“Instrumental” de James Rhodes, libro.

La voz de la víctima.

«AHORA SÉ QUE LA MÚSICA CURA.»


James Rhodes
“Instrumental” 

Hace ya varias semanas la editorial Blackie Books tuvo el detalle de enviarme un libro que yo había incluido en mi particular lista de lecturas pendientes para pedir a los Reyes Magos: Instrumental, de James Rhodes. Había leído sobre el libro, conocía la lucha de su autor y la editorial para que se pudiera publicar, y necesité tiempo y calma para leerlo.

Y esta noche, justo al cerrar sus últimas páginas, necesito sentarme y escribir sobre él. Son muchos los que lo han hecho ya, pero lo siento como un deber, algo que me sale de las tripas. Un deber no sólo hacia la editorial que me lo envió, sino hacia su autor, y hacia todas las vidas que he reconocido en sus páginas. Muchos pensamientos, emociones y vivencias de Rhodes las podrían escribir tal cual personas que he conocido que fueron víctimas de abuso sexual de niños o niñas o niños y niñas que lo están siendo ahora. Y además necesito escribir aquí, en Espirales CI, donde desde hace años trabajamos para dar voz a quienes la pierden, a esas víctimas de abuso sexual infantil.

Porque Instrumental está escrito por una de esas voces. Y no cualquiera: James Rhodes es un concertista de piano de gran prestigio que narra en este libro, con una intensidad que raya lo insoportable en algunos momentos, auténticas brutalidades que ha vivido. La primera de ellas y origen de todas las demás: ser violado desde los cinco a los diez años casi a diario por un profesor de su colegio. Luego llegan la droga, el alcohol, el prostituirse, los ingresos en centros psiquiátricos, los intentos de suicidio, las alucinaciones… En el libro no hay detalles escabrosos, hay datos desgarradores, radicales. Daré sólo uno: las cinco operaciones de espalda a las que se tuvo que someter por las malformaciones que las penetraciones anales a esa edad dejaron en su cadera y su rabadilla. Cinco, mencionadas como hechos, sin más. Sin un ápice de exceso. No describe el proceso, ni la rehabilitación, ni el tiempo hospitalizado. Tampoco da detalles sobre los abusos, porque no hace falta hacerlo. Sólo da los datos, como desgarros en la piel.

La voz de la víctima. Todas las víctimas piden justicia. Pero la justicia no se limita a la condena legal. Hablan del reconocimiento de su dolor, de poder nombrarlo tal y como fue, con esa radicalidad que te hace llorar al leer esos hechos, que te obliga a parar. Y del mismo modo te impele a volver a la lectura de Instrumental. Porque hay hechos radicales, que no admiten eufemismos. Como su autor dice lo que le sucedió no fueron abusos sino violaciones. Violaciones salvajes, añado yo. Y para un dato como ese no hay matices. No son admisibles. En las historias que he conocido en mi vida profesional y personal, a menudo la intensidad se ha confundido con exageración. Las víctimas con las que he trabajado hablan una y otra vez de la condena al silencio, de ser tratados como locos y locas, exagerados en el mejor de los casos. Y siempre culpables: no hiciste, no dijiste, no buscaste, te gustaba, mientes, callaste… siempre culpables. Las víctimas piden voz para la radicalidad de su dolor. Justicia en sus familias, sus comunidades, las instituciones, los medios de comunicación.


El dolor. Angustioso. Brutal. Desolador. Una enumeración de consecuencias del abuso que no desaparecen, con las que aprendió a vivir, mirándose a si mismo con aceptación y bondad. Esa misma mirada que percibió en algunas y preciadas personas y que tan imprescindible es para rehacerse. No se trata de quererse a uno mismo, sino de sentir compasión, de mirarse como niño aterrorizado, y recuperar ese niño, acunarlo, abrazarlo y decirle que le vio, y que ya pasó, que ya no está allí, impotente, aterrorizado, inmovilizado. Que ya es adulto, que puede afrontar el dolor. Pero para afrontarlo hay que poder compadecerlo, no en el sentido negativo de la compasión, sino en el de la aceptación y la bondad. La compasión de quien nombra las cosas como son, sin quitarles un ápice de dolor, rabia, intensidad y miedo, pero al mismo tiempo brinda un pequeño guiño, una luz. Realista porque no promete imposibles, ni grandes fuegos artificiales, sólo una pequeña luz para cada día, hasta que un día tras otro… haya vuelto de nuevo a la vida. En el tratamiento con víctimas de abuso sexual infantil, de niños o de adultos, es muy importante calibrar con cuidado las promesas, los procesos y los tiempos, siempre desde esa mirada hacia el niño interior.

