Las historias de Karim y Mahmoud,
menores palestinos detenidos por Israel
Este texto está extraído del libro ' Un reino de olivos y ceniza,publicado por Literatura Random House el pasado 8 de junio. El libro es una recopilación de artículos de algunas de las voces másdestacadas del panorama internacional, editadas por Ayelet Waldman y Michael Chabon, en colaboración con la ONG israelí Breaking The Silence.
Hace un fresco agradable a la sombra
del añoso ciprés del desaliñado jardín que hay a la entrada del centro
social de la organización Jóvenes contra los Asentamientos, situado en
una colina en Tel Rumeida, en la ciudad de Hebrón. Un chico de dieciséis
años, al que llamaré Karim, me sirve un vaso de café árabe en una
bandeja abollada de hojalata.
He venido a
entrevistarlo y a preguntarle acerca de su detención y su
encarcelamiento en el centro penitenciario de Ofer hace seis meses, pero
durante unos momentos nos entretenemos tomándonos el café, bromeando
acerca de la cantidad de azúcar que me echo (un montón) y disfrutando de
la vista.
Cuando hablo con Karim
se halla conmigo Issa Amro, responsable de una organización comunitaria
que ha hecho de este centro social su hogar. Issa celebra encuentros de
jóvenes y da clases aquí, en el centro, al menos cuando se lo permiten.
El compromiso inquebrantable de Issa con la resistencia no violenta
vuelve locos a los responsables del ejército israelí, que durante años
han montado una campaña contra él y su centro social.
En una conversación con las autoridades estadounidenses que fue
revelada por WikiLeaks, Amos Gilad, el director de la Oficina de Asuntos
Político-Militares del Ministerio de Defensa de Israel, decía: «No se
nos da muy bien hacer de Gandhi».
Disparar contra una
persona que lleva un cinturón cargado de explosivos, contra una persona
armada con una pistola, incluso contra un niño que empuña un cuchillo,
se justifica fácilmente como acto de autodefensa. Pero con un hombre
cuya arma son sus palabras, que puede convencer a un joven de que
deponga su pistola o su arma blanca y opte por resistir con los
instrumentos aprendidos del ejemplo del reverendo Martin Luther King
Jr., y, sí, por supuesto, de Gandhi, ¿qué haces con él? Issa ha sido
detenido y encarcelado tantas veces que cuando le pregunté cuántas
habían sido, no pudo más que encogerse de hombros y sonreír.
Periódicamente el ejército declara su casa «zona militar» e impide
entrar en ella a todo el mundo salvo al propio Issa. Pero en cuanto se
lo permiten, los jóvenes de Hebrón acuden a escuchar sus enseñanzas
acerca de la inutilidad de arrojar piedras y de perpetrar ataques con
arma blanca, y sobre la fuerza de la senda alternativa que él ofrece.
El centro social, la casa de Issa, está situado justo encima de un
puesto de control del ejército y justo debajo de la casa de Baruch
Marzel, un colono nacido en Estados Unidos de ideas tan extremistas que
incluso entre los derechistas de Hebrón puede ser considerado, y con
razón, un fanático.
Marzel ha pedido directamente el
asesinato no solo de los terroristas palestinos, sino también de los
judíos israelíes de izquierdas. Ha clamado contra los homosexuales y
contra los judíos que contraen matrimonio con no judíos. Su lista de
detenciones puede competir con la de Issa, aunque, a diferencia de Issa,
él ha sido detenido por las agresiones que ha cometido: ataques contra
palestinos, contra judíos de izquierdas, contra periodistas y contra
agentes de la policía israelí.
En 2013 Marzel
irrumpió en casa de Issa y lo atacó violentamente. Hasta pasados dos
años Marzel no fue acusado finalmente de este delito. Sin embargo, a
diferencia de Issa, Marzel no tuvo que enfrentarse a un juicio militar.
En las zonas de ocupación, los ciudadanos israelíes y los palestinos,
incluso aquellos que residen en las mismas ciudades de Cisjordania,
incluso aquellos que son acusados de los mismos delitos, están sometidos
a dos sistemas jurídicos distintos.
Los palestinos
están bajo la jurisdicción de una severísima ley marcial y son juzgados
por tribunales militares, mientras que los israelíes gozan de las
garantías generales del sistema judicial civil que rige en el país. Como
señalaba el Informe del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre
la Práctica de los Derechos Humanos para 2015, publicado en abril de
2016, la imposición de estos dos sistemas jurídicos distintos, pero no
igualitarios, a las personas en razón de su identidad da pie a una
situación de discriminación y de injusticia.
En el
otoño de 2015, se produjo una escalada de la tensión en Hebrón y en el
resto de Cisjordania. Una oleada de apuñalamientos, tiroteos y
embestidas con automóviles se abatió sobre Israel y Cisjordania. Treinta
y seis israelíes resultaron muertos en ataques perpetrados por
palestinos, y tres ciudadanos de otros países, entre ellos dos
norteamericanos, perdieron la vida. Ciento cuarenta palestinos perdieron
la vida cuando perpetraban ataques contra israelíes y otros ochenta y
dos fueron abatidos a tiros por las fuerzas del orden israelíes durante
los enfrentamientos.
A Issa le resultaba en aquellos
momentos todavía más difícil convencer de los méritos de la no violencia
a los chicos con los que trabajaba. Un día, alertado por un vecino,
tuvo que acudir corriendo al portal de una casa en el que había una
joven palestina de dieciocho años, encapuchada y armada con un cuchillo,
dispuesta a apuñalar al primer israelí que viera. Issa la convenció de
que había otras formas de ofrecer resistencia a la ocupación sin quitar
la vida a nadie y perdiendo de paso la propia. Temblorosa, la muchacha
tiró al suelo el cuchillo y lo acompañó a la sede de las fuerzas de
seguridad palestinas, donde quedó retenida.
Inspirado
por este incidente y otros por el estilo, en el mes de noviembre Issa
invitó a los jóvenes a una reunión con el fin de hacer un repaso urgente
de los principios de la no violencia, y de explicarles cómo debían
comportarse en caso de ser
–No deis a los militares
ninguna excusa para que os peguen un tiro –les dijo–. Sed educados y
mantened la calma. No os resistáis.
