Ante el comienzo de campañas electorales en España,
volvemos a recircular este artículo.
Han pasado 10 años,
y en España no se ha movido este asunto:
de las niñas, niños y adolescentes.
Lourdes Gaitán Muñoz. Socióloga,
Presidente GSIA.
Junio 09. Nº 85.
En este artículo se desarrolla la idea de la participación política de las personas menores de edad como componente de los derechos de participación reconocidos a los niños, niñas y adolescentes en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Para ello se comienza examinando la posición de los niños en la sociedad, así como su evolución en el último siglo y medio. Otro tanto se hace con la historia de los derechos de los niños, antes de llegar al análisis del contenido de la Convención citada, y en especial de la consideración que en la misma recibe el tema de la participación infantil. Se discuten después las diferentes alternativas orientadas a lograr la ampliación de la representación política de las personas más jóvenes, así como los argumentos con los que se defiende la pertinencia de mantener el actual statu quo, para finalizar proponiendo la necesidad de encontrar nuevos caminos de participación en la cosa pública, sea para niños o para mayores.
Históricamente las personas menores de edad son el último grupo social que no ha visto reconocidos todavía sus derechos a reclamar una participación activa en los recursos políticos y económicos de la sociedad de la que forma parte. Jens Qvortrup se apoya en la siguiente frase de Bendix, quien el relación a las revoluciones políticas e industriales de Occidente afirma que “han llevado al reconocimiento de los derechos de ciudadanía para todos los adultos, incluyendo a aquellos que se encuentran en posición de dependencia económica” (1977:66) para significar que ello no ha sido así para los niños, que no han obtenido ventaja, como sujetos, de estos cambios, ya que de algún modo son todavía parte de un sistema feudal que no concede derechos inmediatos a sujetos en posición de dependencia económica tales como lo eran los aparceros, obreros o sirvientes, que venían a ser clasificados bajo el paraguas del hogar de sus amos y representados por ellos.
Dada esta situación, la defensa de la rebaja de la edad a la que una persona está habilitada para participar en la vida política a través del ejercicio del voto viene a ser una reivindicación que se inscribe en la extensión progresiva de los derechos de la persona, como integrantes de los derechos de ciudadanía, que se viene impulsando en las democracias avanzadas, especialmente a partir del último tercio del pasado siglo. Con la particularidad, en este caso, de que no son las personas directamente afectadas las que, de forma individual o colectiva, reclaman que sean removidas las diferencias que les separan de otros seres humanos (adultos), sino que son estos otros los que elevan sus voces a favor de una mayor participación. Ello es porque el grupo infantil es uno que no logra su emancipación gracias a su reivindicación o a su lucha, sino simplemente por el paso de los años (Gaitán, 1999).
En este artículo se desarrolla la idea de la participación política de las personas menores de edad como componente de los derechos de participación reconocidos a los niños, niñas y adolescentes en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño. Para ello se comienza examinando la posición de los niños en la sociedad, así como su evolución en el último siglo y medio. Otro tanto se hace con la historia de los derechos de los niños, antes de llegar al análisis del contenido de la Convención citada, y en especial de la consideración que en la misma recibe el tema de la participación infantil. Se discuten después las diferentes alternativas orientadas a lograr la ampliación de la representación política de las personas más jóvenes, así como los argumentos con los que se defiende la pertinencia de mantener el actual statu quo, para finalizar proponiendo la necesidad de encontrar nuevos caminos de participación en la cosa pública, sea para niños o para mayores.
Cambios en la visión del niño y de su lugar en la vida social
Quizá sea necesario comenzar explicando que el concepto de niño o niña que se va a utilizar en este artículo se corresponde, precisamente, con la definición contenida en el artículo primero de la Convención de las Naciones Unidas, esto es, todo ser humano menor de 18 años de edad, sin perjuicio de que pueda discutirse la oportunidad de englobar realidades tan diferentes como las que son propias de un niño o niña de 2 años y las de uno o una de 16, bajo la misma etiqueta. Ya metidos en la clarificación de conceptos, cabe decir que por infancia se entiende aquí, no tanto un colectivo de niños, niñas y adolescentes, como un espacio de la estructura social cuyas características están histórica, geográfica y culturalmente definidas y que determina la manera de ser niño en una cierta sociedad. Se considera, finalmente, que niños, niñas y adolescentes configuran un grupo social minoritario, cuyo rasgo más común es precisamente el de encontrarse por debajo de una edad establecida legalmente, lo que restringe su capacidad de hacer, a la vez que le proporciona una protección especial.
Pues bien, tomando la perspectiva histórica como punto de partida, cabe acudir a la obra de un historiador francés, Philip Ariès (1987) cuyo texto titulado El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, pese a su carácter localista (se limita a fuentes francesas de los siglos XVI y XVII) ha tenido la virtualidad de abrir el paso a la reflexión acerca de la infancia, no como un hecho natural, sino como una realidad socialmente construida. Según Ariès, la sociedad antigua no podía representarse bien al niño, y menos aún al adolescente, el ser humano pasaba de bebé a hombre y la socialización no estaba ni garantizada ni controlada por la familia, sino que el aprendizaje se producía por la convivencia de los niños con los adultos.
Sin embargo, ya desde finales del siglo XVII se produce una modificación de las costumbres y surge un nuevo espacio para el niño y la familia en las sociedades industriales: la escuela sustituye al aprendizaje como espacio para la educación y la familia se convierte en un lugar de afecto necesario. Estos cambios están en buena medida influenciados por la obra moralizante de reformadores católicos o protestantes, por los jueces o por los estados. El resultado es que los niños importan y se otorga un gran interés a su educación, de cuyo éxito depende el avance de las sociedades modernas. El descubrimiento de la infancia, como espacio vital dotado de especiales atributos, vendría a ser así un producto más de la modernidad.
