Mostrando entradas con la etiqueta Adolescencia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Adolescencia. Mostrar todas las entradas

Seis jóvenes portugueses demandan a 33 países europeos por no reducir las emisiones.


En una acción legal sin precedentes, seis portugueses de entre 8 y 21 años 
 han presentado una demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos 
 en la que acusan a 33 países europeos de violar su derecho a la vida 
al no hacer lo que les corresponde para hacer frente a la emergencia climática.
De izq. a der., los jóvenes demandantes: Cláudia Agostinho (21 años), Catarina Mota (20), Martim Agostinho (17), Mariana Agostinho (8), Sofia Oliveira (15) y André Oliveira (12)




Las acciones de asociaciones ecologistas para judicializar la lucha contra el cambio climático siguen adelante. Si hace unos meses activistas holandeses conseguían que su Tribunal Supremo de los Países Bajos les diese la razón y forzara al Gobierno a revisar al alza sus objetivos de reducción de emisiones, ahora unos jóvenes portugueses quieren dar un paso más allá. 
 En una acción judicial sin precedentes, seis lusos de entre 8 y 21 años han presentado una demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (TEDH), con la que buscan responsabilizar a los 33 países del continente que se encuentran bajo su jurisdicción de inacción ante la crisis climática.

Los protagonistas de esta iniciativa son Cláudia Agostinho (21 años), Catarina Mota (20), Martim Agostinho (17), Sofia Oliveira (15), André Oliveira (12) y Mariana Agostinho (8), que basan su denuncia en que los 27 estados miembros europeos, así como Reino Unido, Suiza, Noruega, Rusia, Turquía y Ucrania no están realizando recortes de emisiones urgentes y profundos para salvaguardar su futuro. 
 Si la demanda de estos portugueses es admitida a trámite, podría sentar un importante precedente y mostrar el camino para otras acciones judiciales climáticas basadas en argumentos de derechos humanos.
Los jóvenes activistas confían en sus posibilidades de al menos llegar a juicio, ya que su demanda se produce después de que los letales incendios forestales en Portugal en 2017 mataran a más de 120 personas, una catástrofe natural de una intensidad inusitada que numerosas investigaciones han relacionado con el calentamiento global. Además, Portugal, al igual que otros países del sur europeo como España, acaba de registrar uno de sus julios más calurosos en los últimos 90 años.
“Después de los incendios de 2017 nos dimos cuenta de que debemos cambiar y detener urgentemente el cambio climático”, asegura una de los jóvenes activistas
“Temo por mi futuro, ha asegurado a los periodistas una de las demandantes, Catarina Mota durante una conferencia de prensa virtual este jueves. “Vivo con la sensación de que cada año mi casa se convierte en un lugar más hostil”, ha asegurado desde Leiria, en el centro de Portugal, donde ha explicado su decisión en la necesidad de que, “con tan poco tiempo para detener esta situación, tenemos que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para obligar a los Gobiernos a protegernos adecuadamente”.

Si tengo hijos, ¿en qué mundo los criaré? Estas son preocupaciones reales que tengo todos los días… Después de los incendios de 2017 nos dimos cuenta de que debemos cambiar y detener urgentemente el cambio climático”, ha denunciado la joven activista. La acción legal cuenta con el apoyo de Global Legal Action Network (GLAN), un grupo de defensa sin fines de lucro, que argumenta en su escrito ante el TEDH que las políticas medioambientales de los 33 Estados son “demasiado débiles” para lograr los objetivos del Acuerdo de París, que exige una reducción en la emisión de gases de efecto invernadero de al menos 50 % para el año 2030, con el fin de limitar el calentamiento del planeta a entre 1,5 y 2 grados centígrados.

Tres años de gestiones

La complejidad y el alcance del caso se entienden mejor al conocer que los activistas, con la ayuda de los abogados de GLAN, llevan casi tres años preparando la demanda para presentarlo ante el TEDH, una actividad para la que han contado con una importante financación tras lanzar una exitosa campaña de crowdfunding en octubre de 2017. La base de la demanda de los portugueses se encuentra en las investigación de la ONG Climate Action Tracker, que permitirá a los abogados argumentar que ninguno de los planes de los 33 países está alineado con su compromiso en virtud del Acuerdo de París de limitar el aumento de la temperatura global “muy por debajo de 2°C”.
El gran obstáculo para la demanda será el llamado “criterio de admisibilidad”, que indica que un caso judicial solo puede llevarse ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, “después de que se hayan agotado todos los recursos internos”. Eso requeriría llevar el caso al tribunal más alto disponible en los 33 países, una opción que sería imposible para los recursos de las organizaciones ecologistas. Aún así, los abogados del caso esperan lograr una excepción a esta regla sobre la base de que perseguir 33 casos idénticos de manera paralela no es “judicialmente práctica”.



En cualquier caso, esta acción llega tan solo un mes después de que más de cien organizaciones internacionales hayan pedido a la ONU la inclusión de un nuevo derecho humano en la Carta de Naciones Unidas: el derecho a un planeta sano. De aceptar la propuesta, esta sería la primera ampliación de la declaración de Derechos Humanos desde su proclamación a mediados del siglo pasado.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha informado de que el 23% de las muertes en todo el mundo están vinculadas al daño y la destrucción del medio ambiente, mientras que cientos de millones de personas padecen enfermedades relacionadas con entornos poco saludables y no naturales.

