La verdadera catástrofe es que todo siga igual.
(Walter Benjamin)
Una chica se arroja al vacío desde la duodécima planta de la facultad
de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid. El
decanato decide continuar las clases como si nada, aconsejado supuestamente por un equipo de psicólogos. Se diserta y se toman apuntes mientras levantan el cuerpo de la chica. Sus compañeros y otros estudiantes protestan, logran interrumpir el silencio.
¿A quién se le ocurre que lo mejor, cuando sucede algo así, es
reproducir la normalidad y no hablar? Negar la palabra, el intercambio
de palabras, precisamente lo único que puede curar algo, como sabemos
desde Freud. Esa chica decidió quitarse la vida a primera hora de la
mañana en el lugar donde estudiaba, ¿acaso no hay nada que pensar al
respecto? Seguir igual es no responder de ninguna manera a su gesto. No
acogerlo de ningún modo. Reducirla a la nada por segunda vez.
La Facultad de Geografía e Historia fue la mía durante muchos años
como estudiante, pero no recuerdo nada parecido. Los tiempos han
cambiado mucho desde entonces, a la vez veloz e imperceptiblemente. La
presión neoliberal al rendimiento ha transformado nuestras sociedades en
profundidad. Los adolescentes y los jóvenes hablan hoy de síntomas,
medicaciones y terapias con total soltura, como en otros tiempos
hablábamos de porros, motos y chupas.
La normalidad no es ningún refugio que haya que proteger, sino
justamente el nido de la serpiente. Lo que hay que interrogar y pensar
radicalmente. Desgraciadamente, el “negacionismo” de todo lo disruptivo,
de las señales de daño psíquico, social o ambiental, no sólo es un
atributo de la extrema derecha, sino transversal a todas las ideologías
políticas. Una cuestión de sensibilidad, no de ideas.
¿Aprenderemos a ver y leer esas señales? ¿A detener el maldito “como
si nada” de la normalidad mortífera para pensarlas juntos y hacernos
cargo?
Economía política del malestar
Necesitamos cambiar el mundo, no que nos mediquen para soportarlo.
(Pintada)
Los llamados problemas de salud mental atravesaron con la pandemia la
barrera del sonido y empezaron a ser audibles públicamente en sociedad.
Durante muchos años, distintos autores, grupos y movimientos pensaron
la extensión del malestar psíquico y anímico paralela a la
transformación neoliberal del mundo, dando así la voz de alarma. Ahora
se ha creado un nuevo cargo en el Ministerio de Sanidad, el Comisionado
de Salud Mental, con el objetivo de “rebajar el sufrimiento en la
sociedad”.
Las declaraciones de Belén González,
la primera comisionada, impresionan. Por lo que señala y por su
análisis. Allí donde sólo se ven problemas de salud mental, ella invita a
pensar una cuestión política y social. Es un desplazamiento decisivo de
la mirada. Lo que se etiqueta como malestar psíquico está relacionado
con la precarización de la vivienda y el trabajo, de los vínculos y los
afectos, de la misma existencia.
El lazo con el otro está frágil o deshecho, las comunidades barriales
o laborales apenas existen. Sin colectividad ninguna a la que acudir,
se va al médico. El malestar habla el lenguaje de la salud mental porque
es la única vía legitimada para expresarse, conseguir una baja laboral,
ser escuchado y tenido en cuenta. Pero lo que se presenta como un caso
de estrés o ansiedad tiene mucho que ver con un jefe cabrón o el trabajo
cotidiano en un lóbrego sótano.
El problema es que el lenguaje médico individualiza y despolitiza lo
que es común y colectivo. Trata de resolver por la vía del diagnóstico y
la medicación lo que requeriría una transformación social de las
estructuras sociales. Tapona la escucha singular del malestar (y el
tratamiento específico) a través de categorías y soluciones a priori.
El malestar no es algo que deba ser “curado” a toda prisa y de cualquier modo, sino en primer lugar interrogado.
No se trata simplemente de contenerlo o aliviarlo, sino de escucharlo y
acompañarlo. Porque el malestar habla, nos habla, nos está hablando de
la necesidad de cambiar las condiciones de vida. Es la señal de que algo
no anda bien en la organización de la vida colectiva.
“No es depresión, sino deserción” dice Franco Berardi (Bifo).
Lo que se clasifica como problema de salud mental es una protesta
silenciosa contra el estado de las cosas. No estamos deprimidos, sino en
huelga. Una huelga de nuevo tipo, existencial, humana, que aún no
encuentra su forma política, su modo de compartirse.
La medicalización de la sociedad terapéutica
tapona la pregunta. Tapona el pensamiento. Tapona la acción. Es el
“como si nada” de las autoridades universitarias frente al caso de
suicidio pero con otro lenguaje.
Economía libidinal del malestar
¿Qué tenemos que curar? No lo sé con precisión, pero al menos esto
en primer término: la enfermedad de querer curar.
(Jean-François Lyotard)
Los planteamientos de Belén González, que retoman otros como los que Guillermo Rendueles
lleva exponiendo hace décadas, me parecen impecables en términos de
“economía política”: la precarización, la explotación y la atomización
social resultante como causas objetivas del sufrimiento.
Propongo ahora complementar este enfoque con un análisis “en economía
libidinal”. ¿Qué significa esto? Pensar la dimensión deseante, psíquica
y anímica de nuestra sociedad. Preguntarnos por la relación entre
capitalismo y deseo. Las causas subjetivas del malestar.
¿Cómo aparecen las cosas, cómo experimentamos la vida, qué nos hace vibrar? El malestar tiene también que ver con una relación con el mundo.