Para algunos autores (Prout, 2005; Verhellen,1993; Therborn, 1993) lo sucedido a lo largo de los siglos XIX y XX no es sino una continuación del curso de acontecimientos descritos por Ariès, en el sentido de estar marcado por una fuerte separación entre el mundo infantil y el mundo adulto. Las principales estrategias adoptadas para conseguir tal separación, en el ámbito de los países occidentales, consiste en retirar a los niños del trabajo y de la calle, y establecer la escuela y la familia como los lugares apropiados para los niños. A partir de ahí la vida de los niños se desarrolla y se estudia principalmente en estos ámbitos privados, y los niños se ven separados progresivamente de la vida pública. De alguna manera se produjo un intercambio: mayor protección por menor libertad de los niños.
En los citados países occidentales, y casi al mismo tiempo (en torno al cambio del siglo XIX al XX) aparecen leyes de protección (que significan control) y leyes de escolarización (que significan socialización). A través de estas leyes e instituciones específicas las personas menores de edad quedan separadas del mundo social e incluidas al mismo tiempo en un mundo propio, en una moratoria donde tienen que esperar, aprender y prepararse para la “vida real” ya que todo lo serio de la vida se sitúa para ellos en el futuro.
Evolución histórica de los derechos de los niños
Las normas legales pueden ser consideradas como indicadores de los valores dominantes en una sociedad y en un momento histórico determinado. En lo que se refiere a las personas menores de edad, el tenor y el contenido de las leyes que regulan, sea las obligaciones de protección hacia ellas o sea el disfrute de derechos individuales por su parte, señalan tanto el carácter de las relaciones entre niños y adultos, como el lugar que se les adscribe a los primeros en la sociedad.
En el ámbito de la protección suele señalarse cómo las primeras medidas legales frente a la crueldad y negligencia de los adultos hacia los niños tuvieron lugar después de que aparecieran las primeras medidas contra el tratamiento cruel de los animales, de las que aquellas toman ejemplo. La protección de los menores de edad que trabajaban empleados en la industria fabril desde principios del siglo XIX fue también objeto de regulación tempranamente (en Inglaterra a partir de 1802) si bien su aplicación y cumplimiento tardó más en madurar.
Goran Therborn (op. cit.), autor de uno de los pocos ensayos que existen sobre derechos de los niños en una perspectiva comparada, distingue dos etapas en el desarrollo de las medidas legales que afectan a las personas menores de edad durante los dos últimos siglos, cuyos rasgos característicos son resumidos por él mismo en dos palabras, a saber, constitución y emancipación.
La constitución del concepto moderno de menor definió lo que es la minoría de edad y lo que son los menores, y lo hizo principalmente a través de las leyes que establecían la escolarización de los niños y niñas comprendidos entre determinados tramos de edad, así como las que limitaban el empleo y los tipos de trabajos que los menores podían o no podían realizar, graduados asimismo de acuerdo con su edad. Otras normas significativas para la definición del estatus de “menor” fueron las referidas a las responsabilidades penales, o a la protección frente a situaciones de abuso, violencia o maltrato.
Lo que Therborn denomina proceso de emancipación legal de los menores se refiere principalmente a la consolidación del niño o niña como ser individual en el seno de la familia. Por un lado, la legislación protectora de finales del siglo XIX suponía el establecimiento de ciertas obligaciones de los padres o tutores hacia los menores. De otra parte, la educación pública de carácter universal significaba un tratamiento de los menores como individuos, involucrados en una relación directa con el estado en esta área en concreto. Ambas cosas conducen a pensar que había ya en esa época un reconocimiento implícito de los menores como individuos, que también tienen derechos, referidos no sólo a la vida, sino también a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Este proceso de emancipación legal de los menores se produjo en tres fases en el ámbito de los distintos países analizados por Therborn (los que de modo convencional se denominan “occidentales”). Así, desde el final de la I Guerra Mundial se fueron promulgando leyes que suponen, en primer lugar, la sustitución de la jerarquía paterna por una unión consensuada de padres e hijos, centrada en estos últimos. En segundo término, la igualdad de los hijos ante la ley, independientemente del estatus marital de sus padres. Por último aparece un conjunto de derechos que legitiman la autonomía e integridad personal del menor, tanto dentro como fuera del contexto familiar, pero siempre relacionado con éste.
El análisis de Therborn se detiene ahí, en la emancipación relativa de los menores respecto a la primitiva estructura jerárquica patriarcal vigente en la familia, sin embargo, nos deja también algunas sugerencias que recogeremos en este texto para argumentar la existencia de un hilo conductor que señala la continuidad de un proceso de reconocimiento de las personas menores de edad como seres humanos plenos. Valga en este sentido el siguiente párrafo que se puede leer en el texto que venimos comentando:
El desarrollo de los derechos de los menores puede ser analizado como parte de un vasto proceso cultural de modernización a raíz del cual consiguieron afirmarse ciertos principios de individualismo igualitario y del igualitarismo individualista. (op. cit.: 115).
Del mismo modo que estos principios sirvieron a la causa de la emancipación de las mujeres, pueden considerarse elementos básicos para reflexionar sobre la autonomía y la libertad de pensamiento y de acción que hoy consideramos que se encuentra limitada en el caso de las personas que hemos definido como “menores”.