Además, el cambio climático da lugar directamente a fenómenos climáticos cada vez más extremos: tormentas más frecuentes e intensas, sequías, incendios forestales y aumento del nivel del mar, que a su vez amenazan la vida de miles de millones de personas. Igualmente, la pandemia COVID-19 tiene sus raíces en la pérdida de hábitat y el comercio ilegal de vida silvestre. Ahora, unos jóvenes portugueses buscan la forma de frenar las consencuencias del cambio climático a través de que este posible derecho humano esté garantizado por Europa dentro del derecho a la vida.

Jóvenes Repensando las Aulas. Concurso de ideas para estudiantes.

En el marco de Educación Conectada, le proponemos a las y los jóvenes que sean ellas y ellos mismos quienes se encarguen de REPENSAR cómo serán las aulas en el próximo curso escolar. Espacios, dinámicas, formatos... ¡Queremos conocer todas sus ideas y soluciones para que el año educativo 2020-2021 sea lo más fructífero y satisfactorio posible! Pueden participar estudiantes de FP de grado superior; y grado y postgrado universitario de España. 
¡Hasta el 10 de julio! 
¿Nos ayudas a difundir?Haz clic en el ENLACE para informarte.

La pandemia del coronavirus ha puesto al mundo entero, y a la sociedad española, en particular, en una situación excepcional y sin precedentes: colegios cerrados, docentes y alumnado recluido en casa, transición de una enseñanza presencial a una digital e incertidumbre en torno a los procesos habituales del sistema educativo de cara al próximo curso escolar.

Desde Educación Conectada queremos mirar al presente como una oportunidad para la educación, y ofrecer una oportunidad para reflexionar sobre la adecuación de los centros escolares a la nueva realidad (modificación de espacios, nuevas metodologías, etc…). Por tanto, se hace necesario identificar estas necesidades y ofrecer soluciones adaptables desde la experiencia y formación de diferentes ámbitos académicos (arquitectura, educación, sanitario, etc.).
Fad y BBVA invitan a estudiantes de FP de grado superior; y grado y postgrado universitario de España a participar en un concurso de ideas con el fin de inspirar a centros educativos en la búsqueda de soluciones ante las necesidades que la emergencia educativa ha puesto al descubierto en los centros escolares, especialmente los que cuentan con población vulnerable.
Inscríbete al Concurso de ideas Jóvenes repensando aulas 2020, donde un jurado de expertos/as valorará el esfuerzo de materialización de la idea y concreción de las soluciones, pudiendo resultar seleccionado/a para difundir tu proyecto en todos los centros educativos de España. Además podrás ganar uno de los premios que se establecen en el concurso.

Cómo construir la resistencia climática.


Fridays For Future ha conseguido impulsar la lucha por la justicia climática obteniendo una visibilidad y movilización inusitada hasta el 15 de marzo de 2019. Una activista del colectivo desgrana su organización y la influencia que ha ejercido esta lucha entre su joven militancia.



Fridays For Future es uno de esos colectivos que ha explotado y arrasado en el último año. Tanto mediática como políticamente, ha puesto al movimiento climático en el punto de mira de toda la sociedad, en el punto de mira de la política, de la relevancia mediática, con una demanda muy clara; justicia climática para la emergencia en la que nos encontramos. Pero, ¿cómo es Fridays For Future desde dentro? ¿Qué lo diferencia de otros colectivos? ¿Qué métodos de movilización utiliza? Vamos a intentar responder un poco a estas preguntas, haciendo un análisis de este colectivo juvenil que ha involucrado a toda la sociedad en la lucha ecologista.


Fridays For Future nació en España aproximadamente en febrero de 2019, con el objetivo de movilizar a la mayor parte de juventud posible el 15 de marzo, o 15M climático, como se le denomina coloquialmente. Ese día, en las calles de Madrid, salimos unas 10.000 jóvenes a reivindicar que nos estaban robando nuestro futuro. Ese día, sin ser conscientes de ello, iniciamos todas las que trabajamos en el colectivo una nueva etapa de hipermilitancia, de aprendizaje constante, de tejer lazos y de poner en el centro de nuestras vidas la cuestión climática. Por supuesto, no todo fue un camino de rosas. Llegar a desarrollar las estructuras organizativas que tenemos ahora ha costado muchos rompecabezas pero, al final, estamos consiguiendo construir un movimiento de base horizontal, asamblearia y con la transparencia por bandera.


    Llegar a desarrollar las estructuras organizativas que tenemos ahora ha costado muchos rompecabezas pero, al final, estamos consiguiendo construir un movimiento de base horizontal, asamblearia y con la transparencia por bandera.


Nuestra forma organizativa es un poco compleja; en primer lugar, están las asambleas locales en cada una de las ciudades que participamos en el movimiento. Estas son las bases decisivas de él, en donde se debaten desde las acciones concretas a desarrollar, la organización de los viernes que salimos a las calles, hasta las decisiones políticas más complejas que se nos plantean. Son abiertas y todo el mundo que quiera participar en el colectivo está más que invitado a venir, debatir y mostrar sus ideas.


A continuación está la asamblea estatal, en la que dos representantes de cada territorio local transmiten las decisiones tomadas por sus asambleas, hasta que se consigue llegar a un consenso entre todas las ciudades. 

