“No hemos venido aquí para rogar.
Hemos venido aquí para hacerles saber que el cambio está llegando, les guste o no.
El verdadero poder pertenece a la gente”.
Miles de jóvenes han comenzado a manifestarse periódicamente
en decenas de ciudades de Europa, EEUU y Japón
por la lucha contra el cambio climático.
Samuel Martín-Sosa*,
Así de desafiante se expresaba la sueca Greta Thunberg en su discurso ante 200 países en la cumbre del clima en
Katowice el pasado diciembre.
La foto de esta chica de 15 años, posando
al lado de un cartón sobre el que había escrito a mano “huelga escolar
por el clima”, había recorrido las redes durante las semanas previas. La
contundencia de sus palabras hacía intuir que su participación ante
Naciones Unidas no se correspondía con la típica cuota infantil de turno
para rogarle a los papás y las mamás del mundo que cuidaran el planeta.
Greta estaba allí para anunciar que la paciencia de los jóvenes se
había terminado, al igual que el crédito de los políticos. “Ustedes no
son lo suficientemente maduros para contar las cosas como son”,
espetaba.
La chispa que encendió esta chica con su llamamiento a una huelga
escolar todos los viernes ha prendido con fuerza en distintas partes de
Europa. Con la llegada de 2019 los estudiantes de secundaria de varias
ciudades de Bélgica comenzaron a convocar huelgas escolares y
manifestaciones los viernes.
A la primera convocatoria en Bruselas asistieron 3.000 jóvenes. La semana siguiente ya fueron 12.500. En la tercera convocatoria lograron sacar a 32.000 personas a la calle en la capital belga con lemas que recordaban que “no tenemos un planeta B”, que “se ha agotado el tiempo” o que “estamos ya más calientes que el clima”, en referencia al hartazgo acumulado. En Lieja 15.000 se manifestaron con cantos de “a las armas”. Gante, Lovaina o Amberes también se sumaron a la protesta.
Al igual que el veganismo es un fenómeno más femenino que masculino, también las huelgas climáticas han tenido rostros principalmente de mujeres
Una coalición de 3.500 científicos belgas firmó una carta en apoyo a
las manifestantes, acción que replicaron sus colegas científicos
holandeses cuando las protestas se extendieron a aquel país y más de 10.000 estudiantes
marcharon por las calles de La Haya días después. La llamada recorrió
decenas de ciudades en Alemania (Berlín, Dortmund, Frankfurt, Koblenz,
Leipzig o Munich) y al menos 15 ciudades de Suiza, donde los estudiantes
clamaban “Make love, not CO2”.
Belfast, Brighton, Cambridge, Glasgow, Manchester, Oxford, Southampton y
así hasta 25 ciudades del Reino Unido se unieron este mes a las
protestas, junto con otras ciudades en Japón, Australia y EE.UU. En el
Estado español existe una llamamiento en Barcelona para los próximos
días y a nivel mundial se ha convocado un paro estudiantil internacional el próximo 15 de marzo.
La Adolescencia y la Juventud concienciadas y empoderadas.
Tiene sentido que estas movilizaciones sean promovidas por gente
joven; son los que más tienen que perder ante la crisis climática. El
reciente informe que aboga por la limitación del aumento de la
temperatura a 1,5ºC nos habla de un tiempo de reacción no superior a 12
años, lo cual adelanta esa visión que llevamos décadas manejando del
“futurible impacto a las generaciones venideras” y lo transforma en algo
tangible en el “ahora”: ellos son “ya” el futuro ese del que veníamos
hablando. Para esas fechas apocalípticas estos jóvenes no habrán
alcanzado aún la treintena. Las encuestas de opinión muestran hace
tiempo que la juventud está mucho más concienciada con el planeta que
las generaciones de sus padres o abuelos. Según una encuesta
de Global Shapers, difundida por el Foro de Davos, al 48.8 % de los
millennials del mundo –los que tienen ahora entre 18 y 35 años– lo que
más les preocupa es el cambio climático. En este estudio, llevado a cabo
en 180 países en 2017 y en el que participaron 31.000 jóvenes, el 78.1 %
declaró estar dispuesto a cambiar su estilo de vida para proteger la
naturaleza y el medioambiente. Los más comprometidos son los jóvenes
latinoamericanos y los del sur de Asia, con un 82,5 % y 86.7 % de los
votos, respectivamente.