Los derechos de los niños, niñas y adolescentes en una perspectiva mundial
La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), adoptada por las Naciones Unidas en noviembre de 1989, y refrendada por todas los países del mundo excepto por dos1, constituye en este momento el paradigma de la concepción del papel y el lugar de las personas menores de edad que habitan en la Tierra. La Convención se inscribe en el proceso de desarrollo de los Derechos Humanos, formulados en la Declaración Universal de 1948, y se entiende como una forma de concreción de estos derechos en el caso de un grupo de población considerado especialmente vulnerable y merecedor de una protección especial. La Convención vino precedida de otros documentos internacionales de carácter consensual, y se vio impulsada por la iniciativa de algunos gobiernos y especialmente por los movimientos en defensa de los derechos de los niños. Merece la pena girar siquiera una breve mirada al recorrido histórico que siguieron las iniciativas de unos y otros a lo largo del siglo XX.
El antecedente más remoto de la Convención es la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Sociedad de Naciones en 1924, respondiendo a una iniciativa impulsada por Eglantyne Jebb, presidenta de la fundación británica Save the Children y fundadora de la Save the Children International Union, primera asociación internacional que reunía a diferentes organizaciones de ayuda a la infancia de ámbito nacional con el objeto de llevar a cabo en común una presión a favor de la infancia.
El carácter pionero de esta Declaración, que por primera vez proponía una atención especial a las necesidades sociales y económicas de los niños, no es óbice para señalar que estaba orientada por una visión benéfica y protectora, que no daba espacio a la autonomía de los niños ni se refería a derechos de los menores en sí, sino a obligaciones que los adultos tendrían respecto a ellos.
Terminada la II Guerra Mundial, los movimientos a favor de los derechos de los niños retoman la iniciativa, tratando de que Naciones Unidas ratifique la Declaración de Ginebra, cosa que se produce en 1948, el mismo año de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El debate acerca de si ya esta última Declaración servía también para los niños, o si continuaba siendo necesaria un acuerdo específico, duró otros once años, hasta que el 20 de noviembre de 1959 se aprobó una Declaración ampliada sobre los Derechos del Niño.
En el tercer Considerando del preámbulo de esta segunda Declaración se expresa que el niño, por su falta de madurez física y mental, necesita protección y cuidado especiales, y de forma congruente con esta premisa, los diez principios que componen la Declaración se orientan principalmente a detallar los ámbitos y contenidos de esta protección, que afectarán a las oportunidades y servicios necesarios para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente, a disfrutar de los beneficios de la seguridad social, a recibir educación, que deberá ser gratuita y obligatoria al menos en las etapas elementales, o a ser protegido contra toda forma de abandono, entre otros principios. También se declara que no deberá permitirse al niño trabajar “antes de una edad mínima adecuada” (que no se especifica) y se consagra como principio rector “el interés superior del niño”, el cual siempre arrastra el problema de que son los distintos adultos que gobiernan la vida de los niños quienes interpretan cuál es en cada caso este “interés superior”, lo que da lugar con frecuencia a diferencia de criterios que en ocasiones llegan a ser graves, redundando en perjuicio real para los niños, quienes, en esta Declaración carecen de cualquier tipo de autonomía o protagonismo, apareciendo como meros receptores de la protección que les es debida por parte de la sociedad adulta.
Transcurridos casi otros veinte años, en 1978, el Gobierno de Polonia propuso aprobar nuevamente la Declaración de los Derechos del Niño de 1959, pero esta vez como acuerdo vinculante. Sin embargo, algunos países occidentales exigían una revisión más a fondo de un texto que consideraban que se había quedado obsoleto, y que en ciertos aspectos no era compatible con los demás acuerdos adoptados sobre los Derechos Humanos, por lo que podría causar una disminución en los estándares internacionales alcanzados en esta materia. Ante este tipo de resistencias, el gobierno polaco presentó al año siguiente un borrador nuevo y ampliado, que se convirtió en documento de base para los debates que, a partir de entonces, se iniciaron.
Puesto que la Convención sobre los Derechos del Niño tuvo que esperar a ser aprobada hasta noviembre de 1989, es posible imaginar el complejo proceso de negociación y consenso, artículo a artículo, que tuvo que desplegarse, con el fin de que el nuevo documento obtuviera el beneplácito de todos los países del mundo y de que estos se comprometieran a ratificarlo así como a incorporar sus mandatos en la propia legislación interna. Además de los gobiernos de los estados-parte en la Convención, en su proceso de elaboración tuvieron un papel muy importante algunas organizaciones especiales de Naciones Unidas (como la UNICEF o la OIT) así como las organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa de los derechos de los niños, que llegaron a constituir un grupo ad-hoc para este fin.
El documento que finalmente fue aprobado por la Asamblea de las Naciones Unidas representa, para algunos La síntesis más acabada de un nuevo paradigma para interpretar y enfrentar la realidad de la infancia (Pilotti, 2000). La virtud más notable de la Convención reside en la expresa y reiterada atribución de derechos a los niños por sí, a los niños como personas. Junto a ello es destacable que sean los “estados parte” de la Convención los que reconocen estos derechos y adquieren el compromiso de velar por su cumplimiento, y asimismo que se establezca, en la propia Convención, un sistema continuado para el seguimiento de los avances que se van logrando en los distintos países respecto a la protección de aquellos derechos y a la promoción del bienestar de los niños. Del lado de los defectos, los más señalados derivan de una concepción adultocéntrica de las relaciones niño- sociedad, y de una visión basada en la cultura occidental dominante, latentes ambas cosas en el texto de la Convención.