Les facilitó
además información sobre la manera de contactar con un abogado, alguno
perteneciente al grupo de letrados defensores de los derechos humanos,
varios de ellos israelíes, que se habían unido a su causa. El discurso,
tal como me lo contó, me recordó al que solía dar yo a mis clientes hace
unos años cuando era defensora de oficio. Sean educados, pidan
tranquilamente que llamen a su abogado y a sus padres. No respondan a
ninguna pregunta, no hagan ni firmen ninguna declaración.
Según las autoridades militares, 861 menores palestinos fueron
detenidos por las Fuerzas de Defensa de Israel en 2014. Esa cifra
minimiza la verdadera, pues no incluye a los menores retenidos por las
FDI y liberados al cabo de unas horas, sin ser registrados en las
instalaciones de los centros de detención militares.
La mayoría de esos muchachos tenían edades comprendidas entre los doce y
los diecisiete años, aunque el niño más pequeño que ha sido detenido
alguna vez por las FDI, un chavalín de Hebrón, tenía solo cinco años.
Según el Observatorio de los Tribunales Militares, una ONG que controla
el trato dispensado a los menores palestinos en las cárceles, centros de
detención y tribunales israelíes, que recibe sus datos del Servicio
Penitenciario de Israel, «a finales de abril de 2016, había 414 menores
(12-17 años) recluidos en algún centro de detención militar.
Esta cifra supone un aumento del 93 por ciento, comparada con la media
mensual de 2015. Los últimos datos incluyen la presencia de doce chicas,
tres niños de menos de catorce años y trece menores recluidos sin
cargos y sin juicio en régimen de detención administrativa». A sus
dieciséis años, Karim era uno de los adolescentes más jóvenes reunidos
en el jardín de Issa. Y, sin embargo, ya había sido detenido tres veces,
aunque en todas las ocasiones había permanecido encerrado poco tiempo.
La primera vez que fue arrestado, Karim tenía trece años. Estaba
paseando en compañía de su hermana cerca de un puesto de control cuando
apareció un coche que no los atropelló por un pelo. Karim, asustado,
levantó la mano con la intención de parar el vehículo.
El coche se detuvo chirriando y un colono violentísimo salió de un
salto por el lado del conductor y se puso a dar puñetazos al muchacho.
Enseguida llegó la policía que detuvo no al hombre que estaba golpeado a
un niño, sino al niño que había recibido los golpes. El colono se fue
de rositas. Karim pasó cuatro horas retenido por la policía.
Al cabo de tres años y después de otro arresto, las lecciones de Issa
se consideraban no solo relevantes, sino urgentes. Normalmente, a Karim
le habría costado trabajo permanecer sentado y quieto. Se habría
levantado de su asiento, se habría distraído de cualquier manera. Pero
aquella noche de noviembre, permaneció en su sitio, atento, sin moverse,
durante casi una hora, casi como si supiera lo que estaba a punto de
suceder.
Se oyó un ruido de pasos, un crujido, y
luego el estallido de unas bengalas al ser lanzadas. En medio de aquella
luz repentina y deslumbrante, Issa y los jóvenes se vieron rodeados de
soldados israelíes. El oficial al mando fue mirando uno tras otro a los
chicos y luego señaló a Karim. Era a él al que querían.
Los soldados se llevaron a Karim aparte y lo registraron. En ese
momento Karim me contó que se sintió relativamente tranquilo. Dio por
supuesto que simplemente era el primero del grupo en ser registrado, y
que no tardarían en hacer lo mismo con los demás. Sin embargo, una vez
que lo hubieron cacheado a fondo, el oficial al mando dijo «Yalla», que
en árabe significa «¡Andando!», e hizo una seña al chico para que se
pusiera en marcha.
–¿Adónde me llevan? –preguntó Karim en árabe.
–Silencio –le dijo el oficial en hebreo.
Issa da clases de hebreo en el centro social para suministrar a los
chicos el arma de la lengua, pero los conocimientos de Karim son, como
mucho, rudimentarios.
Los soldados se llevaron al
muchacho colina abajo y lo condujeron a la calle Shuhada, una extraña
experiencia para un chico que hasta entonces no había recibido nunca
permiso para pasar por ella. Se detuvieron delante de la imponente
entrada, magníficamente restaurada, de Beit Hadassah, un museo y un
asentamiento judío establecido en el emplazamiento de una clínica que
hace casi un siglo atendía a la pequeña comunidad hebrea de Hebrón.
En 1929, Palestina, por entonces bajo dominio de los británicos, se
hallaba sumida en violentos disturbios, y sesenta y siete habitantes
judíos de Hebrón fueron masacrados por sus vecinos palestinos.
Posteriormente los británicos trasladaron al resto de la comunidad fuera
de la ciudad.
Durante los cincuenta años siguientes,
Hebrón fue habitada exclusivamente por palestinos, aunque tras la
guerra de los Seis Días los israelíes construyeron un gran asentamiento
en sus inmediaciones. En 1979, un grupo de colonos judíos ortodoxos, en
su mayoría mujeres y niños, entraron sigilosamente en el corazón de
Hebrón en plena noche y ocuparon ilegalmente Beit Hadassah. El gobierno
de Israel ratificaría posteriormente su asentamiento.
El oficial mostró a Karim a dos soldados que había en medio de la calle
delante de un elaborado edificio. El primero de ellos se encogió de
hombros.
–Puede que sea él. O puede que no sea él –dijo.
El otro soldado, un druso de lengua árabe, insistió en que sí, Karim
era el que estaban buscando. Luego dio un codazo al otro soldado, que
vaciló un momento, pero enseguida volvió a encogerse de hombros y se
mostró de acuerdo con su compañero. Sí. Habían cogido al chico que
buscaban.
Al cabo de unos minutos llegó un policía de
fronteras. Aquel agente era también druso, y habló a Karim en árabe. Le
mostró un gran cuchillo con el mango negro.
–Karim –le dijo–, reconoce que este es tu cuchillo.
Fue en el momento de ver el cuchillo cuando el muchacho fue presa del
pánico. Podían meterte en la cárcel por un cuchillo. Podían pegarte un
tiro. Aterrorizado, el muchacho rompió la regla establecida por Issa.
