Unos 215 millones de niños trabajan en todo el mundo, un 61% de ellos en Asia.
El objetivo de erradicar en 2016 la presencia de menores en empleos peligrosos, una quimera
ZIGOR ALDAMA Dacca
El objetivo de erradicar en 2016 la presencia de menores en empleos peligrosos, una quimera
ZIGOR ALDAMA Dacca
FOTOGALERÍA: INFANCIA ROBADA.
Shanta posa sobre una pila de piezas producidas en la fábrica en la que trabaja.
ZIGOR ALDAMA
Mina está satisfecha con su trabajo. No importa que tenga que levantarse a las seis de la mañana y acostarse a la una de la madrugada, siete días a la semana, para ganar 600 takas (6 euros) al mes. Ni que quienes la emplean la griten y la insulten a menudo. “Aquí, por lo menos, no me pegan tanto como en trabajos anteriores”, explica. “Me dan de comer dos veces al día, tengo algo de ropa, y a veces me dejan ver la televisión”, añade. Además, tiene suerte porque el padre de familia no ha abusado sexualmente de ella, algo habitual entre las empleadas del servicio doméstico en el subcontinente indio. Mina tiene 10 años, pero ya conoce varios casos de niñas que no volverán a serlo más.
No muy lejos del piso en el que ella trabaja como criada, en la capital de Bangladesh, Shanta asegura que sólo realiza “pequeñas labores” en una desvencijada fábrica de válvulas. Pero sus manos delatan que este niño de 9 años no se atreve a decir toda la verdad delante de su empleador. Hace unos meses perdió un tercio de un dedo, y un golpe le deformó otro para siempre. “Son cosas que suceden cuando se trabaja en la industria”, cuenta, restando importancia al asunto, el propietario de este taller, escondido en el laberinto de callejuelas que conforma el barrio viejo de Dacca.
No muy lejos del piso en el que ella trabaja como criada, en la capital de Bangladesh, Shanta asegura que sólo realiza “pequeñas labores” en una desvencijada fábrica de válvulas. Pero sus manos delatan que este niño de 9 años no se atreve a decir toda la verdad delante de su empleador. Hace unos meses perdió un tercio de un dedo, y un golpe le deformó otro para siempre. “Son cosas que suceden cuando se trabaja en la industria”, cuenta, restando importancia al asunto, el propietario de este taller, escondido en el laberinto de callejuelas que conforma el barrio viejo de Dacca.
Curiosamente, el jefe de Shanta sabe bien de lo que habla. Él también sufrió los rigores del trabajo infantil. De hecho, muestra con orgullo propio de una herida de guerra su mano derecha, en la que, desde que tenía 10 años, sólo hay cuatro dedos. “Empecé a trabajar con seis años, y gracias a ello he podido alimentar a una familia numerosa. Desde fuera siempre se considera que los niños no deben trabajar, pero quien dice eso es que no conoce cuál es la situación en un país como éste. Las familias lo necesitan”, apostilla.
Mina le da la razón. Su padre murió hace años, la madre tiene la cadera rota y está postrada en una silla a la que le faltan ruedas, y de su hermano mayor no tiene noticias. Por eso, sus exiguos ingresos son lo único que mantienen con vida a su progenitora, a la que puede visitar una vez cada dos semanas durante no más de una hora. “Me siento sola”, es la única queja de Mina, cuya esperanza es estudiar medicina para curarla.
Shanta también necesita los 1.200 takas (12 euros) que le pagan por manejar unas máquinas que no cuentan con ningún tipo de mecanismo de seguridad y para las que no tiene formación. “Tengo tres hermanos y una hermana, y sólo mi padre trabaja -en la construcción-. El dinero no es suficiente, así que vengo aquí de 8 de la mañana a 5 de la tarde, y aprendo el oficio”. A solas, no obstante, reconoce que lo que a él le gustaría es ser profesor. Y, para eso, Shanta acude a la escuela que la ONG española Intervida tiene en el barrio de Hazaribagh.
Aquí, 115 niños de entre 8 y 14 años reciben algo de formación. No es mucha, porque todos los chavales tienen que trabajar y sólo se visten el uniforme escolar durante las horas que sus respectivas empresas se lo permiten, pero es suficiente para marcar la diferencia. La composición de las clases de Hazaribagh es un buen termómetro para ver en qué están empleados, y la imagen no es especialmente esperanzadora.