De una parte, la retórica de la Convención expresa un orden generacional deseado, y así, los niños tendrán acceso a los recursos, según se establezca; los derechos de protección, que no tocan las relaciones de poder entre adultos y niños, son los más desarrollados, mientras que los auténticos derechos de participación, que desafiarían la jerarquía de poder entre generaciones, tienen un alcance limitado y un desarrollo escaso (Agathonos, H., 1993). La visión de los niños como seres dependientes y de la infancia como etapa de preparación para la vida adulta queda reflejada y reforzada en la Convención. Esto conduce a contradicciones que desafían los principales impulsos innovadores que la misma propone. Por ejemplo, el artículo 2, que se dirige a evitar cualquier forma de discriminación “entre niños”, nada dice de la discriminación con respecto a los derechos de los adultos. Por otra parte, todo el texto enfoca al niño individual, asumiendo la perspectiva evolutiva a través de múltiples referencias a la madurez y capacidad del niño como argumento para limitar su capacidad de actuar, principalmente en la arena pública, rebajando así el reconocimiento de sus derechos civiles. Pero quizá lo más importante en este plano sea la relación asimétrica, respecto a los adultos, que la Convención consolida: los niños son sujetos de derechos, pero no responsables de obligaciones, quedan así excluidos de las relaciones de intercambio que rigen, en el nivel normativo, para los adultos (Gaitán, L., 1999).
En el aspecto cultural, y a pesar de la referencia expresa al respeto a los niños que pertenezcan a minorías étnicas, religiosas, lingüísticas o indígenas (art.
30), prevalecen en el texto de la Convención los paradigmas y categorías del modelo de desarrollo occidental dominante en todo el mundo. Como señala Recknagel:
Conceptos monoculturales y etnocéntricos acerca de los derechos obstruyen la mirada hacia las particularidades de las culturas y comunidades (2002:19).
Los derechos de participación en la Convención sobre los Derechos del Niño
El grupo de derechos relativos a la participación de los niños en la sociedad, siendo escuchados, especialmente en los temas que les afectan, constituye una auténtica novedad en relación a las Declaraciones de Derechos anteriores. Es también el que provoca mayores resistencias, cuya causa puede rastrearse al menos en dos circunstancias: la inveterada desconfianza adulta sobre la competencia de los niños y de las niñas, y la mayor presión social ejercida con respecto a la protección de los mismos, fundamentada en su mayor vulnerabilidad. Mientras participación significa confianza y empoderamiento de las personas menores de edad, protección significa control y segregación de las mismas a mundos particularmente preservados de riesgos.
Los artículos de la Convención que hacen referencia a derechos de participación se formulan rodeados de cautelas. De este modo, se reconoce el derecho a la libertad de expresión, de pensamiento y de conciencia (con la guía de los padres), el derecho a ser escuchado en todo procedimiento legal o administrativo que le afecte (pero no puede reclamar sus derechos jurídicos o administrativos si no es por mediación de sus padres o representantes), a la libertad de asociación y de celebrar reuniones pacíficas (aunque nada se menciona respecto al desarrollo de actividades políticas, de elegir a sus representantes o de ser elegido). El trabajo, que es también una forma de participación en la vida social, no está reconocido para los niños desde el lado de libertades, sino que se contempla desde el de la protección.
Manfred Liebel (2007) propone que en la historia de los derechos de la infancia es posible distinguir dos corrientes principales: la que pone énfasis en la protección y posteriormente también en la garantía de condiciones de vida dignas para los niños y las niñas, y la que apunta a una igualdad de derechos con las personas adultas así como a una participación activa de los niños en la sociedad. Aunque la postura dominante en la Convención parece asemejarse más a la primera de estas corrientes, la influencia de la segunda no puede decirse que esté del todo ausente en aquélla. Hay que tener en cuenta que los movimientos sociales y las transformaciones que se produjeron en el mundo en los años 70 y 80, cuando se comenzó y se procedió a elaborar la Convención, afectaban al pensamiento de la época, fuera éste de carácter liberal, conservador o progresista. Y también que la Convención, para ser aprobada y aceptada por todas las naciones representadas en la ONU, necesitó hallar soluciones intermedias de compromiso entre unas tendencias y otras.
En lo que se refiere a los movimientos que se manifestaron a favor de la “liberación del niño” a lo largo del siglo XX, Liebel (op. cit.) aporta algunos datos poco conocidos, que merece la pena mencionar, siquiera muy brevemente, ya que la corriente más protectora ha quedado ya expuesta. La primera cita de este autor se refiere a la asociación “Educación libre para los niños” que se creó durante la Revolución rusa, influida por el movimiento juvenil de Europa occidental así como por diversas corrientes de pedagogía reformista. Esta asociación presentó, en 1918, una “Declaración de los Derechos del Niño”, conocida como “Declaración de Moscú” que defiende la idea de fortalecer la posición de los niños y niñas en la sociedad y lograr condiciones de igualdad de derechos entre estos y los adultos. Esta Declaración, en su punto 8, manifiesta en concreto lo siguiente:
A cualquier edad, el niño tiene las mismas libertades y los mismos derechos que las personas adultas y mayores de edad. Y si es que uno u otro derecho no pudiera ser puesto en práctica, será única y exclusivamente por el hecho de que el niño todavía no tiene fuerzas físicas y mentales necesarias para ello. Desde el momento en que llega a tener esas fuerzas, la edad no podrá ser obstáculo para el uso de estos derechos. (Liebel, op. cit.:15).
El borrador de esta Declaración no logró la aprobación en la Conferencia de Moscú, ante la que fue presentado, por lo que queda solamente como un testimonio histórico que refleja el contenido de un pensamiento que no logró imponerse. La segunda cita a la que se refiere Liebel puede resultar algo más conocida, puesto que se refiere al pediatra y pedagogo polaco Janusz Korczak, director de un orfanato judío en el gueto de Varsovia, quien acabó sus días en el mismo campo de exterminio en el que lo hicieron los niños a los que él atendía. Comenta Liebel que, en su primera obra pedagógica importante (Cómo amar a un niño) Korczak proclama una “Magna Carta Libertatis” para los niños, en la que se proponen tres derechos fundamentales para ellos, a saber: el derecho del niño a su muerte, el derecho del niño al día de hoy y el derecho del niño a ser como es. La dureza del primero de los derechos formulados queda matizada en las explicaciones del propio Korczak, al aclarar que se refiere al derecho a la autonomía y a la auto-vivencia, que en muchas ocasiones quedan coartadas por la sobreprotección de los padres.
