Los muchachos perdidos
Retratos e Historias de una Generación entregada al crimen
- Galardonado 2012:
- Humberto Padgett, por Los muchachos perdidos, publicado en la revista mexicana Emeequis.
El jurado quiere resaltar la potencia de las crónicas de América Latina
presentadas a la edición de este año y en concreto el testimonio que
ofrece este reportaje. En él se encuentran "situaciones aplicables en
muchos países a las jóvenes generaciones. Es una de las grandes
historias de nuestras sociedades".
Los muchachos perdidos (Post)
Por Eduardo Loza y Humberto Padgett
Una noche, hace casi más de un año, Humberto Padgett entró en la redacción de emeequis
después de haber pasado el día en el correccional de menores de San
Fernando. Recuerdo su rostro desencajado, sus hombros echados hacia
delante, la mirada perturbada, la quijada tensa. Padgett no encaja en la
descripción del compañero serio. La broma recurrente y el trato
amistoso es parte de su personalidad. Pero esa noche no. Esa noche
callaba. “¿Viste un fantasma?”, le preguntó otro compañero, Humberto no
respondió. En cámara lenta se dejó caer sobre el futón rojo de la
oficina. No había visto un fantasma, pero estaba aterrado. Los muertos
descansan. Son los vivos los que asustan.
Esa tarde, El M, uno de los
(muy) jóvenes internos de San Fernando, había narrado a Padgett cómo
mató a un pequeño de cinco años que había secuestrado, al inyectarle
ácido de batería en el corazón.
La historia de El M se
entrelaza con la de cientos de muchachos que pagan condena en San
Fernando por delitos que perpetraron siendo menores de edad y que van
desde el robo de un celular hasta el homicidio calificado. El M, al igual que El Banda, El Pequeño, El Kiko y El Sayayín, son parte de Los muchachos perdidos,
jóvenes que eran casi niños cuando decidieron que sería el crimen, y no
otra cosa, el cohete que los elevaría hasta alcanzar sus sueños:
dinero, lujo, respeto y una vida mejor a la que estaban condenados sus
padres.
El reportaje que retrata la vida de
estos chicos desde su encierro fue complementado por el trabajo
fotográfico de Eduardo Loza y publicado originalmente en la edición 249
de emeequis, a principios de marzo de 2011. Casi un año
después, la editorial Random House Mondadori lanza a la venta un libro
que condensa más de dos años de investigación en las entrañas de las
correccionales del DF. Un amplio texto periodístico donde no hay lugar
para maniqueísmos.
La realidad, demasiado compleja, es
desmenuzada por Padgett y Loza a través de los testimonios de estos
jóvenes, sus familias, documentos de la Secretaría de Seguridad Pública
del Distrito Federal y autoridades que brindan apoyo psicológico y
realizan actividades culturales en busca de reinsertar a los internos en
una sociedad que, así suene a lugar común, tiene su parte de
responsabilidad en el devenir de esas vidas.
¿A qué le teme un muchacho al que no le
tiembla la mano para asesinar? ¿Conoce el arrepentimiento? ¿Por qué un
funcionario público se atreve a decir que no es la pobreza, sino la
decisión moral, la que lleva a un niño a delinquir? Son preguntas que se
plantean en el libro y las respuestas no son alentadoras.
Sin embargo, en medio del vértigo que
ocasiona asomarse al abismo más negro del alma humana, uno encuentra que
la sordidez no lo ha absorbido todo. Que en el infierno también hay
historias peculiares, como la del maestro panadero que adentro enseña a los muchachos a hornear y afuera
se gana la vida como luchador enmascarado. O la de ese grupo de jóvenes
que, en pleno cumplimiento de su condena, montan una obra teatral de la
mano del actor Daniel Giménez Cacho.
Un país de 52 millones de pobres, que
no ofrece alternativas a miles de jóvenes que ni estudian ni trabajan,
donde el narcotráfico y el crimen organizado se idealizan como los
medios para escalar social y económicamente, es el escenario donde Los muchachos perdidos
han trazado sus pasos. Sus testimonios, sus razones y sus claroscuros
han sido recopilados por la cruda mirada de un fotógrafo experimentado, y
por un reportero que una noche, hace más de un año, perdió la risa. (Tatiana Maillard) ¶