Por último, esta la coordinación internacional, en la que dos representantes de cada país siguen el mismo protocolo que los representantes locales: llevan las decisiones de sus países, debaten fechas de movilizaciones y desarrollan los consensos generales del movimiento.

Desde Fridays consideramos que, aunque sea compleja y en ocasiones nos cueste llegar a consensos, es la forma organizativa más participativa que podemos llevar a cabo. Porque las opiniones de todas son igual de valiosas, merecen ser escuchadas y desarrolladas, ya que en esta lucha no hay jerarquías, sino miles de compañeras dispuestas a poner todos sus esfuerzos ante el gran reto al que nos enfrentamos.


Uno de los mayores potenciales del movimiento reside precisamente en su implicación mundial por parte de millones de jóvenes de todas partes del planeta. El desarrollo de movilizaciones conjuntas (como las global strikes) que convocamos nos ayuda a mostrar que no somos un movimiento que se focalice en una sola cuestión, sino que pretendemos abordar todos los problemas desde las tres perspectivas: local, estatal y global. Asimismo, los pilares básicos del movimiento son los que nos llevan hasta ellas, reivindicando como medida prioritaria y principal la justicia climática, que no solo habla de cómo el cambio climático nos afecta de forma diferente según nuestra localización, edad, género, situación económica… sino que también hace referencia a la responsabilidad de, por ejemplo, los países industrializados frente a los países empobrecidos, pues no es la misma y, por tanto, las medidas que tome cada uno, tampoco pueden ser iguales.


Por otro lado, el haber establecido el colectivo alrededor de una marca, de una costumbre, de lo que el mismo nombre indica, “viernes por el futuro”, otorga no solo una medida de unión entre todos los países y sus integrantes, sino una medida de presión constante a las instituciones y los pocos negacionistas que aún quedan. Seamos apenas veinte, o seamos miles, prácticamente todos los viernes se puede encontrar en alguna ciudad del mundo un grupo de jóvenes protestando y diciendo a la cara verdades que nuestra sociedad lleva años ignorando. Por supuesto que es agotador salir todos los viernes a protestar, saltarnos clase, sentir esa responsabilidad, pero preferimos vivir cansadas y luchando que resignarnos y comprender que no hay ningún futuro hacia el que partir, que la causa está perdida y que no merece la pena seguir defendiendo la vida. Porque, si destaca dentro del colectivo una herramienta movilizadora y de presión es el demostrar que no vamos a callarnos, no vamos a parar, vamos a seguir poniendo nuestras vidas por delante hasta que toda la sociedad nos escuche, se nos una y se empiece a cambiar el rumbo y la deriva que llevamos.

Y es que, si algo nos caracteriza en Fridays For Future es la insistencia que vamos a mostrar, los lazos que estamos tejiendo y la rabia que tenemos dentro. Porque para una ciudadana anónima, el cambio climático igual no es más que una noticia que oye a la lejanía en la televisión o en algún artículo suelto. Sin embargo, para nosotras, para las que salimos a la calle todas las semanas y luchamos, la palabra emergencia climática se ha convertido en un pilar que, por desgracia, estructura nuestras vidas, nos persigue, nos hace cuestionarnos constantemente el por qué de las cosas, pues tenemos claro que sin futuro, sin planeta, nuestras vidas no tienen sentido. Por ello, la única forma que tenemos de vivir coherentemente es dedicarnos a aquello que nos puede salvar, agarrarnos a un clavo ardiendo y escalar a través de este sistema de injusticias, incultura y productivismo que ataca y se opone a lo único que tiene verdadero valor en este mundo: la vida.



 *Marta Macías (integrante de la plataforma Referéndum UC3M(,
Asamblea de Fridays For Future.
Fuente el Saltodiario.

“Los niños no pertenecen a nadie pero son responsabilidad de todos”, Entrevista.

Cuando sube la marea de los tópicos 
de preguntar a quien sabe y 
se sale de la inmediatez de medias verdades sustentadas a golpe de twitter o de titular.

Entrevista a Marta Martínez Muñoz*: 

A propósito de las infancias hablamos con Marta Martínez Muñoz, socióloga con más de 20 años de experiencia como consultora, docente, evaluadora e investigadora en Europa, América Latina y el Caribe; años dedicados al estudio, difusión y promoción de las políticas y derechos de las niñas, niños y adolescentes. 
Sobrevolando la conversación estuvieron Greta Thunberg, el llamado PIN parental, las dialécticas entre norma, deseo y práctica política, la niñez como significante o como significado, el Sur, la explotación..

¿Qué es la niñez? ¿Hay una? ¿Hay una niñez universal?
Bueno, esa es una de las grandes preguntas de la sociología de la infancia. Para responderla hay que recurrir fundamentalmente a la historia, a la historia de la infancia. La niñez ha cambiado profundamente a lo largo de ésta porque el rol que ha tenido en la misma y las formas de relacionarse con ésta han variado. Así, hoy, lo que podemos afirmar es que hay muchas formas de ser niño niña. De hecho, en América Latina se utiliza mucho el término “niñeces”.

