Olga Carmona.
Si ofrecemos a nuestros hijos un modelo de coherencia (donde cumplo lo que digo),
de confianza (nunca miento),
de honestidad (conmigo mismo, con él y con los demás)
y de integridad (lo que hago, digo y siento están alineados),
entonces la autoridad llega sola.
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¿Por qué? Porque son sus padres; tautología absurda que nuestra
cultura ha heredado básicamente de la religión cristiana y que tiene
como fundamento el agradecimiento a quien nos dio la vida. El resto de
la creencia se sostiene en la otra premisa incuestionable: por tu propio
bien. Sin embargo, yo afirmo lo contrario: los hijos no deben obedecer
ni a sus padres ni a nadie. Las personas no deben obedecer. Y por tanto no deben ser entrenadas para hacerlo, ni educadas en la obediencia.
El Diccionario de la Real Academia Española, define obedecer de la
siguiente manera: “Cumplir la voluntad de quien manda”. Y buceando en el
significado etimológico del término encuentro sin sorpresa que
“obedecer” viene del latín oboedescere der. De oboedire:
cumplir la voluntad de quien manda. Ambos significados implican hacer lo
que el otro (padre, madres, jefes, profesores, etc.) te digan, ser lo
que otros pretendan que seas. Obedecer significa no cuestionar, implica
la forma de ceguera más peligrosa y humillante: tu no existes, tu
criterio no importa, tu sentir no importa.
Si yo quiero educar
a mis hijos para que sean seres humanos con criterio propio, sólida
autoestima, capacidad de elección y decisión, en definitiva, LIBRES, no
puedo educar en la obediencia, es una contradicción pura. Y no puedo
tampoco enviar el mensaje de “obedece a tus padres, pero no a los
demás”: es esquizofrénico.
Y no digo que sea fácil educar en la no obediencia,
digo que es imprescindible. Digo que es su derecho, digo que los otros
caminos son atajos que nos llevan al cortoplacismo que nos facilita la
vida, pero no les favorece. Digo que cuando queremos que nuestros hijos
hagan algo que es necesario que hagan, el camino corto es la obediencia,
porque arroja resultados inmediatos, pero en cada acto de obediencia,
cortamos unos milímetros su sí mismo. Su capacidad para ser.
Inmersos en la cultura bulímica y cortoplacista, donde nos damos
atracones de estímulos que no podemos procesar y donde solo perseguimos
aquello que da resultados inmediatos, la forma en que educamos a
nuestros hijos también queda impregnada de ella. Propongo elegir rutas
que favorezcan su capacidad para elegir y para decidir. La alternativa
que construye nos habla de usar el diálogo, la negociación, la
explicación razonada, la motivación, la educación.
Hagámonos la pregunta de cómo pediríamos algo a otro adulto y seguro
que aparecen rápidamente las razones por las que lo pido y una forma
educada de hacerlo. Cuando yo dialogo, cuando yo explico, cuando yo
negocio, cuando yo escucho, cuando pido las cosas de forma amable, estoy
entregando todas esas herramientas de comunicación y de crecimiento a
mi hijo. Solo se puede educar a través del ejemplo y desde el respeto al
otro. Sino, el mensaje no llega, no permanece y no sirve.
¿Y si, a pesar de hacerlo de todas esas maneras, sigue sin hacer lo
que es necesario hacer? Entonces, adulto civilizado, tendrás que
aprender a respetarlo. Cambiar un paradigma
que tenemos interiorizado, implica un ejercicio de aprendizaje por
nuestra parte también. No vale solo con predicar, hay que dar trigo.
Sin embargo, si ofrecemos a nuestros hijos un modelo de coherencia
(donde cumplo lo que digo), de confianza (nunca miento), de honestidad
(conmigo mismo, con él y con los demás) y de integridad (lo que hago,
digo y siento están alineados), entonces la autoridad llega sola. No la
autoridad impuesta, sino la percibida: creerán en nosotros, nuestra
opinión será tenida en cuenta, podremos influir y convencer. Sin
imponer.
Habrá quien quiera hacer una lectura plana de este planteamiento y
aduzca que no se puede convivir sin normas. Esa no es la idea: en un
sistema familiar donde se van a sentar las bases de los primeros y más
determinantes aprendizajes, hay normas. Pero son para todos, todos
deberán respetarlas de igual manera. Si necesitamos crear nuevas
fórmulas para el manejo de los conflictos, lo haremos de forma
consensuada, buscando aquella con la que todos se sientan cómodos y
partícipes. Los hijos no son los subalternos que vienen a un sistema ya
estructurado y deben amoldarse a él.
Son parte en igualdad de derechos y de obligaciones de un sistema que
se construye día a día en función de las necesidades que el propio
desarrollo va generando. Esta forma de vivir, de educar, de amar, va
modelando herramientas tan imprescindibles como el sentido de la
autocompetencia, la creatividad, la responsabilidad, la empatía, el
compromiso, la resolución de problemas, la pertenencia a un grupo, la
comunicación: son raíces y a la vez son alas.
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