteca secreta de Alan Gratz plantean formas de reaccionar a los abusos de autoridad, en tono de fábula, uno, y como novela realista sobre la censura de libros, otro.
Mismo fondo pero en libro informativo: ¿Qué es el poder? de Claire Saunders, Hazel Songhurst, Joelle Avelino y otros autores. Un amplio pero sintético recorrido por preguntas que van desde el adultocentrismo y la cotidianidad de un patio de recreo en donde algunos niños y niñas abusan de su poder hasta ejemplos recientes de jóvenes que han inspirado cambios importantes y la posibilidad de cualquier lector de articularlos.
Y, finalmente, con un final esperanzador, El soldadito, de Cristina Bellemo y Verónica Ruffato, un álbum poético, como declaración de paz, en el que un niño desarma su mundo.
¿Han oído hablar de Ayotzinapa?, pregunto a un grupo de niños y niñas de quinto grado de primaria en 2019. Responden a coro que no.
Y entiendo: cuando ocurrieron las desapariciones forzadas de 43 estudiantes de la Normal de Maestros de Ayotzinapa, en septiembre de 2014, la mayoría de los niños y niñas a quienes lanzo esta pregunta tenían cinco años de edad. Naturalmente nadie les explicaría entonces lo que había ocurrido en su país. ¿Quién hubiera querido sumirlos en semejante desasosiego? ¿Cómo acomodar un horror así de complejo: cuidarse de la policía que debería cuidarte?
Cinco años después, ¿debía yo contarles?, ¿cómo? ¿Es necesario hablar a niños, niñas y jóvenes de otros niños, niñas y jóvenes torturados, desaparecidos y asesinados? ¿Explicarles qué es el terrorismo de Estado? ¿Preguntarnos con ellos dónde están 43 estudiantes que recién habían empezado sus clases?
Llevo haciéndome esta pregunta, y buscando respuestas en libros y en creadores, editores y especialistas, seis años. La escritora Irene Vasco me dijo hace unos años en una entrevista: “Si nos remitimos a los cuentos de hadas europeos, encontramos situaciones increíblemente violentas como un ogro que devora niños y que, por culpa de Pulgarcito, una noche le corta la cabeza a sus propias hijas. ¿Alguien, en el pasado, se preguntó si los niños sufrían traumas por escuchar estas narraciones? En esta época es cuando han surgido las dudas, con frecuencia mojigatas y desinformadas, sobre lo que los niños pueden o no pueden saber. Ellos lo saben todo: oyen noticias y conversaciones. Ellos se preguntan y nos preguntan. Los adultos no contestamos porque no sabemos cómo hacerlo. Entonces llega la literatura en nuestra ayuda para ordenar y transmitir armónicamente esas terribles situaciones que mencionas. Así podemos entablar diálogos y acompañar en el descubrimiento de la naturaleza humana, con todos sus dolores… y sus grandezas”.
Aunque la respuesta tiende a ser siempre sí, antes de abordarlo con estos niños y niñas de quinto grado tuve la oportunidad de preguntarlo a Cristina Bautista, madre de Benjamín Ascencio Bautista, uno de los normalistas desaparecidos: “¿Cree que debamos conversar con niños y jóvenes de lo que ocurrió la noche del 26 de septiembre? ¿Debería haber libros que lo cuenten?”, le pregunté. Se quedó pensando unos segundos, luego me dijo con esa mirada tan triste y cansada pero también firme: “Pienso que sí”, dijo. “Para que no se olvide”.
Cuando llegué al salón de clases, unos días después, corroboré que ninguno de los niños y niñás sabía qué había pasado y empezamos. Luego de dos sesiones de lecturas diversas, como las que he mencionado, decidieron que querían escribirle cartas a los padres y madres para darles ánimo y hasta al presidente.