Las ideas liberalizadoras no fueron retomadas, en el ámbito de los movimientos en defensa de los derechos de los niños, hasta mediados de los años 70. Siguiendo de nuevo el relato de Liebel, esto sucedería con el Movimiento por la Liberación de los Niños (Children Liberation Movement – CLM), uno de cuyos mentores explica que se inspira en el movimiento norteamericano por los derechos civiles. En esta línea, se entendería que los niños y niñas serían la “última minoría” cuya emancipación está pendiente, después de que, en Estados Unidos, las mujeres, así como diferentes minorías étnicas exigieran y consiguieran la igualdad de derechos. Los derechos que desde este movimiento se exigen para las personas menores de edad deberían garantizar que no fueran tratados ya más como un grupo especial, “sino como una parte reconocida e integrada en una sociedad que se entiende democrática” (Liebel, op.cit.:18).
En la misma época, en algunos países de Europa surgieron movimientos similares al CLM, aunque aquí el debate mayoritario se centraba en la necesidad de que los adultos tomaran en consideración los intereses de los niños y en reclamar un cambio de actitud en las relaciones con ellos.
Una cosa muy distinta fueron los movimientos por la liberalización de los niños que se formaron en los países del Sur. En América Latina, el primer movimiento nació en 1976 en Perú. Se trata del Movimiento de Adolescentes y Niños y Niñas Trabajadores Hijos de Obreros Cristianos (MANTHOC) que continúa funcionando actualmente, acumulando treinta años de historia como movimiento infantil, apoyado por adultos. Los miembros integrados en este movimiento se consideran a sí mismos como sujetos sociales competentes, que conocen mejor que nadie su situación y que tienen aptitudes suficientes para defender sus intereses y sus derechos. Es por ello que reclaman ser reconocidos como ciudadanos, con los mismos derechos que las personas adultas, incluido el de participar en las decisiones políticas que a ellos, igual que a los mayores, les afectan. Un poco más tarde, a principios de los años 80, se formó el Movimiento Nacional do Meninhos e Meninhas da Rua. Posteriormente, surgieron procesos similares en otros países de América Latina, y desde mediados de los 90 también en África y Asia2.
Cabe llamar la atención acerca de que, a diferencia de los movimientos a favor de los derechos de los niños, se inclinen estos por su liberación, o no, que venimos comentando, los movimientos del Sur no están constituidos por adultos que abogan por los niños, sino que son los propios niños, niñas y adolescentes quienes buscan ser escuchados en la defensa de sus derechos individuales como personas, pero no sólo esto, sino que también desean ser tomados en cuenta como actores políticos, que tienen algo que aportar y que decir respecto a las grandes decisiones que acaban condicionando sus vidas y las de las personas de su entorno o país. No es corriente que estos movimientos reclamen directamente el derecho al voto, su aspiración es más amplia, se orienta hacia una auténtica democracia participativa, en la que el papel de los ciudadanos no se limite a expresar sus preferencias por uno u otro partido político cada cierto tiempo, sino que cubra la posibilidad de influir en el ámbito de las decisiones cotidianas, y la de adelantarse a sugerir soluciones para los problemas sentidos por la gente. En esto se asemejan, por cierto, a la pléyade de movimientos a través de los cuales se articula la ciudadanía en el siglo XXI.
Infancia y ciudadanía
En su conocido ensayo sobre la condición de ciudadanía, Marshall (Marshall y Bottomore 1992) considera que ésta se compone de tres elementos: el civil (derechos necesarios para la libertad individual) el político (derecho a participar en el ejercicio del poder político, como elector o elegible) y el social (derecho a disfrutar de seguridad y bienestar en el marco de los estándares de una sociedad dada). Marshall señala que, por razones históricas, los derechos fueron reconocidos en el siguiente orden: primero los civiles, luego los políticos y por fin los sociales, y antes para los hombres que para las mujeres los dos primeros. En el ámbito de la infancia, si se considera que las primeras legislaciones se produjeron en materia laboral, y que no es hasta la Convención cuando el tipo de derechos referidos a la persona se consolidan y los que atañen a su participación en la vida social aparecen, se podría decir que hay una inversión en el orden histórico del reconocimiento de sus derechos de ciudadanía: primero los sociales, después los civiles y pendientes aún los políticos (Gaitán, 2006).
El niño queda definido así, implícitamente, como sujeto no-político (Pilotti, op. cit.). Es más, se tiene la idea de que los niños deben ser protegidos de la actividad política adulta, ya que podrían ser manipulados y adoctrinados para servir a fines ajenos a sus intereses. La experiencia de la movilización de los niños y los jóvenes en la Alemania nazi sirvió como argumento, en su tiempo, para justificar la necesidad de proteger a los niños, también, de la participación política.
Sin embargo, desde la fecha del ensayo de Marshall (1950) hasta ahora, la noción de ciudadanía se ha ido transformando, y aún en el presente el debate en torno al significado de la misma en un mundo crecientemente globalizado está revestido de la mayor actualidad. El estatuto de ciudadano confiere a la persona un conjunto de titularidades y espacios de participación, que no se limitan al voto, por más que éste sea la expresión básica de la voluntad política de cada una en una sociedad democrática.
