No hace mucho, un compañero de cuitas infantológicas me
relataba cómo, tras una rueda de prensa en la que había presentado los
resultados de un estudio sobre la población infantil usando este mismo
término, o los de “niños” y “niñas”, comprobó atónito que los medios
habían descrito en sus titulares a alguien que siempre era nombrado en
calidad de “menor”. No pude menos que identificar una sensación que he
experimentado muchas veces: la de ser una especie de paladín que siempre
ha de luchar contra el eco de un ejército mucho más numeroso que el mío
que insiste en doblegarme en un hablante dispuesto a repetir
machaconamente los mismos lugares comunes cargados de malasombra. Sí,
igual que un Jedi que siente el aliento de Darth Vader en la nuca y al
que sólo le salva de caer del lado oscuro su empecinamiento en estar del
lado correcto. ¿Por qué sucede que unos (y unas) tenemos siempre que
sobreexplicarnos en la misma medida que otros nos empujan al
sobreentendimiento?
En los tiempos del lenguaje identitario, que es ese que representa y
simboliza la ideología de un grupo, no es cuestión baladí ni andanza sin
barullo tratar de dilucidar por qué los medios dicen lo que dicen. Ni
tampoco voy a ser yo el que le empuje a la corrección política, ese
plato necesario que, sin embargo, siempre llega un poco frío a la mesa.
Denotemos: resulta que el palabro “menor”, en su brusquedad, no
significa nada salvo aquello que es inferior a otra cosa o menos importante
y, en todo caso, apunta nuestro diccionario normativo, se refiere al
“menor de edad”. Así que ya tiene una pieza de la solución: nos gusta
mutilar los términos para que no digan lo que parece y como la edad es
una variable fácil de identificar y se le pueden calcular hasta
fracciones, la escondemos con la pericia del prestidigitador. Pero no se
vaya todavía, aún hay más. Verá, en un plano connotativo lo cierto es
que el uso absolutamente abusivo del término “menor” no es un mero
accidente, sino que de alguna manera incorpora también una marca
identitaria pero al estilo del reverso tenebroso de la fuerza: diluyendo
con el blando azote de la falsa conciencia a sujetos y colectivos que
son enteros y complejos (los niños y las niñas) en planos cargados de
connotaciones negativas e intencionalmente introducidos en la
conversación. La razón por la que necesitamos esta palabra, “menor” o
“menores”, es porque necesitamos seguir creyendo como sociedad en la
narración fabulosa de la arcadia perdida de la Infancia y para ello nos
forzamos a distinguir quiénes pueden entrar en el paraíso y quiénes no.
Palabras que ejercen, en suma, de dispositivo de control de fronteras.
Mi colega encontró que sus “niños” y “niñas” se habían convertido en los
titulares en “menores” porque el estudio que presentaba trataba sobre
la violencia que sufre la población infantil. Si hubiera versado sobre
las últimas tendencias de la industria juguetera para la próxima noche
de reyes otro gallo habría cacareado. Porque necesitamos seguir creyendo
en lo que sabemos que no existe (tres reyes que vienen de oriente para
colmar a nuestros hijos de regalos) pero también seguir ignorando lo que
sabemos que existe (la violencia, sí, también amenazando a nuestros
hijos). Así que, igual que el mundo de la economía necesita a veces un
“banco malo” que aglutine activos tóxicos para seguir creyendo que el
capitalismo financiero funciona, nuestra imagen colectiva de la Infancia
necesita un término emponzoñado que discrimine a los niños que se
ganarán el paraíso de los que no (esos de los que también solemos decir
que “les han robado la infancia”). Usted no pensará nunca en sus hijos
como “sus menores” ni su vecino exclamará nunca cuando se encuentren en
la escalera “¡hay que ver cómo crecen sus menores!”. O a lo mejor sí,
pero entonces tiene motivos para la preocupación porque solo son
“menores” en nuestro particular idiolecto perverso las niñas o los niños
abusados, violadas, deportados, agredidas, asustados, agresores,
desplazadas, maltratados, desahuciados, internadas, golpeados,
humilladas, desposeídas o robados; por ofrecerle solo algunos ejemplos. Y
la razón por la que usted no piensa en su prole como “menores” es
porque, al menos mientras no se demuestre lo contrario, usted les quiere
y no desea zaherirlos, siquiera simbólicamente.
A esto le puede añadir todas las consideraciones que desee: sobre la
extrañeza de un término jurídico que ha mutado como la cepa de un
irreductible virus y colonizado nuestro lenguaje cotidiano o sobre lo
fácil que resulta para los que lo usan resbalar por el tobogán lubricado
del “menos que” y acabar justificando cualquier gesto de sometimiento y
control sobre la población infantil. Yo no lo voy a hacer. He llegado
hasta aquí y creo que ya he abusado lo suficiente de su atención. Es
posible que, en el futuro, tenga que seguir sobreexplicándome cada vez
que alguien me escamotee a niñas y niños para arrojarles a las sombras,
pero seguiré haciéndolo porque, una vez que uno conoce el bien, necesita
predicarlo. Usted, mientras tanto, témale al reverso tenebroso de la
fuerza porque está donde menos se le espera. También en las palabras.
Tengo las mismas sensaciones que usted. Los agentes de la autoridad, el ámbito jurídico, los servicios sociales y los medios de comunicación no suelen fallar. Su término único es "menores". Sanitarios y docentes se suelen librar.
ResponderEliminarAñado dos apuntes: los que tenemos cierta edad recordamos los tribunales tutelares de menores.Época donde la infancia eran sujetos tan pequeños que no tenían derechos. Los ejercían por ellos otras personas. Ahora que sí los tienen reconocidos, el uso del término es extemporáneo del todo.
Segunda cosa: decir que sigue refiriéndose a los que son menores para algo (conducir, por ejemplo)no es generalizable y, por tanto su uso es sumamente impreciso: no es lo mismo conducir que casarse, votar según qué, o dar un consentimiento, tener responsabilidad penal, etc.
Por todo ello su uso deja en mal lugar a quien lo hace. Pero lo peor es que quienes no trabajan con la infancia normalizan su uso al oirnos utilizarlo a los profesionales.