Habló.
–¡No! ¡No! –insistió.
No
había visto nunca aquel cuchillo. No tenía ni idea de a quién pertenecía
ni cómo había llegado al suelo en el terreno situado delante de Beit
Hadassah.
En 2010, la Oficina del Abogado General
Militar de Israel ordenó a los altos mandos del ejército que, cuando
trataran con menores, les ataran siempre las manos por delante, a menos
que hubiera consideraciones de seguridad que requirieran atárselas a la
espalda. Karim adoptó una actitud de sumisión. No obstante, los soldados
lo esposaron con las manos a la espalda.
Las normas
requieren además el uso de tres ataduras de plástico –una alrededor de
cada muñeca y otra para unir las dos primeras– con el fin de evitar
infligir dolor. Con Karim los soldados utilizaron una sola atadura. Las
pruebas reunidas por el Observatorio de los Tribunales Militares indican
que el trato recibido por Karim es típico. Sobre el terreno los mandos
violan sistemáticamente los patrones internacionales y las propias
normas de las FDI en lo concerniente a la sujeción de los menores.
Cuando el agente de la policía cargó a Karim en el coche, los colonos
empezaron a salir de Beit Hadassah. Con los rostros distorsionados por
la ira, empezaron a chillar:
–¡Terrorista! ¡Terrorista!
«Calla –se decía Karim–. Mantén la calma, así no te harán daño.»
En 2013, cuando la UNICEF recomendó que se prohibiera vendar los ojos o
encapuchar a los menores, el asesor jurídico de las FDI para
Cisjordania recordó a todos los altos mandos que vendar los ojos solo
está permitido cuando hay una necesidad explícita de seguridad. No
obstante, cuando Karim llegó a la comisaría de policía, le vendaron los
ojos. Se trata de un patrón rutinario: las FDI responden a la presión
internacional estableciendo las normas y los procedimientos adecuados,
que después son violados sistemáticamente sin mayores consecuencias.
Issa, mientras tanto, había seguido a Karim y a los soldados hasta la
calle Shuhada, aunque, por supuesto, como es palestino, no se le
permitió llegar hasta Beit Hadassah. Se plantó allí, observando desde la
distancia, hasta que se llevaron a Karim. Entonces los soldados se
acercaron a él. Issa les preguntó por qué había sido detenido Karim,
pero el oficial al mando levantó una mano y le mandó callar.
–¿Encontraron al muchacho en su casa? –preguntó el oficial.
–Ya sabe usted que sí– respondió Issa.
Los soldados aquellos habían estado en el jardín cuando Karim había
sido arrestado, y conocían perfectamente a Issa. Sabían que la casa era
suya.
–Queda usted detenido por dar refugio a un terrorista en su domicilio –dijo el oficial.
–¿Qué terrorista? –preguntó Issa–. ¿Quién es el terrorista?
Karim, dijo el oficial, se había acercado a unos soldados delante de
Beit Hadassah con un cuchillo en la mano. Aterrorizado, el muchacho
había tirado el cuchillo al suelo y se había ido corriendo a casa de
Issa.
–¿Cuándo? –preguntó Issa–. ¿Cuándo ocurrió eso?
–Cinco minutos antes de que lo detuviéramos.
Issa intentó explicar que el chico había estado con él durante toda una
hora antes, que no podía ser Karim el que había tirado el cuchillo al
suelo. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Más que inútiles;
aquello era una pura farsa.
Los soldados detuvieron a
Issa, lo esposaron y le pusieron una venda en los ojos. Se lo llevaron a
la comisaría de policía en la que tenían retenido a Karim y lo metieron
en un cuarto de baño, sentándolo en la taza del váter. Issa permaneció
allí sentado durante las cuatro o cinco horas siguientes. Periódicamente
un soldado abría la puerta, amartillaba su pistola para que Issa
pudiera oírlo y después se marchaba.
Mientras sucedía
todo esto, Karim era retenido en el mismo lugar, a la intemperie,
sentado en el suelo, con los ojos vendados y las manos atadas. No le
dieron agua ni le permitieron usar el baño. Por fin, al cabo de unas
cuatro horas, según calculó el muchacho, el agente de policía volvió y
se lo llevó a una sala de
El encargado de
interrogarlo le quitó la venda y la atadura, que le había hecho
dolorosos cortes en las muñecas. El hombre empezó a hacer a Karim
preguntas que no tenían nada que ver con el cuchillo. De lo que quería
hablar el agente encargado del interrogatorio era de Issa Amro.
–Háblanos de Issa –dijo el policía–. ¿Qué hace? ¿Con quién habla? ¿Qué dice a los jóvenes en el centro social?
Karim se negó a responder a aquellas preguntas. Por el contrario, pidió
al interrogador que llamara a sus padres. Pidió también hablar con un
abogado, cuyo nombre por fortuna recordaba. La UNICEF recomienda que los
interrogatorios de menores tengan lugar siempre en presencia de un
abogado y de un miembro de la familia del interesado.
No es una norma que acepten las FDI. Como señalaba el informe del
Departamento de Estado de Estados Unidos, el 96 por ciento de los
menores palestinos comunican que se les niega el acceso a un abogado
durante o antes del interrogatorio. Extrañamente, sin embargo, ante la
insistencia de Karim y el valioso conocimiento de sus derechos que
demostraba, inspirado por Issa, el policía puso efectivamente al chico
en contacto telefónico con un abogado, que le confirmó su derecho a
guardar silencio.
A continuación, sacaron a Karim de
la sala de interrogatorios. Volvieron a vendarle los ojos, esta vez con
más fuerza. Volvieron a esposarlo, también con más fuerza. Los soldados
lo colocaron en una silla, y luego le dieron un empujón y lo tiraron de
la silla al suelo. Entonces empezaron a golpearlo.
Hasta bien entrados los años noventa, los interrogadores del Shabak
israelí utilizaban sistemáticamente contra los palestinos la violencia
física, incluso la tortura. En septiembre de 1999, el Tribunal Supremo
de Israel prohibió el uso de medios de coerción física en los
interrogatorios, aunque establecieron una excepción a esta prohibición
en los casos que implicaran una «bomba de relojería», pretexto que los
interrogadores siguieron utilizando para justificar los métodos abusivos
de interrogatorio.