El 27% recoge basura y la clasifica para su posterior reciclado, una actividad que no distingue entre sexos; el 14%, en su mayoría chicos, está empleado en sectores informales, que incluyen todo tipo de industrias, y desempeña lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) denomina ‘trabajos peligrosos’; y el 9,5%, sobre todo niñas, están empleadas en el servicio doméstico, como Mina. El resto realiza las labores más variadas.
Mobarak, de 12 años, maneja una prensa; Rydoy, de diez, trabaja en una herrería; Ibrahim, con la misma edad, fabrica perchas para Europa; Rasel, con 8, se tuesta transportando ladrillos; y Ashkar, de 11, inhala polvo de aluminio extremadamente peligroso en un taller del que salen cacerolas. Ninguno de ellos cobra más de 1.300 takas (13 euros) al mes, un tercio del salario mínimo del país. Y la capital de Bangladesh es sólo una gota en el océano.
Se estima que hasta 115 millones de niños les acompañan en la agricultura, la industria, y el servicio doméstico en todo el mundo. Si se contabilizan aquellos empleados en sectores menos arriesgados, el total suma unos 215 millones de niños trabajadores, siete millones menos que en 2004, de los que el 61% son asiáticos. A este ritmo, lastrado por el efecto de la crisis económica global, el objetivo de erradicar en 2016 la participación de menores en los empleos más peligrosos se antoja una quimera.
“Además, la población considera el trabajo infantil como algo normal”, explica Rose Anne Papavero, responsable del programa de protección a la infancia de Unicef en Bangladesh. “Esta razón también hace que los niños que trabajan sean invisibles de cara a la sociedad. Nadie habla de ellos, y mucho menos se plantea si el trabajo que desempeñan los condena a un futuro de pobreza. No abogamos por la erradicación del trabajo infantil, pero sí creemos que se debe garantizar la escolarización de los niños como apuesta por el futuro. Y es que ni siquiera se debate sobre si sus condiciones laborales son dignas. Avanzar en estas condiciones es casi imposible”.
Sin embargo, un plan piloto de la propia Unicef ha demostrado que erradicar la miseria no sólo es posible, sino que resultaría relativamente barato. En el caso concreto de Bangladesh, uno de los países más pobres del planeta, sólo habría que destinar a ello un 2,6% del gasto que el país dedica a servicios sociales durante un período de diez años. Supondría unos 4,4 millones de euros el primer año, una cifra que aumentaría sensiblemente a lo largo de la década hasta un total de unos 60 millones de euros. Con esta cifra se conseguiría que quienes viven por debajo del umbral de la pobreza (1,25 dólares al día calculados según la paridad de poder adquisitivo), que en Bangladesh suponen el 37% de los 156 millones de habitantes, disfrutaran de una existencia digna.
Mina le da la razón. Su padre murió hace años, la madre tiene la cadera rota y está postrada en una silla a la que le faltan ruedas, y de su hermano mayor no tiene noticias. Por eso, sus exiguos ingresos son lo único que mantienen con vida a su progenitora, a la que puede visitar una vez cada dos semanas durante no más de una hora. “Me siento sola”, es la única queja de Mina, cuya esperanza es estudiar medicina para curarla.
Shanta también necesita los 1.200 takas (12 euros) que le pagan por manejar unas máquinas que no cuentan con ningún tipo de mecanismo de seguridad y para las que no tiene formación. “Tengo tres hermanos y una hermana, y sólo mi padre trabaja -en la construcción-. El dinero no es suficiente, así que vengo aquí de 8 de la mañana a 5 de la tarde, y aprendo el oficio”. A solas, no obstante, reconoce que lo que a él le gustaría es ser profesor. Y, para eso, Shanta acude a la escuela que la ONG española Intervida tiene en el barrio de Hazaribagh.
Aquí, 115 niños de entre 8 y 14 años reciben algo de formación. No es mucha, porque todos los chavales tienen que trabajar y sólo se visten el uniforme escolar durante las horas que sus respectivas empresas se lo permiten, pero es suficiente para marcar la diferencia. La composición de las clases de Hazaribagh es un buen termómetro para ver en qué están empleados, y la imagen no es especialmente esperanzadora.
El 27% recoge basura y la clasifica para su posterior reciclado, una actividad que no distingue entre sexos; el 14%, en su mayoría chicos, está empleado en sectores informales, que incluyen todo tipo de industrias, y desempeña lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) denomina ‘trabajos peligrosos’; y el 9,5%, sobre todo niñas, están empleadas en el servicio doméstico, como Mina. El resto realiza las labores más variadas.