En este sentido, los artículos de la Convención sobre los Derechos del Niño referidos a la participación abren espacio suficiente para la inclusión progresiva de las personas menores de edad en la agenda y en el debate públicos, no tanto representados por los adultos, sino expresándose con su propia voz. Y todo ello pese a los límites y cautelas que la propia Convención señala, en los mismos artículos, y a renglón seguido de los derechos que se proclaman.
Baste reproducir en este sentido el primer punto de los artículos 13 y 15 de la Convención:
Art. 13.1. El niño tendrá derecho a la libertad de expresión, ese derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impresas, en forma artística o por cualquier otro medio elegido por el niño.
Art. 15.1. Los Estados Partes reconocen los derechos del niño a la libertad de asociación y a la libertad de celebrar reuniones pacíficas.
Hasta el momento, la forma de poner en práctica estos mandatos de la Convención la cual, al estar ratificada por los países entra a formar parte de su bloque de legalidad respectivo, ha sido tímida, se produce en general merced a iniciativas particulares llevadas a cabo principalmente en el ámbito municipal y no de una manera generalizada dentro de éste. En muchas ocasiones consiste en acontecimientos esporádicos en los que la presencia de niños y niñas está destinada a acompañar la imagen de una determinada persona o institución política, que pone en escena algún simulacro de participación infantil. En líneas generales, estas experiencias se presentan como un “aprendizaje de ciudadanía” para aquellos que, en un futuro, ya-serán, ciudadanos, recalcando así que hoy aun-no lo son.
Sin embargo, habría razones fundadas para garantizar el estatus de ciudadanía a los niños, razones que para Ben-Arieh y Boyer (2005) son de dos tipos: que los niños son como los adultos (en cuanto que ambos son seres humanos) y que los niños son diferentes de los adultos (por ser los miembros más débiles de la sociedad) por lo que se les debe garantizar la ciudadanía como medio de superar su debilidad y de garantizar sus derechos.
Si la ciudadanía activa puede ser entendida como un proceso de aprendizaje, antes que como un conjunto cerrado de derechos y deberes definidos de una vez y para siempre, esto es cierto tanto para los menores como para los adultos, en un contexto de condiciones sociales cambiantes. En este sentido puede afirmarse que, actualmente, niños y adultos son “pares” en cuanto que ambos tienen que aprender a dotar de significado a su ciudadanía activa (Jans,
2004).
El debate en torno al voto de las personas de menor edad
Puede decirse que es un debate antiguo, puesto que ya a principios del siglo XX en algunos países se llegó a proponer la ampliación del derecho al voto a todos los ciudadanos desde su nacimiento, pero también que no es un debate que haya ocupado el primer plano de las preocupaciones de los ciudadanos en general, ni tampoco la primera página de cualquier agenda política. No obstante, sea en sus versiones más radicales, sea en las de rango reformista, que pretenden una ampliación “gradual” de los derechos otorgados a los niños y niñas, no ha dejado de estar presente en algunos círculos, y existe en la actualidad un buen número de movimientos en todo el mundo que lo apoyan activamente.
Austria ha sido el primer país europeo que ha aprobado la rebaja de la edad del voto a los 16 años en las elecciones nacionales. En el cantón de Berna en Suiza, en algunos estados federales de Alemania, y asimismo en Inglaterra, se están llevando a cabo iniciativas parlamentarias en este sentido. También en Estados Unidos el tema ha sido objeto de debate reciente en al menos diez estados. Recientemente, en España, las Juventudes Socialistas han puesto en marcha una propuesta similar. Estos son solamente algunos ejemplos de una corriente que parece soplar animadamente en distintos entornos y lugares.
Si se observan los razonamientos de quienes se inclinan por ampliar los derechos de representación política a los más jóvenes, y también los de sus detractores, es posible distinguir tres posiciones al respecto: a) la del mantenimiento del statu quo, b) la de la rebaja de la edad a la que puede ejercerse el voto, y c) la que está por la eliminación de cualquier discriminación entre seres humanos basada en un criterio de edad. Veamos a continuación los argumentos en los que se apoya cada una de estas posturas.
La concepción del derecho al voto como una prerrogativa de las personas mayores de edad parece ser la que predomina en la opinión general, al menos en el ámbito de la sociedad española. Un reciente estudio del CIS (Álvarez,
2006) lo muestra sin lugar a dudas. En este estudio sobre las actitudes y opiniones de los españoles ante la infancia y la adolescencia, se preguntó a los encuestados acerca de los comportamientos y responsabilidades que podrían o deberían asumir las personas menores de edad, sea en el ámbito privado, familiar, o en el ámbito de lo público. Pues bien, los resultados de este estudio señalan que la posibilidad de votar en unas elecciones es la segunda que los encuestados consideran que los menores de edad no podrían realizar nunca, ya que un 77,4% de ellos se manifiestan en este sentido.
Cabe preguntarse cuál es la primera cosa que los españoles piensan que los menores no podrían hacer nunca, y aquí salta la sorpresa, porque esta no es otra que la capacidad de contraer matrimonio, la cual, en efecto está establecida por ley en los 18 años, aunque esta regla contiene excepciones y así una persona puede contraer matrimonio civil desde los 14 años, siempre que cuente con una dispensa judicial si se trata de matrimonio civil, y sin dispensa, en el caso de matrimonio canónico, desde los 14 años para la mujer y 16 para el hombre. Este dato no deja de ser sino una muestra de la inconsistencia con la que suele valorarse la capacidad de actuar de las personas menores de edad, que cuenta con muchos otros ejemplos. Pero también señala (junto con otros de los resultados del estudio de referencia que no procede comentar aquí) cómo, en el caso de los menores de edad, la opinión general es más restrictiva que los criterios jurídicos, que se inclinan en nuestro país, como en la mayoría de los de nuestro entorno, por no señalar tajantemente la frontera entre la minoría y la mayoría de edad, sino ir graduando el acceso a los derechos, de acuerdo con la madurez que se estima necesaria para ejercerlos (Marina, 2005).