En eso también el libro de Rhodes es un regalo. Nombra el dolor. Cáustico, aunque no escabroso. Nítido y escalofriante, pero hablando del otro lado del túnel. Donde hay luz. Y otra vida, a la que se llega SOLO si se da voz a aquel niño aplastado en cada violación. Este libro debería ser lectura obligada en las facultades de psicología, medicina, educación, las escuelas de formación de jueces y fiscales, trabajo social… todas las carreras cuyos profesionales, lo sepan o no, tendrán sentadas delante de ellos cientos de víctimas (como mínimo) a lo largo de su carrera profesional. Describe la disociación, el síndrome de estrés postraumático, los cuadros alucinatorios, las sensaciones corporales, las autolesiones (en mi opinión uno de los pasajes más difíciles del libro), el insomnio, las pesadillas, los trastornos alimenticios e intestinales… todo. Infinitos pequeños matices que profesionales, instituciones y familias no ven. Porque no pueden, o porque no quieren, o por una mezcla de ambas causas. Dolorosísima es la carta de la profesora que vio, intuyó, incluso pidió ayuda que le fue negada, y luego dejó ir. Dolorosa la declaración policial de él. El curso judicial del caso, que sólo parece cambiar cuando ella contribuye con su testimonio a la denuncia. Desgarrador el papel de muchos profesionales de la psicología y la psiquiatría en la historia y trascendental para la recuperación de Rhodes el de otros. Reflejadas las instituciones, sin más. Y desgarrador tener que seguir escuchando a gente que se permite decirle que habla de los abusos para vender libros, o para ser más famoso, o que le dice, como tantas veces escuchan las víctimas: “Si esto pasó en el pasado, ¿por qué no pasas página y sigues adelante?”. Todo esto forma parte también del silencio y la injusticia.

Os dejo un vídeo de una entrevista que le hicieron. Está en inglés, pero veréis su rostro y parte de la historia. Y, sobre todo, oiréis su voz:

Hay un aspecto concreto en el que el autor insiste en la historia y son los dos factores que le llevaron a romper la disociación, que deberían tenerse mucho más en cuenta de lo que se tienen en el ámbito profesional. Porque cuando hablamos de mantener la disociación hablamos de una persona que pudo estudiar, terminar una carrera universitaria, trabajar con gran “éxito” económico y social en la City londinense, casarse y tener un hijo, incluso más adelante fingir su rehabilitación lo suficiente para poder ser dado de alta de varias instituciones psiquiátricas. Y él menciona dos momentos en que esa disociación se volvió imposible de sostener. El primero, cuando habló por primera vez de las violaciones a una terapeuta desconocida en una asociación de ayuda a niños y niñas abusados, que le instó a que hablara con su mujer. Y una vez que habló, que nombró, no hubo vuelta atrás. Una vez más la voz de la víctima.

El otro momento es el nacimiento de su hijo, y especialmente cuando éste llega a la edad que él tenía cuando comenzaron las violaciones. Es muy común que esto suceda en las historias de abuso sexual infantil oculto, disociado o incluso olvidado. Describe de una manera increíble como para él el amor a su hijo va de la mano con el terror por saberse incapaz de protegerle de cosas como las que él vivió. Cosas que para quien no fue víctima pueden ser una posibilidad teórica, para él son una certeza. Ocurren. A él le pasaron. Y nadie pudo o supo verlo. Del mismo modo le puede pasar a su hijo. El pasaje en el que describe los interrogatorios a los que sometía a las directoras de las escuelas infantiles donde pensaban llevar al niño (“¿contratan ustedes profesores del sexo masculino?, ¿llegan a quedarse solos con los niños?, ¿hay alguna zona del colegio que no cubran las cámaras de seguridad?”…) es tan gráfico como angustiante. Describe la infancia como un territorio lleno de peligro, dolor y terror. Y a eso le añade la culpa por haberlo traído a este mundo. La simple posibilidad del daño a su hijo le resulta insoportable. Y del mismo modo, la certeza del daño que él mismo está haciendo a su hijo con su desequilibrio es una de las motivaciones básicas para no suicidarse, pedir ayuda y seguir con el tratamiento terapéutico. El dolor de su hijo y la música lo salvan.

Pero para mí Instrumental es sobre todo un libro lleno de AMOR A LA VIDA. Lo dice en su contraportada, pero es que es cierto. Solo desde un amor a la vida inmenso se puede no solo sobrevivir sino desarrollarse, salir del alcohol, las drogas, la medicación, los ingresos psiquiátricos y amar, ser padre, ser concertista, ser amigo y escribir este libro. Ese amor a la vida que anidaba en ese niño de cinco años, y que alguien, el profesor Lee (no olvidemos los nombres y los rostros de la tortura) aplastó bajo una losa de dolor, terror y culpa. Llegar a ser un concertista brillante de un modo autodidacta para mí tiene tanto o más valor que lograr volver a amar a otra persona, o salir del alcoholismo después de vivencias como las que narra. El valor del amor a la vida, a la música, a un hijo o a una persona. El amor es la fuerza. Y en la historia de James Rhodes, él supo ver y anclarse a ese amor (una pieza de música, un abrazo de su hijo, una llamada de un amigo…).

Porque ahí enlazo con algo que él menciona al principio y al final del libro sobre todo, como la pieza musical que abre el primer y último capítulo del libro: sus cinco personas. Su madre, su novia, su hijo, su mánager y su mejor amigo. Los psicólogos lo llamamos guías de resiliencia. Esas personas que no se van, que abren la puerta a las cuatro de la mañana, que abrazan el llanto, incluso la autocompasión y la estupidez en casos, que abren su corazón una y otra vez a la persona cuando él es capaz de acercarse, los que están suficientemente cerca para ser los hilos de amor, de sostén, de esperanza. Porque el terror anula la capacidad de sentir, ver y esperar un mañana. Y alguien tiene que prestar ese mañana y creer por los dos. James Rhodes es quien es por su fuerza, y por el amor recibido. Y como bien le dice en un momento del libro al profesor que le violó, “al final gané”.

Nuestra responsabilidad radica en ser amor, esperanza y justicia para tantos y tantos y tantos otros silencios.

Leed Instrumental, James Rhodes lo merece. Y todos los demás niños y niñas víctimas (incluyendo los que anidan dentro de personas ya adultas hoy) también.

Pepa Horno


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