Ha habido una cultura eurocéntrica que ha impuesto patrones, acciones y visiones sobre la niñez, pero las formas de ser niño y de ser niña no solo han cambiado desde el punto de vista histórico (no es lo mismo tener 11 o 12 años en el siglo XXI que en el XI o XIX) sino que también cambian desde el punto de vista geográfico y cultural: no es lo mismo ser niño en el mundo rural que en el urbano, en una megalópolis latinoamericana que ser alcalde, con 13 años, en una comunidad quechua del mundo andino.
No podemos estudiar o entender los problemas que afectan a la niñez sin cruzarlos con otros sistemas de dominio como pueden ser el patriarcado, el capitalismo, las clases, desde luego que el racismo, y yo añadiría, siempre, el territorio.
¿La niñez europea, la niñez del imaginario del Norte Global? Del Norte Global desarrollado y de sus clases pudientes, entonces... Porque el vector de clase también será definitivo en esa generación de distintas “niñeces”... Hablamos de cultura, clase, geografía...
Bueno, efectivamente creo que ya te has respondido. De hecho, las primeras legislaciones que tienen que ver, en el caso español, sobre protección (y luego vamos a poner entre comillas esa protección) están relacionadas con la participación de los niños y niñas en el trabajo. Mientras unos niños, en plena época de desarrollo industrial, trabajaban, los niños de las clases burguesas estudiaban con institutrices en casa. Por tanto, no podemos estudiar o entender los problemas que afectan a la niñez sin cruzarlos con otros sistemas de dominio como pueden ser el patriarcado, el capitalismo, las clases, desde luego que el racismo, y yo añadiría, siempre, el territorio.

¿Cómo ha evolucionado el concepto de niñez históricamente? ¿Hay algunos hitos?
Hay varios hitos. En cualquier caso, hay una historia oficial de los derechos de la infancia y una historia no oficial más desconocida. El consenso habitual sobre esos hitos de los que hablamos es que el principal de todos tiene lugar cuando se empieza a fraguar la idea de que los niños y niñas tienen que tener derechos, y eso ocurre a lo largo del siglo XX, y no será hasta la Convención (de Derechos del Niño), en 1989, cuando se consideran sujetos. Para mí, habría dos hitos: el primero, a fines del XIX con la desmercantilizacion de la mano de obra infantil, y el segundo con el reconocimiento como sujeto de derechos. Pero esos son hitos, como bien has dicho, en el Norte Global desarrollado, porque los hitos en la infancia del Sur Global serían otros muy diferentes...
En todo caso, podemos hablar de menores de edad, pero hablar de los menores como colectivo tiene un componente adultocéntrico importante que se suele utilizar cuando los niños, las niñas, transgreden cualquier elemento del sistema.
¿Es la infancia un objeto a proteger? (y utilizo objeto intencionada y sesgadamente, aviso).
No, no es la infancia Un objeto proteger. Nunca, aunque lo ha sido hasta hace muy poco tiempo, y lo sigue siendo en muchas culturas. Y digo que la infancia es un sujeto que no hay que proteger nunca porque el término “protección” puede resultar absolutamente arbitrario. Lo que sí es la infancia es un sujeto al que hay que promover sus derechos en todas sus dimensiones. Cuando decimos que hay que proteger a los niños (que es la frase que se usa habitualmente), ese concepto de protección que puede tener una persona de extrema derecha (lo hilo con debates actuales) puede ser totalmente diferente del concepto que puede tener una persona con cultura democrática. De hecho, uno de los argumentos del PIN parental es: “yo, que quiero proteger a mis hijos, considero que no deben acceder a determinadas materias”. Por lo tanto, considero que los niños no hay que protegerlos nunca, hay que proteger sus derechos.
Observamos que en esa otra lógica de niñeces y vivencias múltiples hay muchos niños que con 10, 11, 12, 13 o 14 años tienen culturas democráticas y políticas muchísimo mayores que personas con mucha más edad.
Dice Iván Rodríguez Pascual, sociólogo de la Universidad de Huelva: “no diga 'menores' o tentará al lado oscuro...”. ¿Compartes ese punto de vista?
Totalmente. La consideración de la infancia ha estado siempre asociada a culturas de dominio, de control, de subordinación, de inferioridad, y de hecho es muy curioso porque si buscas la definición de la palabra adulto en el diccionario encontrarás algo así como que es “la persona que ha alcanzado su mayor grado de perfección”. Entonces, la minoridad perpetúa culturas de control, de transición, y sobre todo culturas de entender, o de malentender, que los niños y niñas siempre son seres en preparación, en relación a otros. Menor, además, es un adjetivo que se sustantiviza... En todo caso, podemos hablar de menores de edad, pero hablar de los menores como colectivo tiene un componente adultocéntrico importante que se suele utilizar cuando los niños, las niñas, transgreden cualquier elemento del sistema.

Es básico, entonces, ese paso considerativo de “menor”, a niño, a niña...
Totalmente. Es fundamental. De hecho, para mí es un indicador claro de cómo están presentes los microadultocentrismos cotidianos (igual que el feminismo habla de micromachismos, nosotros podríamos hablar de estos microadultocentrismos). En ese sentido, el lenguaje está cargado de mirada política sobre el mundo y, para mí, perpetúa lógicas de control hegemónicas. Mientras tanto, observamos que en esa otra lógica de niñeces y vivencias múltiples hay muchos niños (o menores, desde la mirada adultocéntrica) que con 10, 11, 12, 13 o 14 años tienen culturas democráticas y políticas muchísimo mayores que personas con mucha más edad. Utilizar el término de “minoridad” perpetua la desigualdad por edad.