Este grupo pasó de no saber nada de las desapariciones forzadas a escribirle cartas al presidente exigiendo justicia. Se ha tratado, retomando a María Teresa Andruetto en su texto “Resistencia”, que a su vez dialoga con El espectador emancipado de Jacques Rancière, de emanciparlos como lectores.
“En el acto de leer ligamos en todo momento lo que vemos con lo que ya hemos visto o dicho o hecho o soñado. En ese poder de asociar y disociar, en recorridos que de tan particulares son únicos porque ir hacia lo desconocido es descubrir, es ‘profundizar allí dónde uno hace pie y lo pierde’, como dice Jorge Larrosa citando a Peter Handke, reside la emancipación de cada uno de nosotros como lector”.
¿En serio hay quien dude que basta habilitar espacios de escucha y participación, lectura y escritura, para que los niños y niñas cambien un poquito el mundo? Y si no los habilitamos nosotros se los habilitan ellos como nos han recordado recientemente Malala, Greta Thunberg y los estudiantes chilenos.
Todavía dedicamos al tema otras dos sesiones, en las que ya era habitual para ellos y ellas gritar “¡Resistencia-Resistencia! O “porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”. También leímos claro, La composición y De aquí no pasa nadie, en los que el dictador ya va vestido de militar y no son voces de pajaritos-niño o pajaritos-mamá lo que escuchamos sino de niños y niñas al lado de adultos que resisten. Y damos un paso más allá pues De aquí no pasa nadie rompe esa cadena de mandos y propone que un soldado también puede desobedecer.
Con todos estos libros quería reforzar una lectura esperanzadora con los lectores, que los alejara de la sensación de impotencia y la parálisis del miedo a desaparecer, un miedo que salió en las conversaciones, con protagonistas que no sólo “siguieran órdenes”, que emprenden acciones contra el poder y salen adelante.
Los niños y niñas, como Pedro, el personaje de La composición, también están en contra del autoritarismo. Contarles es contarlos.
No lo conocía entonces, pero si repitiera esta experiencia con otro grupo, iría un paso más lejos con ellos y ellas y les leería también Inés, escrito por Roger Mello e ilustrado por Mariana Masarani.
Vayamos de nuevo al pasado. En 1340, Inés de Castro viaja de Castilla a Coímbra, como doncella de Constanza Manuel de Villena, quien, vía matrimonio arreglado, empezará una vida al lado del príncipe Pedro de Portugal. Hay boda, pero no hay amor… El único amor que surge es entre Inés y Pedro. Cuando, años después, Constanza muere de parto, el padre de Pedro, el ogro-emperador-dictador o rey Alfonso IV de Portugal, y otros miembros de su corte, hacen todo para impedir que Pedro e Inés se casen, hasta que finalmente manda a matar a Inés. Para entonces la pareja prohibida ya tenía cuatro hijos. Como venganza, un año después, cuando Pedro sucede a su padre en la corona, ordena que desentierren el cuerpo de Inés, la proclama reina y obliga a toda la corte a besar la mano de la reina muerta. Esta es la escena que vemos en la portada.
¿Convertir este hecho histórico, con aires de leyenda, en un libro infantil? Sí. A Roger Mello le pareció viable encarar semejante desafío en mancuerna con la ilustradora Mariana Massarani.
Ya que la historia es compleja, Roger coloca una base segura que lo sitúa un paso más cerca del lector: una narradora en primera persona, niña; punto ganado en complicidad. Es un personaje secundario dentro del trágico romance pero fruto de este: la única hija de Inés y Pedro: Beatriz; punto en originalidad que renueva el interés en el hecho y redefine al destinatario.
¿Y cómo puede hablar esta niña? Primero, igual que cualquier otra niña o niño, incluidos los de hoy, por ejemplo desde el juego y el humor. Más que en sus acciones, ambos se manifiestan en el texto, principalmente a través del lenguaje y ritmo poéticos. Segundo, como una niña del medievo, una pequeña juglar que nos contará una historia.
