La devastación del Planeta no es más (ni menos)
que el otro lado de la deshumanización, del deterioro de la naturaleza humana.
Analizar críticamente un mito central en nuestra cultura, símbolo de bienestar y riqueza,
e indicador de nuestra calidad de vida
es complicado.
Heike Freire.
Hace algún tiempo, durante una conferencia sobre infancia y naturaleza organizada por un Ayuntamiento, uno de los asistentes me preguntó sobre la costumbre de hacer regalos a los niños. Al pedirle más detalles, acabó contando que su hija de diez años, tras su última fiesta de cumpleaños, estuvo llorando toda la tarde porque “solo” había recibido 57 regalos, cuando la vez anterior obtuvo 64. “No supe cómo consolarla”, confesó visiblemente afectado. “¿Qué habría hecho usted? ¿Puede darme algún consejo?”.
Me quedé pasmada. Al parecer, la criatura medía el amor de sus familiares y amigos (y tal vez su propio valor), por el número de objetos que le compraban…
Aunque sin conocerla, ni conocer su entorno, di a su padre angustiado la mejor respuesta que pude… Y sus palabras, teñidas de dolor, se me quedaron clavadas.
También yo, de pequeña, lloré muchas veces porque quería algo, o lo que conseguía no respondía a mis expectativas. Recuerdo una Navidad, hacia los siete u ocho años. Me encantaban las películas, los dibujos animados. Vi en la tele el anuncio de un proyector que, a mis ojos, parecía “de verdad”. (Los adultos nos empeñamos en regalar juguetes a los niños, cuando ellas prefieren las cosas “reales” y cotidianas).
Me imaginaba abriendo mi propio cine en casa, con su pantalla, sus butacas, su programación…; la taquilla donde cobraría una entrada, diseñada por mí… y hasta el puesto de palomitas. Pero cuando el artilugio llegó a mis manos, mi decepción fue supina: aquel frágil cacharro de plástico, no era ni de lejos lo que yo esperaba…
El consumo puede hacernos sentir bellas, importantes, amadas, felices, poderosas o veloces, pero también profundamente desgraciadas, como estas niñas. ¿Por qué?
Analizar críticamente un mito central en nuestra cultura, símbolo de bienestar y riqueza, e indicador de nuestra calidad de vida es complicado. ¿Quién no desea ofrecer a sus hijos e hijas todo aquello que puedan necesitar? ¿Cómo cuestionar un crecimiento, basado en el consumo, que parece la condición imprescindible para que amplias capas sociales salgan de la pobreza, o no caigan en ella?
Desde hace décadas, científicos y ecologistas alertan sobre la ingente cantidad de energía, materias primas y trabajo humano (también infantil, y en condiciones indignas), despilfarrados para alimentar nuestra voracidad consumista; señalan toda el destrozo, la basura, la contaminación y el sufrimiento sobre los que se levanta nuestro antinatural estilo de vida. Muchos consideran que es el precio a pagar para que una parte de la población disfrute de cierto confort. Pero es dudoso que pueda obtenerse un beneficio, real y durable, basado en el padecimiento ajeno. La devastación del Planeta no es más (ni menos) que el otro lado de la deshumanización, del deterioro de la naturaleza humana…
En un mercado organizado por el marketing y la publicidad, pocas veces se habla de las consecuencias de la cultura consumista sobre las personas, de lo que en el consumo se consume de mí, como dirían mis alumnas. Porque si todo lo que hacemos también nos hace, es imposible que una actividad a la que dedicamos tanto tiempo, y que ha invadido casi todas las esferas de la vida, nos deje indemnes. Cada gesto de compra cotidiana nos está educando. Hay, como diría Jaume Martínez Bonafé, un currículo oculto del consumo que es preciso desvelar para entender cómo nos afecta y nos construye. ¿Qué nos enseña y qué aprendemos al consumir?.
En su conocido libro ¿Ser o Tener?, el famoso psicoanalista Eric Fromm aporta una interesante reflexión sobre las diferencias entre sociedades centradas en las cosas, y sociedades centradas en las personas. La cultura de mercado establece como premisas fundamentales que las necesidades humanas son infinitas. Se trata de deficiencias, faltas principalmente individuales que es preciso tapar rápidamente, porque carecer es vergonzoso. Para satisfacerlas, llenando esos vacíos, disponemos de un número también ilimitado de productos y servicios, mercancías más o menos materiales, que pueden obtenerse con dinero. Hay un producto para dar respuesta a cada problema de nuestra existencia, una solución ideal, pensada y fabricada para nosotras. La felicidad consiste en desearlos y, sobre todo, en conseguirlos.
La próxima vez que pienses en hacer un presente a personas de cualquier edad, recuerda que detrás del objeto, lo que recibimos es el reconocimiento, la afirmación de nuestra importancia
La doctrina mecanicista y mercantilista que sustenta nuestra cultura, sostiene una visión profundamente despreciativa de lo humano. Las necesidades vitales (que son innatas, limitadas y universales), se presentan como privaciones cuando, en realidad, constituyen el movimiento esencial de la vida. Todo organismo vivo las siente. Nos conectan con los entornos de la biosfera (evidenciando la interdependencia de todos los seres que la componemos) y, al mismo tiempo, nos permiten honrar y expresar nuestra particular forma de ser y estar en el mundo. Aunque compartimos algunas con las otras especies, las nuestras son diferentes de las de las mariposas, o de los dromedarios. Cada especie, cada grupo y cada individuo, en cada momento, vive las suyas. No son huecos a tapar (¿acaso puede satisfacerse, de una vez por todas, la necesidad de amar?) sino nutrientes esenciales para la vitalidad, el bienestar, el desarrollo y el crecimiento pleno, a través de los cuales los seres (humanos y no humanos) realizan su naturaleza.
Al interrumpir nuestros procesos vitales, para inducir artificialmente necesidades sustitutivas (por ejemplo: amor y relación = regalos), la cultura del consumo inhibe la capacidad de vincularnos con nuestras necesidades auténticas, es decir, de reconocerlas, honrarlas y vivirlas dignamente. Aprendemos a reemplazar lo que realmente queremos por los productos sustitutivos que nos ofrece el mercado. A negar lo que sentimos y escondernos de nosotras mismas.
Mientras la experiencia de ser humana es una actividad esencialmente interna, un ejercicio de libertad, una búsqueda de autonomía, y autenticidad, a través de sensaciones, emociones, imágenes… en relación con el mundo, el hábito del consumo empobrece radicalmente nuestra existencia. Si no puedo darme lo que necesito, estoy condenada a mantener una actitud pasiva ante la vida, a depender del exterior, a experimentar ansiedad y frustración: como no hay límite a mis deseos, en el fondo, quedaré siempre insatisfecha.
Los niños, niñas y jóvenes de hoy, deberían tener derecho a ser, antes que a consumir. Así que, la próxima vez que pienses en hacer un presente a personas de cualquier edad, recuerda que detrás del objeto, lo que recibimos es el reconocimiento, la afirmación de nuestra importancia y valía, del amor y el cuidado. E imagina todas las posibles vivencias y experiencias, no necesariamente comerciales, a través de las que puedes dar y recibir el regalo más grande