Mobarak, de 12 años, maneja una prensa; Rydoy, de diez, trabaja en una herrería; Ibrahim, con la misma edad, fabrica perchas para Europa; Rasel, con 8, se tuesta transportando ladrillos; y Ashkar, de 11, inhala polvo de aluminio extremadamente peligroso en un taller del que salen cacerolas. Ninguno de ellos cobra más de 1.300 takas (13 euros) al mes, un tercio del salario mínimo del país. Y la capital de Bangladesh es sólo una gota en el océano.
Se estima que hasta 115 millones de niños les acompañan en la agricultura, la industria, y el servicio doméstico en todo el mundo. Si se contabilizan aquellos empleados en sectores menos arriesgados, el total suma unos 215 millones de niños trabajadores, siete millones menos que en 2004, de los que el 61% son asiáticos. A este ritmo, lastrado por el efecto de la crisis económica global, el objetivo de erradicar en 2016 la participación de menores en los empleos más peligrosos se antoja una quimera.
“Además, la población considera el trabajo infantil como algo normal”, explica Rose Anne Papavero, responsable del programa de protección a la infancia de Unicef en Bangladesh. “Esta razón también hace que los niños que trabajan sean invisibles de cara a la sociedad. Nadie habla de ellos, y mucho menos se plantea si el trabajo que desempeñan los condena a un futuro de pobreza. No abogamos por la erradicación del trabajo infantil, pero sí creemos que se debe garantizar la escolarización de los niños como apuesta por el futuro. Y es que ni siquiera se debate sobre si sus condiciones laborales son dignas. Avanzar en estas condiciones es casi imposible”.
Sin embargo, un plan piloto de la propia Unicef ha demostrado que erradicar la miseria no sólo es posible, sino que resultaría relativamente barato. En el caso concreto de Bangladesh, uno de los países más pobres del planeta, sólo habría que destinar a ello un 2,6% del gasto que el país dedica a servicios sociales durante un período de diez años. Supondría unos 4,4 millones de euros el primer año, una cifra que aumentaría sensiblemente a lo largo de la década hasta un total de unos 60 millones de euros. Con esta cifra se conseguiría que quienes viven por debajo del umbral de la pobreza (1,25 dólares al día calculados según la paridad de poder adquisitivo), que en Bangladesh suponen el 37% de los 156 millones de habitantes, disfrutaran de una existencia digna.
“Uno de nuestros proyectos, que tiene como objetivo frenar la explotación laboral infantil, consiste en proporcionar una pequeña cantidad de dinero a la familia a cambio de que el niño esté escolarizado, tenga sus necesidades básicas cubiertas, y esté protegido contra el matrimonio infantil. Pero el dinero lo pueden gastar como crean conveniente siempre que esas obligaciones se cumplan”, cuenta Papavero. El resultado es espectacular: después de un año, la mayoría de las familias han conseguido ahorrar e invierten en negocios propios; en 18 meses, el 76% de los beneficiarios adquieren la renta suficiente como para dejar de percibir la subvención.
Con los juguetes no se juega. Z. A.
Cientos de juguetes pasan cada día por las manos de Emon. Pero este adolescente bengalí de 12 años no tiene permiso para jugar con ninguno de ellos. Lo suyo es fabricarlos con una rudimentaria máquina que convierte planchas de plástico de colores en motos y coches que harán las delicias de otros niños en India y Bangladesh. Por diez horas al día de trabajo cobra el equivalente a 12 euros al mes.
A casi 4.000 kilómetros al este, en la ciudad china de Yiwu, las piezas de Emon serían inmediatamente descartadas por toscas. Es la fábrica mundial del juguete, y, aunque no se encuentran niños en las fábricas, la situación de los empleados no es mucho mejor que la de Emon. Según investigaciones llevadas a cabo el pasado verano -época en la que se produce la campaña de Navidad- por el diario británico The Guardian, las condiciones laborales siguen siendo similares a las que se encontró EL PAÍS en 2007: hasta 140 horas extra semanales, pagas que llegan un mes tarde, y multas por hablar o ir al baño sin permiso. Incluso en las subcontratas de las grandes multinacionales.
“Con la crisis la situación ha empeorado”, reconoce Wen Xiqi, una de las empleadas que fue entrevistada por este periódico hace cuatro años. Ha cambiado de empresa y ahora ingresa casi el 50% más que entonces -en torno a 2.000 yuanes (240 euros) con horas extra-, pero asegura que la situación se degrada y comprende las recientes protestas en diferentes fábricas. “Los jefes nos dicen que ya casi no hay pedidos por la crisis de Europa, y que no nos pueden pagar a tiempo porque el yuan está muy alto”, comenta por teléfono. “Siempre hay alguna excusa para que jueguen con nosotros”.
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