Cuento en verso libre o prosa poética, la ecléctica voz en este álbum es rica en figuras retóricas de repetición: “Curva de brisa, alga roja, pelea de pajarito”, y más adelante: “Pelea de brisa, curva de pajarito. Algo roja se puso Inés, mi madre”; incluye gestos metaliterarios, cambia de la primera a la segunda persona para dirigirse al lector, utiliza alguna descripción más documental, casi en tono de crónica: “Aquí pueden ver el cuerpo de Inés seguido por un cortejo hacia Coimbra”; y no faltan las preguntas retóricas “¿Quién dijo que Pedro fue a cazar? ¿Yo?”.
Además, por si fuera poco, Roger integra un mosaico de voces más allá de Beatriz que: cuchichean: “Era con ella con quien estaba”, piensan en voz alta: “No sé por qué me casé con Constanza”, firman cartas: “Para siempre tuyo. Tuya para siempre”, reclaman: “¿Pero ustedes me amenazan frente a los hijos de su rey?” y entrevistan: “Su Majestad, ¿cuándo fue su matrimonio?”
Mariana Massarani da vida a esta riqueza de recursos literarios. Los personajes que dibuja son adorables y divertidos, miran y sonríen traviesamente, se antoja verlos en una serie animada. Sus siluetas dibujadas a lápiz, a veces coloreadas con tinta acrílica, resaltan sobre los fondos de color sólido que cambian de forma impredecible pero armónica de una página a otra. Ello añade dinamismo. Aunque también dibuja a los personajes sobre paisajes naturales (en el campo, a la orilla de un río) o en el interior de alguna habitación secreta. Las exploraciones lúdicas hacen una pausa en la escena del asesinato de Inés que no oculta la sangre ni el impacto de los hijos testigos.
Hijas e hijos testigos que cuentan sus historias, secundarios que dan su versión, esa es una de las grandes constantes en las voces narrativas en contextos totalitaristas.
La tejedora de esta multiplicidad de voces no deja de ser la pequeña Beatriz. Aquí está en el momento anterior al asesinato de su madre.
Y aquí el momento del asesinato:
La contundencia de esta escena saca a la luz una de las lecturas políticas que puede tener el libro: de denuncia feminista al terrorismo de Estado que ampara también los feminicidios. Inés era una subalterna, fuera de la hegemonía monarquica. Sacarla a la luz pública y coronarla es un acto de recuperación de su existencia. ¿Y no quisiéramos encontrar nosotros, como este otro Pedro, tantos cuerpos desaparecidos y que los poderosos, asesinos y cómplices les besaran las manos? Como acto de recuperación del ser que fue borrado por la violencia y como duelo simbólico. Otra vez, retomando a Butler en Vida precaria, ¿cuáles son las muertes que “merecen” ser lloradas?
Con el peso de una historia como la de Inés De Castro, Mello y Massarani insisto, no pierden de vista a su nueva protagonista, Beatriz, que encuentra espacios para ser y decir quién es, “escondida en medio de otras cosas”, pero presente, muy viva, de principio a fin.
Desde la península ibérica huyendo de otro tirano, viajaron los niños y niñas del barco “Mexique”. La migración y el terrorismo de Estado suelen cruzarse. Diversos libros narran hoy los desplazamientos forzados que tuvo que atravesar mucha gente, con frecuencia niños, niñas, adolescentes solos, a causa de los gobiernos fascistas del siglo pasado, espejo de los que hoy han vuelto revitalizados y bajo un traslúcido velo de democracia.
Una posibilidad para lograr que la resistencia eche raíz y florezca en estos tiempos es la lectura compartida de libros que nos hagan reconocer qué es continuidad y cómo accionar la ruptura.
En Mexique, el nombre del barco María José Ferrada y Ana Penyas recrean la salida de 456 niños españoles, hijos de republicanos, hacia costas mexicanas en mayo de 1937, esos niños que serían conocidos en nuestra historia como los “niños de Morelia”. Con sutileza y centrándose en el trayecto, las autoras nos muestran las preocupaciones y esperanzas infantiles con un acierto que conmueve profundamente.