La opinión de la mayoría social responde a un esquema de lo que podríamos llamar “naturalización de la infancia”: la infancia “es lo que es”, un tiempo de espera dedicado al aprendizaje, en el que la persona va “madurando” (como las frutas) hasta alcanzar la edad adulta, lo cual significa: llegado a su mayor grado de perfección (diccionario de la RAE). Ni desde el conocimiento científico, ni desde la experiencia cotidiana, se sostiene hoy en día que el ser humano resulta un producto acabado a una determinada edad, antes bien, se admite que el aprendizaje, la construcción de la propia identidad y la remodelación de la persona dura toda la vida. Sin embargo se continúa manteniendo esta ficción para justificar las limitaciones impuestas al desenvolvimiento autónomo de niños, niñas y adolescentes.
Los razonamientos, en lo que se refiere a la posibilidad de votar en concreto, vienen detrás de esta primera concepción “naturalista”, y conducen inevitablemente a la idea de “competencia” de los menores. La competencia es básicamente un concepto normativo, que se mide en relación a algo, con una idea de competencia que es básicamente adultista. Así, aun cuando los adultos pueden volverse incompetentes en algunos momentos de su vida, o son de hecho incompetentes en diversos aspectos, su competencia se considera potencialmente presente (Verhellen, op. cit.). Sin embargo los niños tienen que demostrar su competencia, mejor dicho, pueden ser demostrados como competentes por los adultos en algunos casos. Es aquí cuando entra en acción, con toda su fuerza, la psicología evolutiva, que antes que como teoría explicativa suele actuar como predictora de conductas.
De manera concordante con esta noción de incompetencia de las personas menores de edad aparecen los razonamientos que aluden a su falta de madurez, de formación e información política, de preparación para asumir responsabilidades, o bien a su vulnerabilidad, que conduce a que sean muy manipulables. Cualquiera de estas faltas de aptitud podría también atribuirse a muchos adultos, pero nunca esto representa una justificación para limitar sus derechos, y desde luego no los políticos, en sus dos dimensiones principales: elegir y ser elegido como representante de los intereses colectivos.
Los argumentos a favor de una ampliación de los derechos políticos a los menores presentan algunos puntos en común, pero difieren en otros, que apuntan a la filosofía que subyace en cada uno de ellos, a saber, una aceptación de la inferioridad de los menores respecto a los mayores de edad compatible con una mayor confianza en la capacidad de los primeros, por un lado, o bien una defensa de los principios de justicia e igualdad de derechos para todos los seres humanos, por otro. En consecuencia, las soluciones alternativas que proponen para salvar la distancia que separa a niños y adultos en el campo de la representación política se inclinan bien por un acceso gradual de los primeros a este campo, bien por la eliminación de toda diferencia.
Entre las argumentaciones comunes a ambas posturas, la más importante estimamos que es la referida a la necesidad de que los intereses de los niños estén debidamente representados en la agenda política. Aunque se admita que quienes votan lo hagan pensando no sólo en sí mismos, sino también en el interés general y en el de grupos minoritarios de la sociedad, se piensa que el peso demográfico de los mayores en unas sociedades crecientemente envejecidas, siempre inclinará la balanza a favor de estos últimos, que ocuparán el primer lugar en la escala de prioridades de cualquier gobierno. Ampliar la edad del voto podría ser, de este modo, tanto un factor de “rejuvenecimiento” de un cuerpo electoral cada vez más envejecido (Santamaría, 2005) como un “enfoque prometedor para reducir la pobreza infantil y aumentar la equidad intergeneracional” (Hinrichs, 2002).
El argumento de que la sociedad en general subestima la capacidad de los niños para tomar decisiones racionales y conscientes también es relativamente común, así como el de la necesidad de avanzar hacia la universalización de los derechos humanos y la ampliación de la condición de ciudadanía.
A partir de ahí, quienes son favorables a una rebaja de la edad para votar consideran que esta capacidad se adquiere actualmente a edades cada vez más tempranas, merced al acceso a múltiples fuentes de información que proporcionan especialmente las nuevas tecnologías. Por otro lado, sobre todo a partir de los 16 años, los menores tienen ya algunas de las responsabilidades y algunos de los derechos de los adultos (por ejemplo, pueden trabajar y en consecuencia pagar impuestos), por lo que sería congruente que también accedieran a otros. El adelanto de la edad del voto podría contribuir a reforzar el sentimiento cívico de los jóvenes, estimular su interés por la política o aumentar su participación en los procesos de toma de decisiones (Santamaría, op. cit.). Desde el punto de vista educativo, la extensión del derecho al voto a partir de los 16 años sería un instrumento eficaz para educar socialmente a los adolescentes. La participación de este grupo en los procesos electorales redundaría también en beneficio de la sociedad entera, al poder contar con unos ciudadanos jóvenes, interesados por los asuntos públicos, responsables y participativos (Marina, op. cit.).
La orientación adultocéntrica continúa presente en esta tendencia, que sigue apoyándose en el concepto de maduración evolutiva, así como en la concepción de la participación como proceso educativo. Antes que tratar de convertir al niño en ciudadano pleno, no deja de ser una propuesta formulada desde el interés adulto (contar con mejores y más formados ciudadanos), cosa que pretende conseguir sacando del limbo de la infancia a una pequeña franja de población, que reconquista para sí nombrándola no ya como compuesta por niños, niñas o adolescentes, sino por “jóvenes”. Las reservas, y la tentación de introducir procedimientos particulares para los nuevos votantes no dejan de estar presentes también en estas propuestas de avance.3
Llegamos por fin a la propuesta considerada más radical en esta materia, que se resume en la siguiente frase: “Derecho al voto para niños, sin límites de edad”. Sus argumentos principales giran en torno a las ideas de democracia y de igualdad. La exclusión de una parte de la población de la posibilidad de elegir a los encargados de tomar decisiones que afectan a todos sin excepción supondría que existe un déficit democrático en esa sociedad. Democracia significa que todos deben tener la posibilidad de estar representados, y desde el momento en que la población se divida entre los que tienen derecho al voto y los que aún no lo tienen, los representantes políticos que resulten elegidos lo serán de un electorado, no de toda la población.