Menor siempre es “el otro”, ¿verdad? Menor y menorizado, y me viene a la memoria inmediata Greta Thunberg. ¿Qué crees que había, que hay, detrás de esa permanente apelación a su minoría de edad? ¿No hay una negación consciente de la agencia y la autonomía de las personas menores de edad? ¿Qué esconde esa negación?
Bueno, en primer lugar yo creo que es una reacción que parte de la incapacidad de las personas adultas para entender que los niños y niñas pueden ser sujetos de movilización política, sujetos de acción colectiva, parte del no reconocer esas capacidades (ése es un identificador adultocéntrico). Esconde un miedo. Creo que asistimos ahora mismo a una generación de niños y niñas, de jóvenes y adolescentes que han empezado a entender que la promesa social de futuro (porque no se les reconoce el presente) que tienen preparado para ellos es una estafa y ante esa estafa en materia de educación, de vivienda, de Medio Ambiente, han reaccionado. A mí me parece que uno de los principales elementos de éxito de todo lo relativo a Greta (más allá de un montón de factores que ya se han señalado y que hemos conversado entre sociólogos de la infancia) es que tiene un alto componente existencial, y ese alto componente existencial creo que es la gran paradoja del éxito del movimiento. 
Mientras les decimos que tienen que esperar, 
ellos han identificado que esa espera es una estafa. 

Hablaríamos entonces de niñas, de niños, productores de política...
Productores de política... A mí me gusta hablar, como un elemento clave que se ha convertido casi como un eslogan, de que los niños y niñas no son solo sujetos de derechos, sino sujetos productores de política y sujetos históricos.


     Para mí una de las claves -aunque parezca intangible- es combatir las culturas           adultocéntricas (por eso es tan importante identificar desde lo micro hasta lo macro) y buscar muchos más espacios de inclusión intergeneracional donde los niños y niñas participen.

Considerando que son, los niños, los adolescentes, plenos sujetos de derechos políticos, ¿qué se podría hacer para sustanciar esos derechos, para generar su plena ciudadanía?
Aquí hay que considerar previamente que, de todos los derechos que se han reconocido a la infancia, los civiles y políticos son los que más resistencia han tenido en el mundo adulto porque impugnan el espacio político gobernado por dicho sujeto. Ocurre igual que con el movimiento feminista, con la diferencia de que las culturas de organización política de las mujeres tienen más visibilidad y posicionamiento. ¿Qué se puede hacer? Yo creo que, para empezar, para mí una de las claves -aunque parezca intangible- es combatir las culturas adultocéntricas (por eso es tan importante identificar desde lo micro hasta lo macro) y buscar muchos más espacios de inclusión intergeneracional donde los niños y niñas participen. Por ejemplo, durante mucho tiempo el binomio “infancia y política” ha sido muy incómodo, porque enseguida pensamos que estamos “adoctrinando”. Es un indicador evidente... Pero es que a las niñas y niños a lo mejor no se les puede adoctrinar, porque tienen una gran capacidad. Si partes de la idea de que los estás adoctrinando, igual en realidad lo que albergas es la idea de que son sujetos susceptibles de ser adoctrinados. Por otra parte, es tan adoctrinable un adulto como un niño o una niña. Hay que promover muchos más espacios de participación sustantiva, protagónica, de participación que verdaderamente cambie de manera sustancial la agenda de los Derechos Humanos para que, de alguna manera, salgamos de esas acciones de retórica que, a la hora del ahora, no transforman de forma estructural las vidas que tienen muchos niños, especialmente en Sur Global.
Triunfó la mirada hegemónica de la Declaración de los Derechos del Niño: al niño desprotegido se le cuidara, al niño hambriento se le alimentará, al enfermo se le atenderá... frente a la declaración de Moscú donde se considera que todos los niños y niñas tienen derecho a participar en la redacción de las normas que regulen sus vidas
¿Dónde se podría ubicar el mayor error de las izquierdas, o de los planteamientos pretendidamente transformadores, en la concepción de la niñez? ¿No está usando la izquierda un léxico compartido con la derecha en relación a la niñez, o como mínimo tremendamente parecido al hegemónico? ¿Cuántas veces hemos oído como reproche aquello del “infantilismo político”, planteamientos “infantiles”...? ¿Ahí habita mucho veneno adultocentrista, no?
Te compro totalmente lo del veneno adultocentrista. Es muy impopular en las izquierdas tener un discurso impugnador en este terreno. Primero, creo que porque nunca se ha entendido que los derechos de la infancia son parte de los Derechos humanos. Ése un eje nuclear. Su consideración como derechos menos sustantivos, menos importantes, es un elemento clave. Un segundo elemento es que que creo que el sector de los derechos de la infancia es un sector muy feminizado, ubicado en el espacio de lo privado, de la familia... Fuera de ese espacio los niños están, como dicen los ingleses out of place, y la izquierda tampoco ha “comprado ese place”. Y habría un tercer elemento que creo que es que ha habido poca visibilidad de autores marxistas, que los hay, que hayan trabajado el tema de los derechos del niño. Son poco conocidos y esto tiene relación con el hecho de que se hayan dedicado a un tema considerado de “menor entidad”.