Cuando se les preguntó quién tiene la mayor responsabilidad para
hacer del mundo un lugar mejor, los encuestados no eludieron su cuota de
responsabilidad, optando en primer lugar por las propias personas
(34,2%), aunque también señalaron de forma clara al gobierno (29 %) y a
las organizaciones internacionales (9%).
Algunas de las movilizaciones sociales que están encontrando en la
gente joven a uno de sus principales protagonistas entroncan con valores
que no se corresponden con cambios incrementales dentro del sistema,
sino que plantean un cuestionamiento del sistema mismo. El movimiento
vegano, por ejemplo, que entre otras cosas nos interpela sobre nuestra
forma de alimentarnos en un planeta en crisis, es un movimiento en auge
(se podría decir que mucho más que el ecologismo) que está impulsado
principalmente por gente joven. Las movilizaciones masivas del 8 de
marzo por su parte, solo se pueden explicar por la fresca irrupción de
las nuevas generaciones que se empoderan y reactualizan el discurso
feminista. Por cierto, al igual que el veganismo es un fenómeno más
femenino que masculino, también las huelgas climáticas han tenido
rostros principalmente de mujeres.
En la última década, ha bajado en más de un 40% la cantidad de chicos y chicas entre 18 y 25 años que se han sacado el permiso de conducir
La fuerza de la juventud está provocando cambios en posiciones que
hasta ahora parecían monolíticas. En Estados Unidos, si eres
republicano, tienes una alta probabilidad de ser también un negacionista
climático (en torno al 76% de los que se declaran republicanos lo son).
El sesgo ideológico en aquel país ha sido tradicionalmente muy fuerte.
Pero eso está empezando a cambiar con las nuevas generaciones. Una encuesta
reciente muestra cómo el 36% de republicanos millennials ya creen en el
cambio climático, frente a tan solo un 18% en las generaciones del baby-boom y anteriores. Aún más, el 60% de los republicanos millennials creen
que el gobierno de su país, actualmente en manos del partido al que
votaron, no está haciendo suficiente en materia ambiental, y solo el 44%
se muestra favorable a continuar la explotación de los combustibles
fósiles, frente al 76% de apoyos que se recaban en la generación de sus
mayores.
Potencial de transformación.
Un problema para la transición ecosocial es la ausencia de conciencia
del verdadero diagnóstico planetario y sus implicaciones, como
demuestra el hecho de que el imaginario social futuro respecto a las
expectativas de vida apenas haya sufrido mutaciones en las últimas
décadas. Si salimos a la calle a preguntar por cómo se ve la gente a sí
misma en el futuro, probablemente la mayoría nos hable de la intención
de viajar tras la jubilación, comprar una casita en la playa o el campo,
o comprarse finalmente ese coche deportivo con el que siempre
estuvieron encaprichados. Y por supuesto disfrutando de todas las
ventajas del Estado del bienestar. Es decir, escenarios que no se han
visto influidos por la realidad de un mundo cambiante a velocidad de
vértigo, constreñido por una realidad de disponibilidad energética y
material decreciente, y con los sumideros de residuos a rebosar.
Por ejemplo, podemos pensar que a priori el mito del coche como icono
de la libertad e individualidad difícilmente pueda derribarse algún
día. Hasta ahora para las personas jóvenes que accedían por primera vez
al mercado laboral (las que podían) su primer espacio de privacidad
adquirido era un coche propio, mucho antes incluso que una vivienda, que
en muchos casos no llegaban a conseguir o tardaban en hacerlo. El coche
se proyecta así como un espacio donde amar, soñar y probablemente hasta
percibir cierta libertad. De hecho un estudio
sobre la relación de los conductores con sus coches muestra aún hoy
cómo el 54% de los españoles considera que el coche es hoy más
importante que hace veinte años; el 84% de los encuestados declaró
“adorar” conducir y solo el 24% consideraba el automóvil como un bien
obsoleto para los nuevos tiempos. En dicho estudio el coche seguía
siendo en nuestro país el objeto personal mejor valorado por delante del
teléfono móvil y la televisión. Pero quizá, esto esté empezando a
cambiar en las capas más jóvenes de la población. En la última década,
ha bajado en más de un 40% la cantidad de chicos y chicas entre 18 y 25
años que se han sacado el permiso de conducir, y más allá de los
coletazos de la crisis las razones
parecen apuntar a un cambio de paradigma, según el cual los jóvenes ya
no lo ven tan útil, particularmente en ciudades donde pueden desplazarse
en transporte público u optar por coches compartidos.
La ilusión de lo impredecible.