El B’Tselem (el Centro Israelí de
Información de los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados) y el
HaMoked (el Centro para la Defensa del Individuo) han documentado una
multitud de violaciones continuadas de los derechos humanos y del
derecho internacional. Según sus estudios, los prisioneros son
mantenidos en unas condiciones penosas, les dan tan mal de comer que
pierden peso durante el tiempo que permanecen retenidos, son sometidos a
confinamiento en celdas de aislamiento y se les niegan artículos de
higiene de todo tipo, incluido el papel de váter. Son obligados a
permanecer en posturas forzadas y atados, a veces durante varios días
seguidos. Y son golpeados continuamente.
La UNICEF,
la política oficial de las FDI y las Convenciones de Ginebra prohíben el
apaleamiento de los menores detenidos. Sin embargo, como señalaba el
informe del Departamento de Estado de Estados Unidos, el 61 por ciento
de los menores de edad palestinos detenidos sufren violencia física
durante su arresto, durante los interrogatorios y durante el tiempo que
permanecen privados de libertad. Chicos como Karim informan de que les
dan puñetazos y patadas, de que les obligan a adoptar posturas
dolorosísimas, y de cosas aún peores.
Cuando dejaron
de pegarle, un soldado puso de mala manera un vaso de agua en la mano de
Karim, pero el chico, aunque estaba muerto de sed, se negó a beber.
Como tenía los ojos vendados, no podía saber lo que contenía el vaso, y
había oído contar historias de chavales a los que obligaban a beber la
orina de los soldados.
Durante el resto de la noche,
dejaron a Karim a la intemperie en medio del frío. En un momento dado,
un soldado que hablaba árabe le puso una chaqueta por los hombros, pero
enseguida se la quitaron. Luego, una mujer soldado más amable lo hizo
pasar a una habitación caldeada, pero casi inmediatamente llegó otro
soldado, un hombre esta vez, y lo sacó otra vez fuera.
Finalmente, por la mañana, Karim fue metido en un jeep y trasladado a
una base militar en Kiryat Arba, asentamiento situado a las afueras de
Hebrón. Allí un médico examinó su cuerpo en busca de moratones y redactó
su historial clínico. El muchacho pasó la noche siguiente en el centro
de detención de Gush Etzion. Se trata de un establecimiento para
adultos, no para menores.
Al día siguiente, se lo
llevaron a la prisión de Ofer. Y un día después, lo condujeron ante un
juez militar. La detención administrativa extrajudicial, en virtud de la
cual los prisioneros llegan a ser retenidos hasta seis meses, con la
posibilidad de renovaciones indefinidas de la pena, es utilizada
sistemáticamente contra los palestinos adultos.
En
diciembre de 2011, en respuesta a la presión internacional, las FDI
dejaron de dictar órdenes de detención administrativa contra menores,
aunque en el otoño siguiente, ante la escalada de la violencia en
Cisjordania, empezaron una vez más a detener a algunos chicos sin juicio
previo. Karim, sin embargo, se libró del purgatorio de la detención
administrativa. Durante los seis días que permaneció retenido, lo
llevaron al tribunal militar en tres ocasiones.
El
tribunal militar de la prisión de Ofer es un complejo polvoriento de
estructuras desmontables. El patio en el que las familias tienen que
esperar está rodeado de paneles de Perspex unidos entre sí, que separan
la zona de espera de los remolques que albergan las salas de audiencia
en miniatura. En un rincón hay una cafetería improvisada con un cartel
en hebreo, y el menú y los precios escritos en árabe.
La mañana que visité el lugar no había nadie haciendo cola para comprar
helados Hello Kitty ni burekas, las empanadas recubiertas de semillas
de sésamo, y el vendedor se entretenía tocando «Power», de Kanye West.
En todo este sitio reina un ambiente de paciencia desamparada y de
aburrimiento, en el que mujeres y hombres de edad avanzada intentan
matar el tiempo sin hacer nada mientras esperan para ser testigos de
cómo sus hijos y sus hijas, o sus maridos y sus esposas, son juzgados y
condenados.
El tribunal de Ofer tiene el aspecto de
un establecimiento transitorio, montado ahí de cualquier manera para
remediar una necesidad urgente. Se trata de una solución muy apropiada,
dado que el derecho internacional se basa en el concepto de que la
ocupación militar es transitoria, y que el sistema de jurisdicción
militar se supone que existirá solo por un breve período, mientras dure
la ocupación.
Pero resulta curioso que no se hayan
construido unas instalaciones de carácter permanente, dado que esta
ocupación transitoria hace ya cincuenta años que dura, sin que se prevea
un final. En cambio, la mayoría de los asentamientos judíos, incluso
los que han sido construidos deprisa y corriendo, a menudo en plena
noche, adoptan rápidamente la perspectiva de ser estructuras
permanentes.
A Karim le costó trabajo entender lo que
estaba pasando durante la vista de su caso en el tribunal. Incluso
ahora, varios meses después, no está muy seguro de lo que sucedió. El
juicio se celebró en hebreo, con ayuda de un intérprete árabe. El chico
me describió al intérprete como un soldado joven, vestido de uniforme,
que estuvo todo el rato jugando con su smartphone. Según me dijo Karim:
«El abogado hablar diez palabras; el traductor dice a mí una».
Gaby Lasky, una abogada defensora de los derechos civiles y concejala
progresista del Ayuntamiento de Tel Aviv, que junto con otros colegas
representó a Karim en el juicio, me contó que en una ocasión llegó a
ganar un caso en el tribunal de Salem, al norte de Cisjordania. Al ser
leído el veredicto de no culpabilidad, el intérprete, un druso de lengua
árabe, puso cara de perplejidad, y entonces hizo parar la lectura de
las actas. No recordaba o no sabía cómo traducir al árabe la palabra
«absolución» y tuvo que preguntar a uno de los abogados presentes en la
sala.
El índice de condenas en los tribunales
militares de las FDI es superior al 99 por ciento (en 2011), y la
inmensa mayoría de los jóvenes delincuentes aceptan la negociación de la
pena. Se declaran culpables no necesariamente porque hayan cometido los
delitos por los que se los juzga, sino porque a los menores
sistemáticamente se les niega la fianza.
