"Los niños a la calle!,
insinuan con mirada desafiante a los padres que
charlaban despreocupados
mientras sus hijos planeaban un ataque
terrorista sobre los sandwiches de chaka".
Iker Armentia,
Blogs A margen.
Los niños que deberían ser un síntoma de vida y jovialidad son para
muchos un puro estorbo. El éxito de los hoteles sin niños o los vuelos
sin niños son una prueba de ello.
Ya queda menos para las calles sin
niños. España es un país que aspira a tener el silencio de los
países nórdicos pero sin pagar los impuestos para sostener un Estado de
Bienestar nórdico.
España es un país de adultos gritones que quiere que
sus hijos se comporten como si fueran hasta arriba de tranquilizantes
Durante años se fue
acumulando tensión hasta que se hizo insostenible. La guerra se
desencadenó con la ley antitabaco. La guerra entre quienes tienen hijos y
quienes no los tienen. Con la expulsión del humo de los bares y
restaurantes, los críos comenzaron a formar parte de la parroquia de los
garitos. Sin tanto farias de media tarde y malboros de postureo, los
niños fueron poco a poco invadiendo los bares en compañía de sus
familias. Y con los niños llegó el ruido, las quejas, el correteo entre
las mesas, las liadas en el baño y vasos que se caían al suelo. Los
pobladores habituales de los bares que no tenían descendencia se
sintieron atacados en el oasis de sus tascas. Los niños a la calle,
insinuaban con mirada desafiante a los padres que charlaban
despreocupados mientras sus hijos planeaban un ataque terrorista sobre
los sandwiches de chaka.
Los sin hijos quieren a
los niños en silencio, callados y sentados. Muchos padres y madres
también. De hecho, por eso se inventó youtube en el móvil. Para que los
críos dejen de dar la tabarra y aprendan que cualquier cosa se puede
esconder dentro de un huevo kinder (sigo sin entender la fascinación por
los vídeos de los huevos kinder, pero será la edad, supongo). A los
niños hay que ponerles límites, sí, pero entre eso y pretender que
asuman un comportamiento lobotomizado hay un trecho.
Los niños que deberían ser un síntoma de vida y
jovialidad son para muchos un puro estorbo. El éxito de los hoteles sin
niños o los vuelos sin niños son una prueba de ello. Ya queda menos para
las calles sin niños, como las calles sin coches, una peatonalización
para adultos. ¿Esta calle es adulta o corro el riesgo de que un crío me
tire un helado en los zapatos? Y es verdad que los niños pueden ser un
engorro y fastidiarte el día, pero si vas a ver la última de Star Wars a
un cine el sábado a las cinco de la tarde te lo estás buscando con
ganas.
En general, España es un país que aspira a
tener el silencio de los países nórdicos pero sin pagar los impuestos
para sostener un Estado de Bienestar nórdico. España es un país de
adultos gritones que quiere que sus hijos se comporten como si fueran
hasta arriba de tranquilizantes.
La mayor parte de mi
vida he sido un sin hijos. Llevo ya siete años siendo padre. Como todo
traidor a la causa -como Jiménez Losantos que pasó de ser maoísta a
ultraderechista-, me he radicalizado con el paso del tiempo y soy uno de
los líderes más destacados de la organización armada clandestina
Personas Con Hijos.
Ahora comprendo, mejor que antes,
que los niños viven sometidos a una domesticación constante y gradual
que les obliga a ser obedientes todo el tiempo y no moverse demasiado,
estar sentados y callados. A esto también se le llama sistema educativo
obligatorio. Ahora me parece lo más lógico del mundo que, cuando salen
de los colegios, los niños no quieran estar quietos. Pasan seis horas
quietos al día, aprendiendo conocimientos imprescindibles pero también
aprendiendo a ser sumisos y a entender que el mundo está hecho de gente
que da órdenes y gente que las recibe. Si tienes hijas el escenario es
todavía peor: a todo ello se le suman las consecuencias de la
colonización machista de las mentes de los niños y niñas desde edad muy
temprana. Y en esto no me refiero a la escuela sino a la sociedad en
general.
