Los niños no miden la ciudad como un adulto.
Y es que al pensar y construir una ciudad a la medida de un niño
estamos haciendo una ciudad de escala universal que será buena para todos.
Así de simple. Es un asunto más de voluntad y sentido común que de recursos.
Tuline Gülgönen y Ana Álvarez,
documental La Ciudad Grande,
El Documental se adentra en la Ciudad de México a través de las miradas y actividades paralelas de diversos niños, en sus horas de ocio, de niños haciendo nada con un ...
Para un adulto, moverse en la ciudad generalmente se reduce al acto de conectar un punto de origen con un punto de destino para realizar una actividad específica. Mientras menos dure el desplazamiento, mejor.
Para un niño en cambio, el viaje es toda una experiencia que brinda la oportunidad de descubrir, aprender, fantasear y jugar con todo eso que en el caso de los mayores cae en el aburrido saco de lo cotidiano.
Para los niños cada paso es una meta en sí misma, y el camino puede revestir mucho más interés que el lugar de destino. Actitud zen en estado puro.
Las percepciones propias de la experiencia del habitar urbano también son distintas. Los niños no miden la ciudad como un adulto: todavía no han desarrollado ese radar interno que nos permite estimar la velocidad de los objetos, y por eso tienen dificultades para determinar si un vehículo está detenido o en movimiento. Les cuesta distinguir de dónde vienen los sonidos. Su comportamiento es poco previsible, se distraen (o mejor dicho, se sienten atraídos) fácilmente, y cuando caminan rara vez mantienen un ritmo constante. Todo les puede llamar la atención. Otras veces nada. Pueden encontrar el mismo atractivo en un globo de colores que en una ramita tirada en el suelo. Recogen corcholatas, flores, insectos muertos. Pasan de la euforia a la más profunda apatía en unos pocos minutos. Los más pequeños se cansan rápido. Se tropiezan, se caen, se mojan, se ensucian.
De nadie he aprendido más de diseño urbano que de mis hijos. Siempre he creído que observarlos, escucharlos, y meterse en sus zapatos es la mejor manera de pensar y concebir una ciudad verdaderamente incluyente. Y sin embargo las ciudades no miran ni escuchan a sus habitantes más pequeños. Menos aun se meten en sus zapatos. Esto es precisamente lo que hacen Tuline Gülgönen y Ana Álvarez en su recientemente estrenado documental La Ciudad Grande, que se adentra en la Ciudad de México a través de las miradas y actividades paralelas de diversos niños. De niños en sus horas de ocio, de niños haciendo nada con un propósito específico, de niños sin plan, tratando de armarse la tarde con lo (poco) que la ciudad les ofrece, inventándose y adaptando espacios que no fueron creados de acuerdo a sus medidas y necesidades.
Ciudad grande
En los 30 minutos de documental la ciudad descarga toda su hostilidad en el interminable viaje en patín del diablo de Jonás por unas aceras llenas de obstáculos en Coyoacán (Hoyoacán), en las que no puede andar diez metros sin tener que parar y bajarse. Este accidentado viaje tiene su correlato en Braulio y su bicicleta, que de útil vehículo se transforma en pesado lastre al momento de cruzar un puente elevado en las fragmentadas callejuelas de Xochimilco. La agresividad de la Ciudad de México hacia sus niños se reparte democráticamente. Andrea sólo ve la luz del sol cuando juega tenis en la azotea del lujoso edificio donde vive en Polanco. Ella deambula, siempre sola, por las amenidades de un condominio construido para prescindir de la ciudad que le rodea: la tienda, la peluquería, la alberca que se balconea sobre los patios donde juegan otros niños (¿menos afortunados?) que viven en casas amenazadas por el avance inmobiliario. La única compañía de Andrea es el walkie-talkie con el que comunica cada uno de sus pasos a un alguien indeterminado (¿su mamá, una empleada doméstica, una grabadora?)
La cámara juega con las escalas: el columpio chirriante por la falta de mantenimiento es un engranaje más de un mecanismo mayor en que la ciudad está lejos de ofrecer un espacio para el gozo y la vida en comunidad. A los niños se les segrega donde no había algo mejor que poner: los juegos en medio de un páramo de pavimento, la cancha aislada sin la vigilancia pasiva de los vecinos, donde la presencia de alguien “sospechoso” basta para frustrar toda una tarde al aire libre. La ciudad es permanentemente hostil con los protagonistas, que sin embargo se las arreglan para apropiarse de ella a través del juego: un viaje en pesero es una aventura, todo es cancha en los empinados cerros de Iztapalapa, mientras los contaminados canales de Xochimilco son el escenario ideal para todo tipo de fantasías. La pendiente, el agua encharcada, los múltiples rincones olvidados de la infraestructura no son obstáculos para desatar la imaginación, para apoderarse a través del juego de los interminables espacios residuales que la ciudad ofrece.
El relato de múltiples voces de La Ciudad Grande finalmente vuelve a las raíces de lo que debiera ser la construcción de una ciudad de acuerdo a los sueños, aspiraciones y necesidades de sus habitantes.
Y es que al pensar y construir una ciudad a la medida de un niño
estamos haciendo una ciudad de escala universal que será buena para todos.
Así de simple. Es un asunto más de voluntad y sentido común que de recursos.