En los
territorios ocupados, si el menor es acusado, por ejemplo, de tirar
piedras e insiste en su inocencia, es posible que pase entre cuatro y
seis meses en la cárcel en espera de juicio. Pero si se declara
culpable, será condenado por término medio a tres meses de prisión y
luego podrá irse a su casa.
Muchas cosas hicieron el
caso de Karim diferente del de cualquier chico palestino típico acusado
de un delito. Karim estaba bien instruido. Sabía que no debía responder a
ninguna pregunta y había sido adiestrado para esperar y exigir sus
derechos. Gracias a su relación con Issa, que en el año 2010 fue
galardonado con el premio al Defensor de los Derechos Humanos en
Palestina que concede la ONU y es bien conocido en los círculos
relacionados con la defensa de los derechos humanos, Karim tuvo un
abogado israelí.
Y lo que es más importante, su caso
atrajo la atención de los medios de comunicación israelíes. Por todos
estos motivos, aunque permaneció detenido varios días sin fianza, su
caso acabó siendo anulado y no se le inculpó de nada.
Issa cree que el arresto del chico formó parte de una campaña de acoso e
intimidación contra su persona. Está convencido de que la detención se
llevó a cabo fundamentalmente en provecho de Baruch Marzel, que apareció
en el centro social al mismo tiempo que los soldados. Al lado de Marzel
había un americano defensor de los asentamientos. Marzel y los
visitantes americanos montaron un campamento alrededor del centro
social, con mesas, sillas y todo lo demás. Cuando Issa regresó después
de permanecer retenido y notificó al ejército que los colonos habían
invadido ilegalmente su propiedad, le dijeron que habían conseguido un
permiso para llevar a cabo un acto de protesta.
No
era verdad. Incluso en Cisjordania nadie puede obtener un permiso para
organizar un acto de protesta en una propiedad privada. Los extremistas
mantuvieron rodeada la propiedad de Issa durante veinticuatro horas,
acompañados en todo momento por soldados israelíes. Aunque a Gaby no le
resultara cómodo especular acerca de la detención de Karim, sobre si
alguna vez había habido o no un chico armado con un cuchillo, lo que sí
me dijo es que, según su experiencia, no habría sido la primera vez que
las FDI habían arrestado a un activista defensor de la no violencia sin
justificación alguna. Ni tampoco habría sido la primera vez que las FDI
hubieran intervenido en un montaje de opresión como aquel en beneficio
de los colonos.
Por mucho que se asustara, por
deprimente que fuera la experiencia de ser detenido, Karim era
consciente de que las cosas habrían podido irle mucho peor. A diferencia
de la mayoría de los menores arrestados, no pasó por la espantosa
experiencia de ser levantado de la cama en plena noche. Otro
adolescente, al que llamaré Mahmoud, me relató esta experiencia mucho
más habitual.
La familia de Mahmoud se despertó una
noche con el ruido de golpes y de gritos a la puerta de su casa.
Consciente de que la harían volar o la abrirían de una patada si no
actuaba rápidamente y la abría de inmediato, el padre de Mahmoud se
levantó de un brinco de la cama, saltando por encima de sus hijos, que
dormían en el suelo sobre unas colchonetas. No era la primera vez que la
familia se había despertado de aquella manera. Cuando pregunté a la
madre de Mahmoud cuántas veces se habían presentado en su casa las FDI
en plena noche, la mujer, de treinta y nueve años y ojos
superexpresivos, madre de nueve hijos, se encogió de hombros.
–¿Diez? –contestó, escogiendo una cifra al azar.
Yo quedé espantada.
–¿Diez? ¿Es eso normal?
–¿En este poblado? –dijo la mujer–. Sí.
Mahmoud vive en una localidad llamada Beit Fajjar, centro de producción
de un tipo especial de piedra caliza llamada meleke o piedra de
Jerusalén, dependiendo de si uno es palestino o israelí (en
Israel-Palestina hasta las piedras tienen un valor político). Su padre,
como la mayor parte de los hombres de la localidad, trabaja de cantero.
El pueblo está cerca del kibutz Migdal Oz, que forma parte del
conglomerado de asentamientos judíos llamado Gush Etzion, tan cerca de
hecho que el joven activista israelí en pro de la paz que me acompañó a
Beit Fajjar se detuvo a la puerta de la vivienda de la familia de
Mahmoud y sacudió la cabeza sorprendido.
Me indicó
una casa de una cuesta situada allí cerca. El edificio que veíamos
pertenecía a un seminario de mujeres del kibutz en el que su esposa,
abogada defensora de los derechos humanos, había estudiado cuando era
joven.
–No tenía ni idea de que estuviera tan cerca –me comentó.
Curiosa por ver a qué distancia una de otra estaban las dos
localidades, introduje sus nombres en Google Maps. Deduje que no estaban
a más de un par de kilómetros de distancia, y pude ver claramente la
carretera que las conectaba. Sin embargo, Google estaba confundido. «Lo
sentimos, pero no podemos calcular las direcciones que deben tomarse
para ir en coche de Migdal Oz a Beit Fajjar.» Tampoco podía calcular la
distancia a pie, aunque cruzando los senderos y los campos de cultivo me
habría resultado facilísimo llegar caminando al kibutz en menos de
media hora.
Nos dirigimos a la casa. Aparcado delante
de la vivienda había un coche viejo y desvencijado. En el parachoques
había una pegatina en hebreo que decía: los judíos aman a los judíos.
–Es un mensaje en pro de la unidad judía de los israelíes de derechas –me explicó mi amigo.
–Pero ¿cómo está en un coche en un poblado palestino?
El hombre se encogió de hombros.
–La familia debió de comprar un coche de segunda mano a alguien que vivía en un asentamiento.
Antes de empezar a entrevistar a los menores detenidos y a los abogados
que los habían representado, yo siempre había supuesto que las
detenciones eran meras respuestas militares a algún comportamiento
delictivo, como el lanzamiento de piedras o los apuñalamientos. De lo
que me enteré luego fue de que la detención de adolescentes como Mahmoud
es más que una respuesta a unos incidentes concretos. Es parte
integrante del sistema mediante el cual las FDI garantizan la seguridad
de los colonos.