Marco Gaetano
Y es que habría dos historias paralelas en el tema de los derechos de la infancia. En 1918 se publica, muy vinculado a la Pedagogía de la Reforma y a la Revolución Rusa, el primer texto, que se llama la Declaración de Moscú, que recoge derechos de la infancia. Lo hace incluso antes de lo que se conoce como la Declaración sobre los Derechos del Niño de 1924, que luego ha venido a conocerse más. Ese texto, si lo leemos, es un texto muchísimo más revolucionario que la propia Convención sobre los Derechos del Niño de 1989. Su articulado es absolutamente espectacular. Cito de memoria un apartado: “bajo ninguna circunstancia el niño deberá ser considerado propiedad de sus padres, ni de la sociedad, ni del Estado...”. Sin embargo, en paralelo, lo que se ha venido a conocer es la historia “oficial” de los derechos del niño, construida a la par que la Sociedad de Naciones. Si comparamos lo que entonces decía la declaración del 24 con la declaración de Moscú nos encontramos universos absolutamente antitéticos. Triunfó la mirada hegemónica de la Declaración de los Derechos del Niño: al niño desprotegido se le cuidara, al niño hambriento se le alimentará, al enfermo se le atenderá... frente a la declaración de Moscú donde se considera que todos los niños y niñas tienen derecho a participar en la redacción de las normas -nada menos que de las normas- que regulen sus vidas. ¡Qué relato tan absolutamente antitético! Luego, en la gran historia de la Revolución Rusa, los movimientos de la educación libre quedaron en un archipiélago de invisibilidad. Claro reflejo evidente, todo, de como el gran discurso de la infancia ha sido un discurso colonial y europeo.
Observamos que hay países donde los niños y niñas ejercen representación política desde las más tempranas edades, otros que no, incluso estados donde no puedes votar hasta los 20 o los 21 años.
Retrocedamos para significar algunas cosas en lo práctico... Háblanos del voto a los 16 años, entonces. Existe ya en Austria y en Malta, donde es hasta obligatorio...
Existe en muchos países el voto a los 16 años. En algunos se reconoció de manera gradual (por ejemplo en Nicaragua tras la Revolución Sandinista), en otros casos es facultativo hasta los 18 (caso de Ecuador, donde el voto es obligatorio)... Para mí, más que de derecho al voto habría que hablar mejor de derecho al sufragio activo y pasivo, a elegir y ser elegidos, de la posibilidad de que los niños y niñas entren a la arena política. Esa resistencia del sujeto adulto es uno de los elementos más relacionado con el hecho de que la infancia es la historia de la eterna frontera. En teoría, los niños y niñas están protegidos, desde el punto de vista de los derechos, hasta los 18 años, pero en realidad encontramos que hay un montón de fronteras que delimitan cuándo puedes votar, cuándo tener relaciones sexuales consentidas, emanciparte... Hablamos de un acuerdo social y no natural, igual que no es natural la edad cronológica, y es un indicador de cómo cada uno de los países ha construido la agenda pública para la infancia, lo que se puede y no se puede hacer, las puertas que se abren y las que se cierran. En ese sentido, observamos que hay países donde los niños y niñas ejercen representación política desde las más tempranas edades, otros que no, incluso estados donde no puedes votar hasta los 20 o los 21 años. De nuevo, el panorama que nos muestra que no hay una sola infancia, que hay que hablar de infancias, de niñeces.
Que Vox haya utilizado el PIN parental para condicionar la agenda política es la expresión clara de los cinco grandes elementos asociados a lo que la infancia ha sido considerada: los niños y niñas como propiedad, como futuro, como peligrosos, cómo exclusivos del ámbito privado y como incapaces.
Tendremos que pasar, inevitablemente, por el PIN parental. Del que, igual, no estaríamos de acuerdo ni con el nombre... ¿De qué va eso del PIN parental? ¿de qué es expresión?
Para empezar, el nombre no puede ser más singular. El pin es una insignia, es una marca, un marchamo y, si me apuras, hasta un estigma. Para mí es una expresión de dominio y censura. No solo frente a los derechos sexuales y de diversidad -que es donde la mayoría ha puesto el foco-. Es un paradigma claro de que los niños y niñas, para la ultraderecha, siguen siendo considerados propiedad de las familias y, por tanto, nada de lo publico puede ponerles la más mínima mácula. La Convención sobre los Derechos del Niño (uno de los tratados más ampliamente ratificados en la historia) solo hay un país que no la ha ratificado y es Estados Unidos. Y lo más interesante, y que entiendo que tiene que ver con esto, es que el movimiento ultraconservador y ultraneoliberal considera que muchos de los artículos de la Convención sobre los Derechos del Niño atentan contra la patria potestad y son injerencias en la vida familiar. Para mí, el hecho de que Vox haya utilizado el PIN parental cómo relato para condicionar la agenda política es la expresión clara de los cinco grandes elementos asociados a lo que la infancia ha sido considerada en la sociedad: los niños y niñas como propiedad, como futuro, como peligrosos, cómo exclusivos del ámbito privado y como incapaces. Ahí está, como elemento nuclear, el principio de que las políticas públicas no deben intervenir en el ámbito familiar, porque los niños y niñas pertenecen, son y deben seguir estando en el ámbito privado. Esto es lo que piensan los posicionamientos más conservadores y reaccionarios.
Los niños no pertenecen a nadie. En todo caso, en un sentido de pertenencia no mercantil, pertenecerían a su comunidad, pero ni siquiera les dejan pertenecer a su comunidad.
Me ahorro preguntar de quién son los niños y... repaso lo hablado y observo que habitamos en el adultocentrismo. Conceptual, normativo y hasta, casi físico, con esas transformaciones casi grotescas de los niños y niñas en adultos cantantes y bailarinas sexys, cocineritos y cocineritas de renombre... ¿Qué hay que hacer ahí, frente a esas prácticas, desde qué mirada? Aunque, mucho ojo también con un bienintencionado salvacionismo...
Para mí ese es error, el gran error: las palabras lindas, los eslóganes, las retóricas adultas para bienpensantes. Los niños no pertenecen a nadie pero son responsabilidad de todos. Con diferentes niveles de responsabilidad, es cierto. De sus familias, sin duda, y del Estado en todos sus niveles. Pero no es lo mismo responsabilidad que privacidad, privacidad asociada más a objeto que a sujeto. Por tanto, los niños son titulares de derechos, pertenecen a sí mismos, no pertenecen a nadie. En todo caso, en un sentido de pertenencia no mercantil, pertenecerían a su comunidad, pero ni siquiera les dejan pertenecer a su comunidad porque tratamos de seguir perpetuando su estancia en un ámbito privado. Y ahí vienen los eslóganes de adultos bienpensantes, como tú dices, que son retóricas que ahogan a niños y niñas en esa lógica de que, “cómo hay que protegerlos, yo decido cómo protejo a mis hijos y tú, Estado, no puedes intervenir aquí”.

