La manía de decirte por qué (y por qué no) tienes que tener hijos.


Durante años se fue acumulando tensión hasta que se hizo insostenible. La guerra se desencadenó con la ley antitabaco. La guerra entre quienes tienen hijos y quienes no los tienen. Con la expulsión del humo de los bares y restaurantes, los críos comenzaron a formar parte de la parroquia de los garitos. Sin tanto farias de media tarde y malboros de postureo, los niños fueron poco a poco invadiendo los bares en compañía de sus familias. Y con los niños llegó el ruido, las quejas, el correteo entre las mesas, las liadas en el baño y vasos que se caían al suelo. Los pobladores habituales de los bares que no tenían descendencia se sintieron atacados en el oasis de sus tascas. Los niños a la calle, insinuaban con mirada desafiante a los padres que charlaban despreocupados mientras sus hijos planeaban un ataque terrorista sobre los sandwiches de chaka.  
Los sin hijos quieren a los niños en silencio, callados y sentados. Muchos padres y madres también. De hecho, por eso se inventó youtube en el móvil. Para que los críos dejen de dar la tabarra y aprendan que cualquier cosa se puede esconder dentro de un huevo kinder (sigo sin entender la fascinación por los vídeos de los huevos kinder, pero será la edad, supongo). A los niños hay que ponerles límites, sí, pero entre eso y pretender que asuman un comportamiento lobotomizado hay un trecho. 

Los niños que deberían ser un síntoma de vida y jovialidad son para muchos un puro estorbo. El éxito de los hoteles sin niños o los vuelos sin niños son una prueba de ello. Ya queda menos para las calles sin niños, como las calles sin coches, una peatonalización para adultos. ¿Esta calle es adulta o corro el riesgo de que un crío me tire un helado en los zapatos? Y es verdad que los niños pueden ser un engorro y fastidiarte el día, pero si vas a ver la última de Star Wars a un cine el sábado a las cinco de la tarde te lo estás buscando con ganas.
En general, España es un país que aspira a tener el silencio de los países nórdicos pero sin pagar los impuestos para sostener un Estado de Bienestar nórdico. España es un país de adultos gritones que quiere que sus hijos se comporten como si fueran hasta arriba de tranquilizantes.

La mayor parte de mi vida he sido un sin hijos. Llevo ya siete años siendo padre. Como todo traidor a la causa -como Jiménez Losantos que pasó de ser maoísta a ultraderechista-, me he radicalizado con el paso del tiempo y soy uno de los líderes más destacados de la organización armada clandestina Personas Con Hijos.
Ahora comprendo, mejor que antes, que los niños viven sometidos a una domesticación constante y gradual que les obliga a ser obedientes todo el tiempo y no moverse demasiado, estar sentados y callados. A esto también se le llama sistema educativo obligatorio. Ahora me parece lo más lógico del mundo que, cuando salen de los colegios, los niños no quieran estar quietos. Pasan seis horas quietos al día, aprendiendo conocimientos imprescindibles pero también aprendiendo a ser sumisos y a entender que el mundo está hecho de gente que da órdenes y gente que las recibe. Si tienes hijas el escenario es todavía peor: a todo ello se le suman las consecuencias de la colonización machista de las mentes de los niños y niñas desde edad muy temprana. Y en esto no me refiero a la escuela sino a la sociedad en general. 

Por supuesto, además de (intentar) enseñar a mis hijas el sentido de la frustración, el respeto a los demás y todo ese etcétera para ser buenas personas, como padre hago todas las cosas que dije que nunca haría: quitar los mocos con la mano porque se me han acabado los pañuelos de papel, recoger un chupachús que se les ha caído del suelo y, venga, tampoco es para tanto, ponerles pelis en las que la gente a veces dice tacos, comprarles más chuches de los recomendables, jugar a hacer que nos tiramos pedos. Soy un mal padre y soy un buen padre. Depende del bando en el que me toque ser ajusticiado. (Apunte: en el bando de las padres hay una guerra civil legendaria entre quienes creen ser mejores padres que los demás, es tan cruenta como la anterior).
Y, sin embargo, me enfurruño con esa superioridad moral con la que nos tratamos mutuamente los que somos padres y los que no. No tienen hijos, pobrecillos, no saben lo que se pierden. Tienen hijos, pobrecillos, no saben lo que se pierden. 
Todos tienen razón que es lo mismo que decir que ninguno tiene razón. 
Esta neurosis llega a sus estadios más surrealistas cuando alguien te dice por qué (y por qué no) tienes que tener hijos. España es un país muy meticón: “yo no quiero a juzgar a nadie pero” es una versión más del “yo no soy racista pero”.

¿Por qué la gente tiene hijos? No descubro el mundo si argumento que hay un legado genético ancestral de miles de años -un instinto de supervivencia que llega desde los albores de la Humanidad- que es irracional e inaprensible, y que está ahí. No descubro el mundo tampoco si añado que existen unos convencionalismos sociales que empujan a la gente a sumarse al estilo de vida de la mayoría, a sentirse pertenecientes a un grupo, arropados por la sociedad.
Es eso que llamamos socialización y que se convierte en una doctrina coercitiva -los procesos de socialización restringen por defecto nuestra libertad de elección- cuando muchas mujeres son sometidas a ese interrogatorio bochornoso que siempre empieza con la expresión “¿y tú, para cuándo?”. Hace muy poco un amigo mío, emparejado y sin hijos, se hizo la vasectomía. En el centro médico donde le tomaron los datos le hicieron saber que no entendían por qué había tomado esa decisión. Llevar la contraría a las consensos básicos de una sociedad siempre ha sido un desafío y una lucha que puede tardar décadas.
Pero el rechazo a esos convencionalismos, lícito y necesario, ha provocado que tradicionalmente  la izquierda no haya querido relacionarse con el significado político de la familia. A la familia se la ha visto como algo conservador y su defensa se ha dejado en manos de la derecha más rancia. Incomprensible cuando en la familia se generan los mecanismos más solidarios que pueden encontrarse en esta sociedad mercantilizada. ¿Por qué la izquierda ha renunciado a un discurso sobre la familia y se lo ha regalado al Opus? ¿Si el hipercapitalismo nos hace individualistas, competitivos y vacíos porque no convertir a la familia en una barricada contra todo eso?

En fin, todo está ya tan maniatado por la economía de mercado que tener hijos o no tenerlos se ha convertido en una recomendación macroeconómica. Todo esto que he escrito hasta ahora venía a cuento de que esta semana leí una entrevista a un responsable de una empresa aseguradora que decía que para mantener el sistema de pensiones teníamos que tener más hijos, como si la gente decidiera tener hijos después de leer en Expansión que el PP se ha pulido el Fondo de Reserva de las pensiones.
Se supone que iba a escribir un artículo para desentrañar las trampas de ese discurso demográfico destinado a convencernos de que el colapso del sistema de pensiones es inevitable y que asumamos como natural que nuestras aportaciones a planes privados -y no una gestión diferente de los fondos públicos- salvarán nuestras vidas, y de paso permitirán pagar la vida de lujo de quienes se lucran apostando contra lo público. Pero al final me ha salido esto.

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