Con la interiorización de las lógicas de rendimiento y competitividad.
No sólo somos víctimas pasivas o inocentes de la vida-mercado, sino
también sus agentes activos y entusiastas incluso.
Hoy el mandato de productividad pasa adentro. ¿Adentro de qué? De nosotros mismos. Cada cual reproduce el sistema que nos daña al tomarse a sí mismo como capital humano
que gestionar: capital-cuerpo, capital-erótico, capital-imagen,
capital-visibilidad, capital-relaciones, capital-contactos,
capital-proyectos, capital-ideas, capital-salud y capital-capacidades.
La presión al rendimiento y la competitividad nos hace vibrar. La
demanda de hipercomunicación e hiperexpresividad encuentra en nosotros
un eco. El mandato de productividad se apoya en nuestros ideales de
perfección y de control, en nuestros ideales del yo. Por eso también hay
gente con buenos salarios que sufre psíquica y anímicamente, como
analiza David Graeber en su Trabajos de mierda.
El movimiento del capital, según lo analiza Marx, busca siempre la expansión:
siempre más productividad, rendimiento y competitividad,
independientemente del bienestar, la satisfacción y la felicidad de los
sujetos. En esta lógica autónoma, los territorios, los recursos y las
poblaciones aparecen como inmensas zonas de sacrificio. Zonas a devastar y consumir a mayor gloria del imperativo insaciable de la ganancia.
Nosotros mismos, cuando nos identificamos íntimamente con el capital, obedecemos también esa lógica de siempre-más. Y nuestro propio cuerpo aparece entonces como una zona de sacrificio.
Sacrificio de los vínculos y los afectos, de la satisfacción y la
felicidad, del reposo y el descanso en la persecución insensata del
beneficio, la exigencia y la autoexigencia, la culpa y la deuda.
Nuestros padres y abuelos sacrificaron el cuerpo a través de la
represión disciplinadora y autoritaria. Hoy lo hacemos mediante la
movilización total, la optimización y la maximización, la gestión
empresarial de uno mismo y la marca personal. Una renuncia al cuerpo –a
sus inclinaciones, ritmos y altibajos propios– ya no por represión y
negación, sino por aceleración y autosuperación permanente. El gimnasio
acristalado como nuevo altar público de la lógica sacrificial.
Es ridículo considerar a nuestra sociedad como “hedonista” cuando
desconoce absolutamente el placer como gratificación y recompensa que se
basta a sí misma. El consumo –el único goce que se conoce– es la
compensación de una vida amputada, sin proyecto ni sentido propios,
sometida al deseo del Otro, al imperativo de rendimiento y
competitividad. Una compensación que, como sabemos bien por experiencia,
no calma, aplaca o sacia nada. La insatisfacción es estructural. Un
pozo sin fondo.
Politizar el malestar
Para acabar con la masacre del cuerpo
(Félix Guattari)
¿Cómo aflojar el nudo de la productividad? ¿Cómo dejamos de
identificarnos y vibrar con los imperativos de siempre-más? ¿Cómo salir
de la lógica del sacrificio?
Desatar el nudo de la productividad depende de la mejora de las
condiciones objetivas: salarios e ingresos, condiciones y espacios de
trabajo, tiempo y recursos. Pero también depende de una mutación del deseo.
Primero un desasimiento del mandato de rendimiento, luego la
instauración de otra relación con el mundo, una nueva experiencia de
vida.
Habría que volver a pensar a Marx con Freud, a Freud con Marx,
reanudar el diálogo entre política y psicoanálisis. Sin Marx, sin
crítica de la economía política y luchas sociales, el psicoanálisis se
vuelve adaptativo: minimización de daños mediante el aprendizaje
personal de otra relación con el mundo. Sin Freud, sin crítica de la
economía libidinal y luchas de deseo, la política acaba prescindiendo de
los sujetos y retornando al punto de partida, incapaz de cambio
cualitativo.
Politizar el malestar es una bella consigna pero un camino difícil.
El malestar es a la vez íntimo y común. La presión al rendimiento se
inscribe en cada cuerpo de manera diferente, dependiendo de su historia
particular, de su biografía psíquica, de sus heridas y cicatrices
personales. La “clase” de los sintomáticos no existirá nunca como bloque
homogéneo e identitario, sólo como trama compleja de cuerpos y voces
singulares. Una conversación entre diferentes, una configuración de
únicos, una banda de solistas.
Freud llamaba “sublimación” al saber-hacer con los malestares
íntimos. En lugar de padecer el sufrimiento de forma aislada, ser capaz
de elaborar a partir de él algo común y compartido (una obra de arte por
ejemplo). Pero se equivocaba al atribuir esa facultad únicamente a
algunos artistas geniales. Cualquiera puede, y también en colectivo. Es
posible pensar la politización del malestar como un trabajo de
sublimación a la vez íntimo y común: salir del padecimiento individual,
encontrarse y elaborar el malestar como energía de transformación.
Politizar el malestar empieza por una pregunta: ¿Qué (nos) está
pasando? Una pregunta que interrumpe los automatismos, en primer lugar
el automatismo del silencio, la normalidad donde anida el mandato de
productividad y competencia. Y prosigue con una conversación, un
espacio-tiempo de elaboración colectiva desde lo más singular y lo más
propio, desde el cuerpo y la vida dañados. Para leer juntos las señales y
hacernos cargo.
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Amador Fernández-Savater acaba de publicar Capitalismo libidinal; antropología neoliberal, políticas del deseo, derechización del malestar.