Por supuesto, además de (intentar) enseñar a
mis hijas el sentido de la frustración, el respeto a los demás y todo
ese etcétera para ser buenas personas, como padre hago todas las cosas
que dije que nunca haría: quitar los mocos con la mano porque se me han
acabado los pañuelos de papel, recoger un chupachús que se les ha caído
del suelo y, venga, tampoco es para tanto, ponerles pelis en las que la
gente a veces dice tacos, comprarles más chuches de los recomendables,
jugar a hacer que nos tiramos pedos. Soy un mal padre y soy un buen
padre. Depende del bando en el que me toque ser ajusticiado. (Apunte: en
el bando de las padres hay una guerra civil legendaria entre quienes
creen ser mejores padres que los demás, es tan cruenta como la
anterior).
Y, sin embargo, me enfurruño con esa
superioridad moral con la que nos tratamos mutuamente los que somos
padres y los que no. No tienen hijos, pobrecillos, no saben lo que se
pierden. Tienen hijos, pobrecillos, no saben lo que se pierden.
Todos
tienen razón que es lo mismo que decir que ninguno tiene razón.
Esta
neurosis llega a sus estadios más surrealistas cuando alguien te dice
por qué (y por qué no) tienes que tener hijos. España es un país muy
meticón: “yo no quiero a juzgar a nadie pero” es una versión más del “yo
no soy racista pero”.
¿Por qué la gente tiene hijos?
No descubro el mundo si argumento que hay un legado genético ancestral
de miles de años -un instinto de supervivencia que llega desde los
albores de la Humanidad- que es irracional e inaprensible, y que está
ahí. No descubro el mundo tampoco si añado que existen unos
convencionalismos sociales que empujan a la gente a sumarse al estilo de
vida de la mayoría, a sentirse pertenecientes a un grupo, arropados por
la sociedad.
Es eso que llamamos socialización y que
se convierte en una doctrina coercitiva -los procesos de socialización
restringen por defecto nuestra libertad de elección- cuando muchas
mujeres son sometidas a ese interrogatorio bochornoso que siempre
empieza con la expresión “¿y tú, para cuándo?”. Hace muy poco un amigo
mío, emparejado y sin hijos, se hizo la vasectomía. En el centro médico
donde le tomaron los datos le hicieron saber que no entendían por qué
había tomado esa decisión. Llevar la contraría a las consensos básicos
de una sociedad siempre ha sido un desafío y una lucha que puede tardar
décadas.
Pero el rechazo a esos convencionalismos,
lícito y necesario, ha provocado que tradicionalmente la izquierda no
haya querido relacionarse con el significado político de la familia. A
la familia se la ha visto como algo conservador y su defensa se ha
dejado en manos de la derecha más rancia. Incomprensible cuando en la
familia se generan los mecanismos más solidarios que pueden encontrarse
en esta sociedad mercantilizada. ¿Por qué la izquierda ha renunciado a
un discurso sobre la familia y se lo ha regalado al Opus? ¿Si el
hipercapitalismo nos hace individualistas, competitivos y vacíos porque
no convertir a la familia en una barricada contra todo eso?
En fin, todo está ya tan maniatado por la economía de mercado que tener
hijos o no tenerlos se ha convertido en una recomendación
macroeconómica. Todo esto que he escrito hasta ahora venía a cuento de
que esta semana leí una entrevista a un responsable de una empresa
aseguradora que decía que para mantener el sistema de pensiones teníamos
que tener más hijos, como si la gente decidiera tener hijos después de
leer en Expansión que el PP se ha pulido el Fondo de Reserva de las
pensiones.
Se supone que iba a escribir un artículo
para desentrañar las trampas de ese discurso demográfico destinado a
convencernos de que el colapso del sistema de pensiones es inevitable y
que asumamos como natural que nuestras aportaciones a planes privados -y
no una gestión diferente de los fondos públicos- salvarán nuestras
vidas, y de paso permitirán pagar la vida de lujo de quienes se lucran
apostando contra lo público. Pero al final me ha salido esto.
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