La ventana de atención de la generación Z apenas supera un segundo, y los escolares pasan al año más tiempo frente a una pantalla que el que dedican durante ese tiempo al colegio. Mientras los indicadores de resultados académicos retroceden, el debate sobre si la tecnología está dañando a los más pequeños se vuelve más intenso. ¿Se puede exigir a los escolares que sean analógicos en la era digital?
El media distancia está a punto de dejar la estación de Vigo y va a rebosar. Una madre y su hijo suben en el último momento. Ni siquiera se han sentado cuando el niño reclama a su madre que le dé el móvil. Se bajan en la primera estación y su sitio lo ocupan dos niñas, cada una con su smartphone. El resto del recorrido, los demás viajeros del vagón van arrullados por los sonidos de dos series infantiles.
¿Son estos tres niños, viajeros en un tren cualquiera, un ejemplo perfecto de eso que cada vez denuncian más voces, que la infancia está pegada a las pantallas? ¿O son, por el contrario, una simple muestra de que los tiempos han cambiado y, con ello, los hábitos? Ambas preguntas parecen fáciles de responder a simple vista, pero no lo son. La cuestión de fondo se ha convertido en uno de los debates educativos más complejos del siglo XXI.
Por un lado, y mientras los indicadores de aprendizaje se desploman, las cifras alertan de que niñas y niños pasan demasiado tiempo usando estas herramientas. Por otro lado, surge una pregunta. ¿Es inevitable invertir tantas horas en un mundo tecnologizado? Un mundo en el que, además, esas herramientas han abierto muchísimas puertas y en el que los niños no pueden permitirse, como alertan los expertos, ser analfabetos digitales. Entre medias, muchos grises.
Un estudio de Qustodio —con datos de España, EE. UU. y el Reino Unido— cifra en cuatro horas diarias el tiempo de pantalla infantil, las cuales se reparten entre vídeos, redes sociales y videojuegos. No tienen en cuenta el tiempo dentro del aula, por lo que el cómputo total podría ser más elevado. Según el neurocientífico Michel Desmurget, la infancia pasa ya más tiempo al año ante sus dispositivos del que dedica a sus horas de escuela. «Lo que le estamos haciendo padecer a nuestros hijos no tiene perdón», sentencia en su libro La fábrica de cretinos digitales. Desmurget, una de las voces más críticas con esta hiperdigitalización, defiende que esta elevada exposición perjudica el desarrollo intelectual (un punto, por otro lado, en el que tienden a coincidir los especialistas). Considera que el consumo lúdico es «desorbitado» y que el cerebro humano no está preparado para la avalancha de reclamos que supone el universo digital. Y lo más importante: se está abordando la cuestión, según señala, con «una singular carencia de rigor y fiabilidad».
El lujo de ser analfabeto digital
Lo cierto es que los estudios sobre cuánto tiempo pasa la infancia ante el móvil y, en general, una pantalla —en el mundo pospandemia— son fragmentarios. Es lo que indica Héctor Gardó, director de Equidad Digital de la Fundació Bofill: «Aún no hay una medición muy precisa». Se tiene la intuición de que ha subido, pero se necesitan cifras más concretas para saber qué está pasando de verdad, investigaciones que aborden la cuestión de forma científica y que toquen todas sus aristas. De hecho, recuerda, existe una brecha digital invertida: es posible que los niños de familias con menos recursos pasen más tiempo frente a la pantalla que los de las familias más acomodadas, las cuales cuentan con más tiempo y dinero para informarse sobre las críticas, pero también para ofrecer un ocio y aprendizaje alternativos.
Tampoco deben olvidarse las brechas de clase e ingresos cuando se habla de procesos como la digitalización de los entornos educativos. La escuela es un entorno de aprendizaje que enseña comportamientos saludables y a comprender el mundo en el que se vive. Es donde se puede aprender cómo usar bien esa tecnología. «El colegio es fundamental, una plataforma de prevención», indica Teresa Sánchez Gutiérrez, directora del título Experto Universitario en Adicciones Tecnológicas de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR). En este sentido, la brecha es evidente, y es que, si los colegios de Silicon Valley pueden vetarla es porque sus escolares —hijos de la élite tech— accederán a esos conocimientos fuera. Como sintetiza Gardó, «las familias se pueden permitir el lujo de tener una educación desconectada porque la obtendrán luego». Además, la tecnología puede tener un valor democratizador que simplifique el acceso a recursos que de otra manera estarían fuera del alcance de la mano para no pocos escolares.
Por tanto, tacharla simplemente como mala no es tan acertado, por mucho que el 76% de los padres del estudio de Qustodio asegure que el uso habitual de dispositivos está afectando «de alguna manera» a sus hijos y el 88%, según datos de NordVPN, esté convencido de que son «adictos» a los móviles.
«No nos pongamos en la casilla de demonizar la tecnología. Un apagón total es imposible», advierte Sánchez Gutiérrez. La experta apuesta por entornos híbridos en la educación donde se saque el mejor partido de las herramientas informáticas, digitales y analógicas, pero también por entornos donde se enseñe a usar las dos primeras de forma saludable. «Los nativos digitales no existen», afirma Gardó, que señala que, por mucho que se repita el concepto, nadie nace predispuesto para saber usar un iPhone. En el terreno escolar, Gardó, piensa que hay que dejar de dar bandazos —eso que quema al profesorado— y trabajar para que el uso de las herramientas tenga valor. «Lo más difícil es encontrar este equilibrio entre lo analógico y lo digital», señala, y recuerda que lo que importa no es tanto el tiempo que se pasa frente a las pantallas sino qué se hace mientras tanto. Igualmente, la escuela debe ir paralela a lo que ocurre en casa: la mímesis es básica en el aprendizaje, y un adulto enganchado al móvil transmite una lección clara.
Quizá, sería fundamental abordar la raíz del problema, que es cómo están desarrollados los servicios que capturan tanto a niños como a adultos durante horas. La tecnología es adictiva. Y no en sentido figurado: se libera dopamina cuando se usan las redes sociales y se crea una necesidad constante de novedades. Si hace unos años Microsoft apuntaba que la ventana de atención humana era de solo ocho segundos, Yahoo y OMD Worldwide bajan a 1,3 segundos la de la generación Z.
Los escolares del siglo XXI no pueden educarse como los del siglo pasado: se mueven en entornos diferentes. «Hoy es más complicado ser adolescente que hace veinte años y hace veinte era más difícil que hace cuarenta», resume Gardó. La complejidad se ha multiplicado y las distracciones —y amenazas— se han disparado. Gardó pide ser empáticos con ellos y «no verlos como holgazanes, sino como víctimas del sistema». Porque es cierto, los datos de comprensión lectora han caído, pero, como señala el experto, cada vez hay menos bibliotecas escolares. ¿Y cómo ha de actuar, entonces, una familia?
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