El principio de igualdad significaría que los derechos fundamentales serían los mismos para todos los seres humanos, independientemente de cualquier clase de cualidades o atributos que pudieran adscribirse a cada uno. Aceptar la diferencia como razón para la desigualdad significaría un fracaso de la voluntad política de realizar la esencia de una igual ciudadanía.
Desde esta postura se responde a los argumentos convencionales que encuentran razonable la restricción del derecho al voto a los menores diciendo, por un lado, que votar no tiene que ver con la madurez, porque no hay ninguna instancia que pueda valorar la calidad de los juicios de alguien, excepto el propio ser humano con su conciencia individual, sus valores, miedos y simpatías personales, es por eso que en democracia no cuenta la calidad sino el número de votos. Votar es elegir a quien cada cual piensa que representa mejor sus intereses, y nadie puede estar mejor informado de su situación que uno mismo, y esto cuenta también para niños y adolescentes.
Con respecto al argumento de que los niños, en función de su diferencia respecto a los adultos, también están excluidos de muchas de las obligaciones que afectan a estos últimos, se señala que los derechos se tienen, sin necesidad de haber hecho méritos para merecerlos y que, además, los niños también tienen obligaciones con la sociedad: “trabajar duro sin salario (también llamado obligación escolar) a partir de los 6 años, sufrir los castigos de los padres, cumplir todas las leyes, aunque jamás podrán decidir si están o no de acuerdo con ellas” (Kratza, 2007).
El desinterés de los niños hacia la política se explica porque es algo que conocen que tienen vedado. Pero los niños quieren ser tomados en serio y quieren tener responsabilidades. En todo caso, la posibilidad de votar sería un 3 En el párrafo final de su informe para el Alcalde de Sevilla respecto a la posibilidad de extender el sufragio activo en las elecciones municipales a los ciudadanos entre 16 y 18 años Marina (2005) propone lo siguiente:
“Para dar seriedad y fomentar la responsabilidad al acto de votar, recomendamos que los jóvenes de 16 y 17 años que quieran votar, deban inscribirse en algún registro de votantes. Esto evitaría una decisión improvisada y una valoración del derecho al voto” (el subrayado es nuestro, y también la siguiente pregunta ¿a qué adulto se pide que inscriba en un registro su voluntad de ir a votar?) derecho no una obligación. Y si al final los niños no quisieran ir a votar ¿qué necesidad habría entonces de negarles el derecho de hacerlo o no hacerlo?
Mientras que los defensores de la rebaja de la edad de votar hasta los 16 (o en algunos casos hasta los 14 años) apoyan sus razonamientos en la posibilidad de demostrar que las personas a esa edad ya son capaces de formarse juicios razonables, es decir, en las cualidades individuales de las personas, los que apoyan la eliminación de cualquier límite de edad para el ejercicio de los derechos parecen apoyarse más en la dimensión de la persona como “sujeto social”, que actúa e interactúa con otros.
En cualquier caso, toda discusión con respecto a la capacidad de hacer de modo autónomo de los niños acaba chocando con la evidencia de que el ser humano necesita, a partir de su nacimiento, de un buen periodo de desarrollo físico y mental, en el que es dependiente de otros seres humanos para su supervivencia. En este punto, los defensores del derecho al voto sin restricciones de edad se dividen entre los que vienen a decir “ya votarán cuando quieran” y los que consideran que igual que los padres actúan en su nombre en muchos otros aspectos de la vida, también podrían hacerlo en este. Esta última sería para algunos una solución menos mala, mientras que para otros sería retornar a un sistema de votación plural que se abolió ya todos los sistemas democráticos modernos (Hinrichs, op. cit.).
Conclusión
Más tarde o más temprano, el debate en torno a la edad del voto y a la extensión de los derechos de ciudadanía a quienes de hecho son ciudadanos (en cuanto que son habitantes del mismo mundo) aunque rija para ellos una moratoria en el disfrute pleno de sus derechos como seres humanos, llegará también a este país. Lo más probable es que se opte por soluciones graduales, tanto en lo que se refiere a la edad, como en lo que hace a los ámbitos en los que ejercer el voto. Pero en este caso no habrá que olvidar que el que una franja de los menores de 18 años pueda votar no significará ya que todos los niños estarán representados políticamente, sino solo que tendrá posibilidad de estarlo el grupo de los situados en esa franja.
Por otro lado, el derecho al voto no agota los derechos de participación de niños, niñas y adolescentes, cuyo déficit se extiende hoy en día al ámbito de las decisiones familiares, educativas, culturales o de planeamiento urbano, todas las cuales tienen la posibilidad de afectarles en un marco temporal mayor que a los adultos, cuyas decisiones son las que cuentan.
Por último cabe recordar que la lucha de los seres humanos por la igualdad y la justicia no reconoce límite de edades, antes bien requiere la suma de esfuerzos por parte de todos ellos.
1 Estados Unidos y Somalia.
2 Véase: Liebel, M., Overwien, B., Recknagel, A. (2001) y Liebel, M. (2000) “La otra infancia”. Ifejant. Lima.
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