En infancia/Dictadura. Testigos y Actores (1973-1990), Patricia Castillo Gallardo recupera muchísimos testimonios reales (escritos, dibujados, en forma de diario…) de niños y niñas y así los valora:
“niños y niñas, en su condición de testigos, iluminan cuestiones particulares de la experiencia con la violencia de Estado, asuntos a los cuales no es posible llegar desde los relatos del mundo adulto. Ello tiene para nosotros una explicación tan simple como bella: los niños y niñas viven en lo cotidiano, y, por tanto, bajo su mirada acontece la experiencia y no lo extraordinario (…). En otras palabras, el horror no tiene narradores, no hay experiencia del horror, sólo ruptura, fragmentación y desconcierto, y por ello la vida cotidiana y sus matices pueden ser narrados y transmitidos en su complejidad por quienes vivieron la violencia como una rutina, sin memoria de un tiempo otro en el que las cosas funcionaban de otra manera…”.
A veces es el testigo el que cuenta directamente. Y vamos de regreso, ahora de América a Europa, en avión.
Florencia Ordóñez, sobreviviente de la dictadura cívico-militar argentina, tuvo que dejar su casa para irse a otra ciudad a un océano de distancia, en España. Exiliaditas cuenta esa otra vida que de pronto comienza en otro sitio y fragmenta los afectos, recuerdos y sueños. Incluso a una edad temprana en la que apenas son brotes, pero han enrraizado y se experimentan profundamente.
Es Florencia y no, o es Florencia y más, porque no se trata de la transcripción de un recuerdo, hay una compleja reelaboración literaria, la creación de un personaje que es una niña particular y muchas exiliaditas y exiliditos más, resultado de la dictadura argentina y de tantas otras, que van acomodándose a las decisiones de los adultos e intentando hacerse escuchar entre mudanzas y silencios. Dos silencios: el que dejan sus propias dudas y el de las dudas de sus padres.
Pero el tono de Exiliaditas no es angustiante. Florencia no hace más hondo el vacío, al contrario, lo llena con la cotidianidad franca, irreverente y perspicaz de su personaje.
Nos comparte en primera persona sus días en escuelas nuevas, los encuentros con vecinos nuevos, las nuevas rutinas con sus padres, noticias que les llegan desde Argentina, su formación política y la elaboración de un credo propio que incluye una oración al Che Guevara. La autora confirma que el humorismo puede ser más poderoso y crítico que el lamento, y nos vuelve copartícipes instantáneamente de su protagonista. En su centro no está la trama del exilio sino la trama común de ser niño o niña: siempre en resistencia, entre lo dicho y lo callado, lo permitido y lo prohibido, los deseos de los mayores y su propio deseo; yendo y viniendo del país de los padres al país sin nombre que está construyendo para sí misma, en constante búsqueda de una ruta para cruzar la frontera hacia su propia libertad.
Quizá por eso es que esta niña pareciera entender mejor que los grandes la vida en el exilio, porque está acostumbrada a estar en tensión, en muchos lugares a la vez. Así lo reflejan tantos otros personajes desde La Sirenita hasta Mafalda pasando por Jo, sí, de Mujercitas.
Igual de notable que el texto es la propuesta gráfica de Jimena González Gomeza, fotografías intervenidas y collages de técnicas mixtas que, en un juego de cerrar y abrir significados, dan más hondura al relato y nos hacen sentir testigos también del archivo biográfico familiar. Y prácticamente nadie hace álbumes que sean fotolibro para niños y niñas en Iberoamérica otro aspecto que le agrega valor.
El libro cierra con el reestablecimiento de la democracia en Argentina y la exiliadita puede volver a Argentina.
Nos quedaremos con la intimidad con la que cuenta Florencia Ordóñez su día a día para hablar de otro tipo de resistencias.