Otro indicador claro del adultocentrismo es una dimensión corporal y sexual. Somos decisores de lo que ocurre en el territorio, en el cuerpo de los niños, que frente a ser “territorio de dignidad”, se convierte en un territorio de disputa.

En el terreno de lo más normativo, ¿qué supuso la Convención de los Derechos del Niño? ¿Qué lecturas se hicieron de ésta?
Supuso un cambio de paradigma, supuso una articulación o, mejor dicho, un marco normativo que funcionaría como un estándar para legislaciones nacionales, para legislaciones políticas públicas. Sus obligaciones de carácter estatal devienen en vinculantes, pero creo que se ha puesto mucho más el acento en que los niños y niñas conozcan la Convención que en que la conozcan las personas adultas.

Si el colonialismo está basado en el expolio y la asimetría, la infancia también ha padecido circunstancias similares. Hay que descolonizar el pensamiento sobre las infancias
Tema espinoso: el trabajo infantil. ¿Qué es el trabajo infantil? Hay UN trabajo infantil? Autoorganización de niños y niñas trabajadores... ¿reconocimiento de sus derechos o abolición del trabajo infantil?
El trabajo, el concepto de trabajo ha variado a lo largo de historia. Las expresiones de autoorganización de niños, niñas y adolescentes trabajadores defienden que el trabajo, especialmente en sus comunidades, aun en contextos de absoluta desprotección, es una opción por la vida, es un mecanismo de autodefensa y es fundamentalmente, y en muchos contextos, una puerta abierta para el acceso a otros muchos derechos. En ese sentido, hay expresiones de organizaciones, que han sido mi principal escuela en materia de derechos, protagonizadas y conducidas por niños y niñas, por adolescentes que defienden el derecho a trabajar -que no es lo mismo que el derecho al trabajo- en condiciones de dignidad y que, desde una lógica identitaria, tanto desde su condición de niños como de clase están intentando mejorar sus condiciones de vida y trabajo en sus comunidades más inmediatas. Y lo más llamativo de todo esto es que, a pesar de estar protagonizadas por niños y niñas, cuyas vidas crecen de manera rápida, algunas de esas organizaciones tienen más de 40 años, lo cual es desde el punto de vista de la sociología es un hecho absolutamente singular.

¿Estamos hablando fundamentalmente de América Latina?
Estamos hablando de América Latina, pero también de África y de Asia.

Fuera de Europa se piensan estas cosas distintas, ¿verdad?
Absolutamente distintas. Aquí hemos evolucionado a lógicas de absoluta sobreprotección. De hecho, durante un tiempo se utilizó un término, que con posterioridad no tuvo más desarrollo, que era el de los “adultoscentes”, adultos con prácticas de dependencia adolescente, incapaces de generar las suficientes capacidades. Con todo, alrededor de la infancia sigue existiendo uno de los sistemas de dominación más asimétricos que hay. Si el colonialismo está basado en el expolio y la asimetría, la infancia también ha padecido circunstancias similares. Hay que descolonizar el pensamiento sobre las infancias.

* Marta Martínez Muñoz es Presidenta de la Asociación Enclave de Evaluación y Enfoque de Derechos, Coordinadora de Europa NATS (red de solidaridad con los movimientos de infancia trabajadora) e investigadora asociada del Centro de Estudios de Infancia y Adolescencia de la Universidad Politécnica Salesiana de Quito-Ecuador. 

En defensa de Greta.

