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Carlos Javier González Serrano
En un artículo de 1904 publicado en Die Zeit, Hermann Hesse, Nobel de Literatura en 1946, denunciaba con vehemencia que «nuestra educación se ha esforzado por arrebatarnos la libertad y la personalidad y por introducirnos desde la más tierna infancia en una situación de forzoso trajín y sin una pausa de respiro, y se ha producido una decadencia y una falta de ejercicio de la ociosidad». Hesse aseguraba que nos habían arrebatado algo fundamental: el Freizeit, es decir, nuestro tiempo libre.
Las últimas leyes educativas aplicadas en nuestro país se fundan y hacen hincapié en el denominado enfoque por competencias o «modelo competencial». En dichas leyes se estipula que el punto central en la formación del estudiantado no es solo aprender, sino también y sobre todo saber aplicar lo aprendido.
En principio podría parecernos una tarea loable: preparar a nuestros chavales para introducirse en el intrincado e implacable universo laboral. Sin embargo, la pregunta que queda incómodamente sobrevolando, y que habría de inquietarnos, es si con ello no hemos convertido el conocimiento, y su valor intrínseco, en un instrumento al servicio de distintos intereses; si no estaremos transfigurando silenciosamente colegios e institutos en lugares mecanizados donde capacidades y potencias como la curiosidad, la imaginación, la creatividad o la reflexión quedan reemplazadas por «habilidades y destrezas» presuntamente prácticas y útiles que, a su vez, ahogan a adolescentes y jóvenes en una vorágine de autoexigencia, ansiedad, estrés y presión. Todo ello en nombre de la rentabilidad, la eficacia, la aplicabilidad de los conocimientos y, por supuesto, en nombre del progreso.
Ya antes que Hesse, hace más de dos siglos, el poeta y filósofo Friedrich Schiller escribió estas líneas en la segunda de sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (1793-1795): «La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos». Este tiránico yugo, defendía Schiller, nos introduce en la implacable rueda de la necesidad, somete al individuo al ejercicio y aprendizaje de ciertas prácticas específicas y limitantes y lo incapacita para poder desarrollarse en cualquier otro sentido. Con ello, concluye el alemán, no serán pocos los individuos que «abrazarán una cómoda servidumbre»… por temor a la libertad.
Dicho en crudo: una sociedad dominada por meros especialistas muy difícilmente se cuestiona y piensa a sí misma. La especialización implica automatismo en los procesos, cerrazón intelectual y una limitada visión de conjunto. A fuerza de ser útiles, nuestra libertad (de acción y pensamiento) nos es arrebatada. No en vano el maestro Emilio Lledó ha escrito en su libro Identidad y amistad que «la libertad es la posibilidad interior, el territorio íntimo donde se fragua lo que podemos hacer, incluso lo que podemos ser. Por eso es tan importante fomentarla y sostenerla, y por eso es tan delicado su cultivo». También nuestra María Zambrano escribió que, frente al empecinamiento técnico y a la dictadura del progreso, debemos reivindicar el valor del pensar, que «es función necesaria de la vida» y «por ser la vida algo que tenemos que hacernos y no un regalo cumplido y acabado».
Pero descendamos por un momento a la realidad desde las alturas metafísicas con dos ejemplos a pie de aula. Una alumna del segundo curso de bachillerato de Ciencias Biomédicas, que sueña con ser cirujana, me confesaba pocos días antes de presentarse a la prueba de acceso a la universidad que su formación específica en Química, Biología o Matemáticas le parece esencial para poder ejercer su futura profesión, pero que no puede imaginar una vida en la que deje de preguntarse por la belleza, la justicia, el bien o la verdad; que los contenidos de asignaturas como Filosofía, Historia del arte o Literatura le resultan insustituibles e imprescindibles para plantearse qué y cómo quiere ser y cómo debe actuar. Esa estudiante sabe muy bien hacia dónde desea dirigir su vida profesional, pero también sabe perfectamente a qué no quiere –ni puede ni está dispuesta a– renunciar.
Por otro lado, un alumno del primer curso de bachillerato de la modalidad de artes plásticas me preguntaba hace unos días si debería inscribirse en la optativa de Psicología en el segundo curso, «a pesar de ser yo estudiante de Artes», pero «me interesa mucho conocer cómo funciona nuestro cerebro y por qué actuamos como actuamos». Su salida «natural», me comentaba, era la de encaminarse a un itinerario que le ayudara «a labrarse un buen futuro profesional». En ese instante, y para no sesgar su opinión, le invité a reflexionar sobre sus propios deseos al margen de las demandas del mercado laboral. La cuestión no era qué asignatura escoger, sino qué clase de ser humano desea ser.
Convertir los colegios e institutos en máquinas expendedoras de trabajadores al servicio exclusivo de las exigencias de la empleabilidad cercena e incluso anula numerosas capacidades intelectuales y personales de nuestro estudiantado más joven, que se ve sometido a un abusivo imperativo de productividad, cuya normalizada aplicación puede llegar a provocar, dicho sea de paso, perdurables trastornos emocionales. La educación no se ciñe a una mera transmisión de conocimientos y a su consiguiente aplicación; también consiste en el contagio de ciertas maneras de hacer, sentir y ver las cosas.
Si acostumbramos a nuestros niños y adolescentes a que todo ha de estar sometido al rendimiento y al lucro, haremos de nuestras escuelas lugares de sometimiento y de sujeción ideológica en vez de fomentar un desarrollo autónomo y emancipado que se haga cargo de la realidad como algo siempre por realizar. El mundo como una tarea, como una inacabable confección: como un quehacer del que sentirnos responsables. La despótica utilidad se opone a lo que Schiller llamó «contemplación» o «reflexión», que, a su juicio, es «la primera relación de libertad que se establece entre el ser humano y el universo que le rodea».
Escribió Ortega y Gasset que «someterse, extrañarse, es comenzar a entender». Ese proceso de extrañamiento, de las propias costumbres y de nuestra circunstancia, es lo que mantiene viva una educación fundada en la conquista de la libertad interior. En la grieta que genera el pensamiento nos jugamos todo. No se trata de defender aladas bicocas que alejen a nuestros estudiantes de su realidad, sino de pararnos a pensar qué estamos perdiendo –y qué les empujamos a perder– cuando todo lo que nos proponemos es ganar. Convertir la realidad en un mendaz escenario de pérdidas y ganancias, a través de una mezquina retórica economicista, nos extravía de la senda de la libertad. Es más que posible vivir sin pensar en la justicia o en la verdad; la abismática pregunta es qué vida nos quedaría entonces.
Instrumentalizar el conocimiento y transformarlo en la avara medida de nuestra futura empleabilidad significa, en definitiva, reducir el escenario de la pluralidad humana, al decir de Hannah Arendt. Significa homogeneizar, eliminar la diversidad. Mis estudiantes lo tienen claro: buscar y ejecutar la propia vocación es importante. Pero no a cualquier precio. No al precio de la servidumbre intelectual.