Las que suceden tras una puerta y sin pancartas, que se manifiestan pacíficamente como Ferdinando sentado en la plaza de toros oliendo claveles sin ninguna intención de participar de la picadera, sin renunciar al propio deseo, como la Sirenita o como esta otra cerdita disfrazada de niña.
Recordemos o conozcamos su historia.
Ha llegado el tiempo de tomar su baño, no hay moros en la costa, con cuanta calma se desviste y se prepara.
Y aunque aquí estoy resumiendo muchísimo uno de los aciertos de este álbum practicamente silente es el tiempo que se toma en construir las escenas y la anhelada intimidad de esta cerdita.
Hasta que…
Esperará a que literalmente toda la familia, hasta el gato, haga lo que tenga que hacer en el baño, esperará molesta pero esperará, no renunciará a su deseo. Y cuando salga el último, el papá, le gritará las únicas palabras de todo el álbum: ¡La puerta!
Y al fin podrá continuar su ritual…
Otro gesto notable es que el autor cierra la cortina y nos recuerda que los mundos interiores y privados de los niños y niñas deberían permanecer así.
Nuevas lecturas tiene este libro en tiempos pandémicos.
Otro niño que defiende su deseo y da voz a una diversidad de identidades -no fijas- todavía muy censuradas.
En Sirena y punto, con texto de Sergio Andricaín y Diego Josué Gontorr e ilustrado por Manuel Monroy, dos amigos incondicionales se aceptan y ayudan sin importar cómo vistan o cómo sueñen vestirse. Ven la cara visible del mundo y la otra, la que no se ve, la que hace que todo pueda ser otras mil cosas distintas: “la hoja de un árbol puede guardar un mensaje secreto del viento; un caracol puede ser la caja donde duermen los ecos; las nubes, las almohadas con que retozan gigantes allá en el cielo…”.
Andrés quiere disfrazarse de sirena en su próximo cumpleaños. Sus padres se oponen “más te valdría convertirte en tiburón y bien rápido”, le dice el padre. Pero Andrés no está dispuesto a ceder y todos terminarán sumándose a su plan y celebrando con él.
Los mundos interiores diversos y las distintas formas de habitar nuestros cuerpos están bastante velados, y se les censura, pero parte de este compromiso político de la LIJ actual intenta celebrarlos, reinventar y abrir roles y parámetros.
Lo que empieza con un tono existencialista, toma un divertido giro surrealista en Una cabeza distinta de Luis Panini y Chiara Carrer: “Quizá mi verdadera cabeza está perdida. Probablemente una enfermera del hospital donde nací la pateó por error y se fue rodando como una pelota y se les olvidó en un rincón…”.
Un niño nos confiesa que algunas mañanas se mira al espejo con desasosiego, le cuesta reconocerse. Entonces, una noche, le dice a sus papás: “Creo que necesito una cabeza distinta”. “¿Ya se descompuso la que tienes?”, le preguntan.
No es broma, en el mundo de este libro, los personajes realmente pueden cambiarse la cabeza. Y así, el niño se encuentra con un comerciante de cabezas y decide probar otras. ¿Una de reno o de cocodrilo?, ¿de electrodoméstico o matemático?, ¿con cuál se quedará?
Otros y otras se dejan la cabeza en su sitio, pero se van a otra parte.
En Jardín de versos para niños, R. L. Stevenson escribió un poema llamado “El compañero de juegos invisible”, donde crea un personaje que aparece “siempre que hay un niño solo y está jugando feliz”. Nadie lo ha visto nunca, pero Stevenson es insistente, le dice al niño lector que está acompañándolo cada vez que juega en solitario. Lo que se lee en el revés de estos versos es una invitación a cultivar el jardín interior, un respeto por las ensoñaciones de los niños y niñas.
