La infancia se ve cada vez más comprimida por un impulso a la aceleración del tiempo en busca de lo híper: hiperactivos, hiperconectados, hipersexualizados, hiperregalados… Eso tiene sus consecuencias.
05/02/2024
¿Los niños son adultos en miniatura? El historiador Philippe Ariés evocaba esta imagen esculpida en muchos mausoleos medievales. Para Freud, la infancia es imborrable. Entre los primeros años y la pubertad situó el período de latencia, equivalente más o menos a la actual educación primaria (6-12 años). Diferenciaba esta etapa de la primera infancia y la adolescencia porque aquí observamos una suerte de stand-by de la sexualidad tras los primeros escarceos infantiles y la aparición de sentimientos de pudor y vergüenza. La sexualidad seguía allí, pero el niño/a se daba un tiempo para comprender y curiosear antes de devenir un púber sexuado.
La novedad de nuestra época es que la infancia se ve cada vez más comprimida por un impulso a la aceleración del tiempo en busca de lo híper: hiperactivos, hiperconectados, hipersexualizados, hiperregalados… Eso tiene sus consecuencias: tendemos a borrar la diferencia niño-adulto y proyectamos en ellos nuestros valores y modos de goce como si fueran adultos en miniatura. Los queremos dándolo todo, con funcionamientos de excelencia (multiactividades, monitoreo de resultados), con semblantes adultos (maquillaje precoz, ropa atrevida), dispuestos a decisiones que no les corresponden: organizar planes familiares, automedicarse (el 50% de los adolescentes toman psicofármacos sin recetas), concluir en su identidad sexual… Parece como si confundiéramos los derechos legítimos de la infancia (ser protegidos, escuchados) con el derecho a la autodeterminación de su ser, todavía en construcción.
Hoy, ya hay escuelas que celebran la graduación de los niños que acaban el parvulario y lo hacen imitando los actos de final de bachillerato o universitarios: fiesta, discursos y diplomas. La graduación nació como uno de los rituales que marcaba el final de la adolescencia y el paso a la edad adulta. Cobraba todo su sentido como umbral de nuevos derechos y nuevas obligaciones. ¿Qué sentido tiene ese rito a los 5-6 años? Devaluar este ritual es enviar un mensaje (consciente o no) de que pasar de parvulario a primaria supone la entrada en una nueva edad, cosa absolutamente falsa. Borramos, así, lo propio de la infancia que –a diferencia de otros momentos vitales posteriores– no es una edad para decidir ni comprometerse a nada. Es una edad para disfrutar, curiosear, explorar…
Tenemos también leyes que regulan la identidad sexual de las personas trans. Son normas necesarias y bienvenidas, pero en algunos aspectos cuestionables, cuando precipitan conclusiones sin permitir espacios de reflexión y espera antes de decidir cosas tan importantes como una intervención quirúrgica en el cuerpo, muchas veces irreversibles. Que un niño o una niña antes de la pubertad –y en una parte de la adolescencia– afirme querer cambiar de sexo o declararse del género no asignado no significa necesariamente una voluntad real y consentida. Hay que explorar caso por caso, porque no es igual alguien que desde muy pequeño ha sentido que, siendo chico, era una niña (o viceversa) –y esto le ha acompañado a lo largo de su vida– que alguien, presionado por el ambiente o simplemente molesto con algún aspecto de su vida, quiera encontrar otro camino. Aceptar que ellos lo pueden determinar solos es considerarlos adultos antes de tiempo.
También darles un móvil –u otro gadget– de manera precoz (en España el 50% de los niños/as de 10 años ya lo tienen) es otra forma habitual de precipitar su adultez. Nadie piensa a esa edad en darles las llaves de su casa, dejarles beber alcohol o animarlos a conducir y, sin embargo, les abrimos las puertas a un mundo más amplio y complejo, con muy pocas normas. Algunas familias, incluso, aceptan que su hijo de 14 años lleve a casa a su pareja y duerman juntos, alegando que se quieren y son felices.
Podríamos continuar el listado, pero todas estas situaciones –a pesar de las buenas intenciones conscientes que muchas veces tienen– son procedimientos concretos de borrado de la infancia. Y, en ese sentido, son signos de desamparo, puesto que los dejamos en una situación que ellos no pueden gestionar y que los sobrepasa psíquicamente.
El ideal de acelerar su funcionamiento y sus resultados es una orientación que los perjudica porque no les deja descubrir la vida al ritmo que la pueden subjetivar (hacer suya). El psicoanalista Jacques Lacan definía una manera precisa de pensar nuestro tiempo en 3 secuencias: el instante de mirar (cuando intuimos algún deseo), el momento de concluir (cuando tomamos una decisión) y, en medio, el tiempo para comprender (intervalo necesario para comprender las consecuencias de ese deseo y tomar una decisión). Cuando suprimimos ese tiempo para comprender (la infancia), no entendemos nada de lo que está pasando y nos condenamos a la repetición de un fracaso.
Las redes sociales y la realidad digital –como explicamos en nuestro libro ¿Adictos o amantes?– han supuesto un factor decisivo en este proceso híper, porque contribuyen a borrar los límites propios de la vida: espacio y tiempo. Allí lo encontramos todo inmediatamente y sin restricciones. Ya hay quién pronostica que en poco tiempo el 80% de los contenidos en internet los generará la IA y tendrán carácter sexual. Hoy ya existen 700 millones de páginas porno (contando tan solo los 20 primeros países del ranking) y Pornhub –la web preferida por los adolescentes– atrae 3500 millones de visitas al mes.
Borrar la infancia es introducir un desamparo, justo en el momento en que debemos proteger ese tiempo, que -atravesado a su ritmo- les permitirá hacerse adultos.