Dice Edgar Morin (Elogio de las metamorfosis) que “hay que creer en lo improbable; es decir, en la
humanidad”. “Lo improbable, aunque posible, es la metamorfosis”, señala
también.
Las imágenes de chicas sonrientes y combativas tomando las
calles con determinación para decir que hasta aquí hemos llegado no
puede ser un revulsivo más ilusionante. Pero también nos enseña a
confiar en lo impredecible, y en buena medida, también en lo improbable.
Nadie había sido capaz de pronosticar que miles de jóvenes iban a
echarse a la calle por una causa tan global, etérea e incorpórea como el
cambio climático. Nadie. Y si somos honestos, si nos lo hubieran
planteado con anterioridad, también lo hubiéramos considerado si no
imposible, sí harto improbable. Entonces hay que preguntarse: ¿por qué
ponemos límites a nuestros sueños? ¿Por qué no nos atrevemos a imaginar
que pueda darse una revuelta de estas características, o incluso más allá y usando el concepto de Morin, una metamorfosis?.
Cuando examinamos el diagnóstico planetario nos entra una depresión
terrible, y no es para menos. En un escenario de escasez creciente, la
competencia por los recursos nos hace augurar guerras, violencia,
individualismo, acaparamiento, y en general un embrutecimiento de las
sociedades que justifica el cierre de fronteras y el alzamiento de muros
para proteger lo nuestro frente al de fuera. Y mirando no solo la
historia, sino también el presente, hay razones sobradas para estos
augurios. Pero a menudo se nos olvida introducir en la ecuación el
factor sorpresa, la posibilidad de que ocurran cosas que no sigan el
patrón probable. No consideramos, por ejemplo, que pueda haber
movilizaciones masivas y espontáneas en la sociedad a favor de la vida y
la justicia que puedan llegar a hacer tambalearse a las instituciones,
al igual que tampoco se fue capaz de aventurar el 15M o las primaveras
árabes; a la mayoría de la gente estas revueltas le pillaron por
sorpresa.
Nadie había sido capaz de pronosticar que miles de jóvenes iban a echarse a la calle por una causa tan global, etérea e incorpórea como el cambio climático
Ciertamente está por ver la capacidad de influencia de estas huelgas
climáticas, así como los mecanismos que va a desplegar el sistema para
absorberlas y anularlas. De momento, han demostrado que vienen pisando
fuerte –ya se han cobrado la dimisión
de una ministra por ningunearlas–, y su discurso es inspiradoramente
sistémico, encuadrado bajo el paraguas de la justicia climática.
Como conclusión, quizás debamos revisarnos esa autolimitación
cercenadora que nos imponemos cuando imaginamos el futuro, que nos
termina por convencer de que no hay nada ya que podamos hacer para
cambiar la muy inercial y esquizofrénica deriva del mundo y que mejor
sentarnos a esperar el acto final. Nos sentimos pequeñitos ya no solo
como individuos; también como sociedad. Nos hemos autoconvencido de que
no vale la pena intentar cambiar las cosas porque no seremos capaces de
conseguirlo.
Las huelgas de estudiantes llaman a la puerta de nuestras
conciencias
para decirnos que efectivamente, el entorno es tremendamente
negativo,
pero eso no debe conducirnos a autoimponernos barreras de lo
posible.
Como dice un personaje de la novela El Pentateuco de Isaac,
de Angel Wagenstein: “Nuestra fuerza radica en los caprichos del caos,
en la arbitrariedad de las partículas que se mueven en desorden, en el
juego sin reglas. En otras palabras: en la sorpresa que muchas veces nos
sorprende a nosotros mismos por el alcance de sus resultados”. Este
mensaje puede traducirse en lo siguiente: la sociedad tiene una fuerza
increíble para cambiar las cosas. Lo que no sabemos es si lo hará, ni
cuándo. Pero puede pasar. Solo hay que actuar.
La sueca Thunberg en su discurso ante la cumbre de cambio climático
también dijo: “Hasta que no comiencen a centrarse en lo que debe hacerse
en lugar de lo que es políticamente posible, no habrá esperanza”. Pero
quizás, en cierto modo, la esperanza sea también nuestro freno. Como
defiende el Comité Invisible en su manifiesto “Ahora”,
nadie jamás ha actuado por esperanza, y esta está, de algún modo,
confabulada con la espera. Y no podemos esperar. Es lo que deben haber
pensado miles de chicas y chicos que salen estos días a las calles para
darnos una lección revolucionaria.
* Samuel Martín-Sosa Rodríguez
es responsable de Internacional de Ecologistas en Acción.