Hay cerca de cuatrocientos mil
colonos judíos viviendo en Cisjordania, que es zona de conflicto. (En
esta cifra no se incluyen los doscientos mil de Jerusalén Este) Han
construido casas y escuelas, han abierto centros comerciales y han
creado empresas de tecnología, y eso pese a estar rodeados por más de
dos millones novecientos mil palestinos, que los consideran invasores y
enemigos.
Durante los últimos siete años de
ocupación, el número de colonos asesinados anualmente ha sido por
término medio menos de cinco. Cuando se detiene una a considerar lo
cerca que están ambas comunidades y lo enconado del grado de enemistad,
lo sorprendente no es el hecho de que se produzcan estallidos
ocasionales de violencia, sino que no hayan resultado muertos más judíos
israelíes.
La relativa seguridad de los
cuatrocientos mil colonos (más los doscientos mil de Jerusalén Este)
representa un logro notable del ejército israelí, un éxito conseguido
por medio de un doble sistema de control: los castigos colectivos y la
intimidación masiva. La detención de menores como Karim y Mahmoud sirve
para las dos cosas.
La mayoría de los menores
palestinos arrestados o encarcelados por las FDI cada año viven en
localidades que, como Beit Fajjar, se encuentran a unos dos kilómetros
de un asentamiento israelí. Es en esas localidades donde las FDI deben
estar más atentas y activas con el fin de proteger a los colonos de las
proximidades. Deben tratar con mano dura cualquier infracción a fin de
intimidar a la población en general.
Para ello tienen
a su disposición una gran variedad de leyes restrictivas. En
Cisjordania, cualquier reunión de más de diez personas se considera un
acto de protesta, y todos los actos de protesta están prohibidos.
Las FDI desalientan cualquier eventual resistencia respondiendo con
firmeza ante el menor incidente o, como en el caso de Mahmoud, ante el
intento de prender fuego a un terreno que las FDI habían destinado a
campo de tiro. Cuando se produce algún incidente, se da por supuesto, de
manera no del todo disparatada, que el culpable o los culpables son
chicos o jóvenes de edades comprendidas entre los doce y los treinta
años. La Agencia de Seguridad de Israel, también llamada Shin Bet o
Shabak, posee una riqueza de información enorme acerca de todos los
poblados palestinos que están cerca de un asentamiento.
Los agentes del Shabak saben quiénes son sus habitantes, cuál es su
filiación política, cuál es el historial de arrestos de cada uno y quién
ha sido encarcelado anteriormente. Y lo que es más importante, el
Shabak tiene un arsenal de informantes y delatores, muchos de ellos
menores de edad, reclutados mediante incentivos tales como la
facilitación de permisos de trabajo para sus padres, o mediante
amenazas. Los agentes del Shabak han aprendido a amenazar con la
detención de hermanas y madres si sus objetivos vacilan y no se deciden a
convertirse en delatores.
Se calcula que hay decenas
de millares de informantes, si no más, en Cisjordania. Esta vasta red
de delatores no solo proporciona información, sino que además desactiva
la resistencia sembrando la desconfianza dentro de las comunidades. A la
gente le resulta muy difícil organizarse cuando no sabe en quién puede
confiar.
El nombre de Mahmoud probablemente se lo
diera al Shabak algún delator. Luego, el agente del Shabak lo añadió,
junto con los de otros, a una lista de detenciones. Era luego al mando
local de las FDI al que correspondía localizar y arrestar a Mahmoud y a
los otros chicos de la lista.
Mahmoud abandonó la
escuela cuando era pequeño. Así que resultaba fácil encontrarlo: está
casi siempre en casa. No obstante, las FDI lo detuvieron, lo mismo que a
los otros chicos de la lista, en plena noche.
Las
incursiones nocturnas son aterradoras, especialmente para los chavales.
Además, la continua privación del sueño causa un daño psicológico
tremendo. Por estos motivos en 2013 la UNICEF recomendó que los arrestos
de menores se llevaran a cabo de día. En respuesta a esos
requerimientos, el ejército israelí emprendió un programa piloto en
virtud del cual los menores debían recibir citaciones por escrito
instándolos a comparecer ante el tribunal, en vez de ser detenidos en
plena noche.
El programa en cuestión fue suspendido
al cabo de seis meses y ahora parece que ha sido interrumpido, aunque
incluso durante el tiempo en que estuvo en vigor, las susodichas
citaciones, que pretendían aliviar el trauma de las incursiones en plena
noche, a menudo eran enviadas de tal manera que parecían una burla del
programa.
Por ejemplo, el Observatorio de los
Tribunales Militares documentó en marzo de 2015 un caso en el que una
unidad militar se presentó en la casa de una familia a las dos de la
madrugada para entregar una citación verbal a un chico de catorce años.
Casi la mitad de las detenciones de menores palestinos siguen llevándose
a cabo en plena noche, inspirando miedo y terror, especialmente entre
los chavales.
Las FDI se dedican a hacer incursiones
nocturnas en parte porque son más seguras. Si los soldados entran en un
poblado cuando la gente está durmiendo, es menos probable que encuentren
resistencia.
Pero igualmente importante es el hecho
de que las incursiones nocturnas degradan el tejido social y mantienen
sojuzgada a la población. Ser despertado una y otra vez en plena noche
resulta agotador y desmoralizador para toda la familia y para sus
vecinos, no solo para el menor que es arrestado. Las personas agotadas y
desmoralizadas son incapaces de organizar un desplazamiento a la tienda
de comestibles más próxima, cuanto menos de emprender una campaña de
resistencia.
La noche de la detención de Mahmoud, una
vez que su padre abrió la puerta, irrumpieron en la casa los militares,
ni más ni menos que diez soldados. Las linternas incorporadas al
extremo de sus fusiles iluminaron la habitación, deslumbrando a los
nueve niños, a los que sacaron a rastras de la cama.
Los soldados iban enmascarados, con la cara envuelta en un pañuelo
negro. Esas máscaras, parte del equipo facilitado por el ejército a cada
soldado de las FDI, se han convertido en un elemento característico de
las incursiones israelíes, pues los soldados intentan de ese modo
aterrorizar a la población, además de evitar ser reconocidos en las
redes sociales.