Como en en Sábados en el que Miguel y su papá trabajan juntos cantando por una moneda Mientras tocan, sin embargo, los sueños que ha tenido Miguel al dormir lo reclaman, lo hacen soñar despierto. “Un suave codazo lo trae de vuelta. No es fácil mantener el ritmo del pandero…”.
También al exigir: ¡Baja de esa nube!, escuchamos la voz del adulto, la exclamación del mundo real, una solicitud de reingreso. Aquí una niña se va en una nube particular, en la que habitan osos, rinocerontes, hormigas, peces voladores y zanahorias gigantes, hasta que sus padres, la maestra, sus compañeros de escuela, su hermana, le piden que vuelva a la tierra.
En los espacios interiores también hay complicidad y presencia amorosa de adultos -muchas veces son abuelos y abuelas- y así continúa configurandose esa reconciliación entre el mayor y el menor. En Malacatú un padre retrocede y cierra la puerta de la habitación en la que una madre y su hijo hacen magia y también cambian de cabezas aunque todo sea un juego. El juego por el puro placer, pero también es resistencia.
Y ya cerca del final, de la habitación o nube personal a la calle.
Una mención de honor y breve a La calle es libre que cumplirá el próximo año tres décadas de circular entre lectores que se miran reflejados en sus páginas y toman cartas en el asunto.
Vamos de los deseos personales a los deseos colectivos. Pulgarcito no actúa por él nada más, actúa por sus hermanos. Aunque no piensa en las hijas del ogro, a quienes condena a muerte. Los adolescentes de La calle es libre quieren incluir las voces de todos en su demanda de un parque y todos y más abrán de sumarse.
Ya afuera, somos testigos de otra constante en la LIJ de la que podríamos trazar otra geneología: el regreso o reivindicación de lo salvaje.
Estos chicos y chicas temerarios y desenfrenados quieren experimentar por cuenta propia todas las texturas a su alrededor y dan rienda suelta a su deseo inconsciente de partirse la cara.
Igual que el niño con ideas geniales al que casi siempre dicen :¡No!.
“No quedará nada y, no obstante, yocontinuaré en pie –un niño que por primera vez se yergue sobre sus piernas– y gritaré a voz en cuello: ¡No!”, dice también Elías Canetti en La provincia del hombre de 1973.
Pero Los temerarios, son la revancha de Los pequeños macabros de Edward Gorey: sobreviven a todas sus hazañas.
En su libro 1697, Charles Perrault dice en un texto introductorio, abro cita: “Todos (estos cuentos) demuestran lo ventajoso que resulta ser honrado, paciente, avisado, laborioso y obediente y las desgracias que sobrevienen a los que no lo son”, pero Pulgarcito es desobediente, desobece el mandato de morir, de esperar acostado a la muerte. Estos niños y niñas también.
A los temerarios y temerarias nadie les vigila, pero cuando oscurece, una madre llama y vuelve a casa sanos y salvos. Roger Ycaza rompe aquí el arquetipo del salvaje sin padres, de la casa peligrosa, propone un equilibrio: hay hogares seguros y padres y madres que están al pendiente pero no asfixian; y en el doblez: niños y niñas que no están todo el día exigiendo entretenimiento a los mayores.
También abraza su lado salvaje este niño jaguar en Ruge como jaguar de Ricardo Yáñez y Manuel Monroy. Dice: “Desde esta máscara miro que puedo ser un jaguar, jaguar respiro”.
El juego lo llevará a la selva y al manglar, en los que nada y caza.
Pulgarcito elige al ogro, prefiere entrar a esa casa peligrosa que quedarse a pasar la noche afuera y ser devorado por los lobos, decía Graciela Montes “prefiere la humanidad a la animalidad”. El niño y la niña en el álbum de hoy, como hemos visto, le cierran la puerta al ogro y se van a su bosque íntimo o a un bosque real a aullar.
Luego regresan más contentos de lo que había partido y, nos dice Monroy, dibuja para sí un jaguar y un cocodrilo con una pelota en el medio: ellos también están jugando: el juego no termina sólo se transforma.