La familia de Mahmoud es pobre. Once
personas viviendo en unas pocas habitaciones de pequeño tamaño. Por las
noches algunos de los chicos duermen en colchonetas de espuma gastadas y
descoloridas que rodean las paredes del salón desnudo.
En una jaula que cuelga del techo hay dos pajaritos que estuvieron
gorjeando todo el tiempo que duró mi entrevista con Mahmoud y su
familia. Al oír a los pájaros, me pregunté si se quedarían callados
cuando entraron los soldados y, tras sacar a toda la familia a rastras
de la cama, la reunieron en aquella habitación, o si, por el contrario,
continuarían con sus alegres trinos.
Durante nuestra
entrevista, la hermana mayor de Mahmoud me sirvió café amargo, y luego,
cuando se dio cuenta de que yo tomaba solo unos sorbos pequeñísimos, me
ofreció un vaso de un zumo de color rosa tan dulce que me hacía daño en
los dientes.
Mientras hablábamos, la madre de Mahmoud
mecía en su regazo al hermano menor del chico. La criatura es muy
tímida, pero cuando Mahmoud se inclinó sobre él y le besó suavemente en
la mejilla, sonrió y acarició la cara de su hermano con su manita
regordeta y pegajosa.
Cuando los soldados irrumpieron
en la casa, la criatura se puso a berrear como un poseso. Los padres de
Mahmoud, presa del pánico ante la perspectiva de que uno o más de sus
hijos fueran a ser arrestados, se pusieron a gritar a los soldados,
haciendo que el escándalo fuera aún mayor. En medio de todo aquel jaleo,
el oficial al mando leyó el nombre de Mahmoud escrito en una hoja de
papel.
Como hicieron con Karim, ataron a Mahmoud las
manos, en este caso con tal fuerza que durante tres días el chico tuvo
las muñecas magulladas y enrojecidas. Junto con otro muchacho del
pueblo, fue metido en un camión de transporte de tropas y llevado a la
comisaría de policía más cercana. Extrañamente para Mahmoud era un
consuelo estar con aquel chaval asustado. Lo obligaba a asumir el papel
de hermano mayor, de consolarlo y tranquilizarlo.
Mahmoud fue interrogado durante varios días. A lo largo de todo ese
tiempo casi no le dieron de beber ni de comer. Tenía los ojos vendados,
le gritaban, le abofeteaban y le daban empujones. Los interrogadores
exigían que confesara que había intentado incendiar el campo, tirar
piedras y perpetrar un montón de delitos más. Beit Fajjar es una
localidad famosa entre las FDI.
Los jóvenes y los
muchachos del pueblo no solo tiran piedras a los coches que pasan, sino
que han disparado contra ellos, e incluso les han puesto bombas de tubo.
Fabrican esas bombas de tubo con pólvora extraída de proyectiles
israelíes usados que recogen en los campos de tiro como el que acusaban a
Mahmoud de haber incendiado. Los responsables del interrogatorio
preguntaron al chico si había fabricado o arrojado alguna vez una bomba
de tubo.
Aunque Mahmoud me dijo insistentemente que
permaneció sereno durante todo el interrogatorio, no puedo dejar de
preguntarme si no estaría fanfarroneando. Es muy raro que un adulto
aguante mucho tiempo un interrogatorio, y Mahmoud tiene solo diecisiete
años y además es analfabeto. Aunque los responsables de un
interrogatorio tienen la obligación de informar al menor de su derecho a
guardar silencio, solo una pequeña minoría de los chavales afirma haber
escuchado esa advertencia.
Además, incluso cuando
les informan de su derecho a guardar silencio, a menudo lo hacen de una
forma que les impide ejercerlo. En un caso, un chico declaró al
Observatorio de los Tribunales Militares que cuando un interrogador le
dijo que tenía derecho a guardar silencio, otro añadió que lo violarían
si no confesaba. A solas con su interrogador, es probable que Mahmoud,
como la inmensa mayoría de los menores arrestados, hiciera una
declaración inculpatoria.
Finalmente Mahmoud fue
conducido a la prisión de Ofer y llevado ante un juez militar. El
ejército israelí no proporciona asistencia legal a los detenidos en
Cisjordania, ni siquiera a los menores. De modo que su representación
recae en la Autoridad Palestina o en las ONG subvencionadas con las
aportaciones provenientes de Estados Unidos y de Europa, y en abogados
particulares palestinos que se ganan la vida guiando a muchachos como
Mahmoud por los entresijos del sistema de tribunales militares de
Israel.
El abogado contratado por los padres de
Mahmoud, al que no vio hasta que llegó por primera vez al tribunal, le
dijo que «confesara y pidiera perdón». Pagaría una multa y recibiría una
condena de cárcel mínima. Rechazar las acusaciones habría significado
simplemente una pena más larga, una multa más elevada y una minuta más
cuantiosa del abogado. Por fin, la familia consiguió rebañar dinero
suficiente para pagar al abogado y la multa, y Mahmoud fue puesto en
libertad.
Pero cuando salió de la cárcel no había
nadie esperándolo. La aldea había sido cerrada por las FDI. El cierre de
tiendas y de carreteras después de un arresto, y la imposición de lo
que de hecho equivale a un arresto domiciliario a toda una aldea, se ha
revelado un medio muy eficaz de controlar a la población.
Al ver amenazado su medio de vida, los tenderos y muchas otras personas
se vuelven en contra de las familias de las que sospechan que
participan en actos de resistencia. Si los acusados han cometido
realmente o no los delitos es menos importante que la creación de un
clima general de temor, cólera y desconfianza, capaz de sofocar la
rebelión. El hecho de que este tipo de castigo colectivo sea un crimen
de guerra no ha impedido a las FDI perpetrarlo a menudo.
De ese modo Mahmoud emprendió en solitario la marcha de vuelta a su
casa desde la prisión de Ofer. Después de su detención, la madre de
Mahmoud me cuenta que el chico estuvo al principio callado. Se quedaba
en la cama durmiendo. Evitaba el contacto con sus amigos y con la
familia.
Pero finalmente empezó a discutir con sus
padres. Les dijo que estaba enfadado con ellos por haber pagado la
fianza, pero ese enfado le parecía a su familia más una expresión de
prepotencia que una queja concreta. A aquel chico tan joven el hecho de
haber sido arrestado le parecía una especie de rito de iniciación. Desde
que fue detenido empezó a sentirse y a actuar como un hombre con
derecho a controlar a su familia, especialmente a su hermana
Aunque la hermana de Mahmoud se reía al describir la conducta del chico, es evidente que se sentía frustrada por ella.
–¡Practica la autoridad conmigo! –dijo–. Se niega a dejarme salir de
casa. No quiere dejarme utilizar mi teléfono. Dice que mis amigas son
una mala influencia.
Ante estas quejas Mahmoud respondía sonriendo y encogiéndose de hombros.
Karim, que es más joven que Mahmoud y tiene el ejemplo de Issa para
guiarlo, no intentaría nunca ejercer ese tipo de control sobre su
hermana mayor, que también es una activista política. Si acaso, se
muestra respetuoso con ella. Los dos chicos son callados, pero el
silencio de Karim me da a mí la sensación de que se parece más a la
timidez de un niño que a la hosquedad de un adolescente.
Mi conversación con Karim en el jardín de Issa es interrumpida por un
pelotón de soldados israelíes. Alertados quién sabe cómo de mi presencia
en el jardín –quizá por Baruch Marzel o por algún miembro de su
familia, que parecen estar siempre encaramados ahí arriba asomados a la
ventana, espiando lo que pasa aquí en el centro social–, los soldados
exigen ver mi documentación y la documentación del joven activista en
pro de la paz que me acompaña.
Habíamos tenido mucho
cuidado de verificar previamente que nuestra presencia allí fuera
autorizada, y nuestra familiaridad con las diversas órdenes relacionadas
con las zonas de seguridad militar parece molestar al oficial al mando.
Mientras revuelven nuestra documentación, Issa muestra a los soldados
cómo los cables de la electricidad de su casa fueron cortados la noche
anterior. Al principio el oficial pretende darle una explicación. ¿Quizá
los cables estaban gastados? Issa le muestra el corte limpio que se
aprecia en ellos. A lo mejor lo hizo el propio Issa, comenta el oficial.
Mientras tanto yo he sacado mi teléfono y empiezo a grabar la
conversación. Un soldado joven me dice que no grabe su cara; yo le pido
disculpas y continúo grabando. Se vuelve de espaldas y se encoge de
hombros, agachando la cabeza, como si quisiera esconderla en su propio
cuerpo. Siento un destello de compasión por ese joven, casi un niño él
también. Para la mayor parte de los reclutas de las FDI, prestar
servicio en Hebrón es tener mala suerte, no una elección. Quizá este
chico, como el que me acompaña, se sienta tan furioso y horrorizado por
su experiencia en Hebrón que acabe convirtiéndose él también en un
activista en pro de la paz.
Finalmente Karim y yo
abandonamos el jardín y vamos caminando entre los matorrales hasta su
casa. Vive muy cerca de Issa, pero la carretera entre las dos casas ha
sido bloqueada por los colonos, de modo que para ir de una a otra
debemos transitar por una tortuosa vereda, dando tal rodeo arriba y
abajo hasta que ni siquiera estoy segura ya de dónde empezamos a
caminar.
Cuando llegamos a su casa, el muchacho me
presenta a su madre y a su hermana mayor, una chica muy vivaracha que me
lleva a la sala principal y se sienta a mi lado en una gran colchoneta
de espuma como las que había en casa de la familia de Mahmoud.
Es Karim el que va a la cocina a preparar café y zumo, no su hermana, y
también Karim el que se dirige precipitadamente al cuarto de baño a
preparar un cubo de agua para mí, por si quiero tirar de la cadena del
retrete. Baruch Marzel, encaramado ahí arriba en su casa, directamente
encima de la de ellos, puede abrir el grifo siempre que quiera, a
cualquier hora del día o de la noche, pero en casa de la familia de
Karim hay agua solo un par de horas al día. Yo utilizo la mínima
posible, para que no tengan que ir a acarrear más.
Al
cabo de un rato Karim y yo nos despedimos de su madre y de su hermana y
bajamos al pie de la colina, donde Issa se ha reunido con el grupo de
escritores con los que he venido a Hebrón. Karim e Issa hacen de guías
para nosotros en un paseo por su ciudad asediada que da comienzo en un
puesto de control en el que Issa es detenido, atrapado durante casi un
cuarto de hora en el torniquete, como si fuera un animal enjaulado,
mientras los soldados se ríen y fingen ignorar nuestras peticiones de
que lo liberen, y termina en otro, en el que se llevan aparte a Karim.
–¿Qué están haciendo? –pregunto a los policías, también ellos chicos
jóvenes, solo unos cuantos años mayores que Karim–. ¿Por qué lo
detienen?
Se niegan a responder a mis preguntas y se
limitan a seguir registrando e interrogando a Karim. Issa empieza a
discutir con los policías, pero todo es en vano.
–¿Van a arrestar a Karim? –le pregunto a Issa–. ¡Pero si no ha hecho nada!
Issa se abstiene de decir lo evidente. En su lugar responde:
–Creo que es mejor que se vaya usted.
–¿Quiere que nos vayamos? –le pregunto–. Pero ¿no sería más seguro para Karim que nos quedáramos?
–Creo que lo retendrán hasta que se vayan ustedes. Y entonces lo soltarán.
Vuelvo la cabeza y miro a Karim, cuya expresión muestra el mismo
estoicismo implacable que vi en Issa cuando quedó atrapado en el
torniquete.
–¡Adiós, Karim! –grito.
El chico sonríe y me hace un gesto con la mano.
--
Este texto está extraído del libro ' Un reino de olivos y ceniza,
publicado por Literatura Random House el pasado 8 de junio. El libro
es una recopilación de artículos de algunas de las voces más
destacadas del panorama internacional, editadas por Ayelet Waldman y
Michael Chabon, en colaboración con la ONG israelí Breaking The
Silence, cuando se cumple el 50 aniversario de la ocupación israelí
sobre territorio palestino.
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