El nuevo llamado de lo salvaje y de la naturaleza que atraviesa la industria editorial actual está lleno de personajes niños y niñas que valoran o añoran vivir sin artificios en una flora y fauna diversa y en una hermandad con otros animales, en el mejor de los casos con una mirada más naturalista que antropocéntrica.
En ese regreso también recuperan libertad y fiereza y arrojo interno.
Así le pasa también al niño de Corazón de León, al que apodan en la escuela “el ordenadito” y tendrá un encuentro con un león, ya sin corona, que lo hará liberar sus búsquedas.
Muchos de estos libros vuelven tigre al niño o niña, simbólica o literalmente. Emparentar al animal con el niño o niña, peyorativa o positivamente, ha sido una constante en la historia de la cultura. Estas publicaciones animan esa conversación, como dijera Gabriel Zaid, pero van configurando un cambio de paradigma: ambos animales, distintas especies.
¿Será que el grito de lo salvaje, con sus acentos de libertad y juego no domesticados, gana/recupera terreno en una sociedad sobreprotectora?
Lo salvaje, entonces, no como dicotomía colonialista, conservadora, más ligado a aquello libre, silvestre y natural, común en todas las especies; con protagonistas que desobedecen, subvierten los roles, ganan autonomía y salen al mundo.
Lo salvaje representa ese Otro, distinto, que a veces intimida. ¿Y será que, además, al reconciliarnos con lo salvaje borramos una frontera?, ¿somos más tolerantes con lo Otro?, ¿con los niños, niñas, niñes y jóvenes?
Vamos a cerrar con nuestros guías en todas estas cuestiones: Isol y El Menino. Leamos:
Cuesta ponerse en el lugar de Pulgarcito los niños, niñas y jóvenes que, en mayor o menor medida, son víctimas de la violencia, que están inmersos en el desasosiego; recuperar sus voces, recordarles su propia fuerza para afrontar la aflicción, darles visibilidad, a ellos, que ante el terror y el desconsuelo, a veces, desean volverse invisibles; cuesta, porque tampoco nosotros hemos aprendido a hablarlo, también nosotros hemos deseado volvernos invisibles. Por eso al contarles, los contamos y nos contamos.
La literatura infantil y juvenil ha enriquecido y hecho más densa la experiencia lectora adulta. Irulana y el Menino no excluyen al adulto que fue niño o niña, nombran con él, le tienden la mano para asomarse a la grieta, ofrecen una salida esperanzadora.
Al aparecer en la página, al escuchar, hablar y mirar, aparecemos nosotros también. Aparece el mundo.
¿Quién hace aparece a quién? El menino reconoce amorosa y empáticamente que esos adultos que tiene en frente fueron un menino también. Cuando el menino aparece en este juego de esconderse, aparecemos nosotros también, no solo reaparece él, al reaparecer él, reaparecemos nosotres.
Dice Patricia Castillo en su libro Infancia/Dictadura: “Las prácticas de resistencia de la niñez fueron un modo de acercarme a lo que desconcierta, a lo que escapa, a la ternura de la desobediencia y a los inesperados gestos de amor. En este camino, los niños y niñas se fueron transformando, ante mi mirada, en actores políticos, interlocutores plenos. Hoy pienso más en sus tácticas que en sus fragilidades, en sus formas de resistir y subjetivarse más que en los delitos que contra ellos se cometen”.
En mi opinión un error recurrente en nuestro entendimiento de la infancia es considerar a los niños y niñas “en formación”, y por ello no considerarlos sujetos políticos, como si ser sujeto político fuera un lugar al que se llega, fijo, estático. Todos, por existir, somos sujetos políticos y todos estamos en constante cambio y (trans)formación. El reconocimiento de una casa común que hace el menino al final del libro es un reconocimiento de la existencia del sujeto político desde el comienzo de la infancia.
Por eso podemos decir que callarles es callarnos.
Entrada No. 221.
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