La razón principal de que Greta Thunberg provoque tanta hostilidad 
no está en lo que dice, sino en lo que hace.
Lo que Greta Thunberg nos dice, queramos escucharla o no, es que 
para atajar en lo posible el gran desastre que no hará más que acelerarse en los próximos años, 
no solo vamos a tener que afirmar algunas ideas, 
sino que va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida.
Y eso duele.


Antonio Muñoz Molina

Enrique Flores.

Para atajar el gran desastre medioambiental va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida. 
Despilfarrar en caprichos y en lujos de consumo los bienes que hacen posible la vida es indecente


La razón principal de que Greta Thunberg provoque tanta hostilidad no está en lo que dice, sino en lo que hace. A su manera simple y obstinada, cruzando el Atlántico en un velero o llegando a Madrid desde Lisboa en un viaje casi tan lento y tan incómodo como una travesía marítima, Greta Thunberg nos echa en cara, literalmente, nuestro grado de responsabilidad personal ante la gran crisis climática que ya está sucediendo, y nos da el ejemplo de un activismo hecho a la vez de agitación política y de cambios concretos en la vida diaria de cada uno. Las palabras son gratis. 
Las causas nobles son más llevaderas cuando lo único que exigen es la firma de un manifiesto, o una declaración pública. 
Las personas de mi generación nos educamos políticamente en un mundo de resplandecientes abstracciones que no necesitaban traducirse en nada concreto en nuestra vida diaria. Uno decía que era algo y eso bastaba para que lo fuera instantáneamente. La insufrible arrogancia política y moral de tantos fantasmones de entonces hubiera debido vacunarnos contra ese tipo de heroísmos progresistas que consistían solo en nubes de palabras destinadas a envolver comportamientos con frecuencia canallescos. Hemos conocido a incorruptibles luchadores que montaban en cólera si no se les albergaba en hoteles de lujo, y a santones de la integridad de manos tan largas que las secretarias desaparecían en los cuartos de baño en cuanto los veían entrar en las oficinas. También conocemos a activistas contra el calentamiento global que viajan a las cumbres internacionales en aviones privados.

Lo que Greta Thunberg nos dice, queramos escucharla o no, es que para atajar en lo posible el gran desastre que no hará más que acelerarse en los próximos años, no solo vamos a tener que afirmar algunas ideas, sino que va a hacer falta que cambiemos nuestra forma de vida. Las causas nobles ganan mucho lustre cuando son muy abstractas. Se parecen a la “filantropía telescópica” que practicaba una señora beata y virtuosa en una novela de Dickens: era telescópica porque se fijaba en la salvación de las almas de los pobres paganos en las colonias de África, pero permanecía ciega ante la pobreza que tenía delante nada más salir a la calle en su propia ciudad, y sus sentimientos bondadosos hacia aquellos primitivos tan lejanos excusaban su crueldad con quienes trabajaban para ella en su casa.

En la actitud de Greta Thunberg, en sus declaraciones claras y urgentes, hay algo de ese espíritu de radicalismo del Nuevo Testamento, cuando San Pablo dice que la fe sin las obras es una fe muerta, o cuando Cristo responde secamente al joven rico que le pregunta qué ha de hacer para seguir su camino: “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”. Hay que hacer algo y hay que empezar a hacerlo ahora mismo. Despilfarrar en caprichos inútiles y en lujos de consumo los bienes elementales que hacen posible la vida humana sobre la tierra es irracional y es indecente. Y, sin la menor duda, los cambios más radicales no serán los que hagamos voluntariamente, sino los que nos serán impuestos a la fuerza por las circunstancias.

Uso el futuro pero no es más que una inercia gramatical. Los grandes incendios en California y en Australia ya han cambiado a la fuerza y para siempre las vidas de centenares de miles de personas. Es la extensión hacia el sur del desierto del Sáhara el motivo de que tantos hombres y mujeres que ya no pueden vivir de la agricultura ni de la ganadería emigren a capitales africanas ya superpobladas y se arriesguen a cruzar el Mediterráneo en lanchas hinchables y a escalar las vallas de la frontera de Ceuta y Melilla. Una infamia añadida es que son los más pobres y los más inocentes los que están pagando ya las consecuencias de la contaminación que emitimos los privilegiados.

En España todavía es de buen tono el sarcasmo hacia quienes llaman la atención sobre el cambio climático. Medios tan poco sospechosos de radicalismo o de idealismo como Financial Times o The Economist dedican cada vez más espacio a las informaciones relacionadas con él y a los debates sobre las posibilidades de atajarlo, o al menos de buscar algún tipo de remedio contra sus efectos más graves. La multiplicación de las noticias inquietantes puede provocar lo mismo la indiferencia que una especie de resignación apocalíptica, todo lo cual, en el fondo, es muy confortable, porque justifica la inacción. En estas mismas páginas, hace unos días, el ensayista Paul Kingsnorth, que se define como “ecologista en rehabilitación”, anuncia casi jubilosamente que no hay marcha atrás en la catástrofe climática y que llegará el apocalipsis.

Thunberg nos da el ejemplo de un activismo hecho a la vez de agitación política y de cambios en la vida diaria

En la misma entrevista, por cierto, Kingsnorth confiesa que votó a favor del Brexit. Los vaticinios del fin del mundo resultan compatibles con la simpatía por personajes tan tóxicos como Boris Johnson, y por políticas tan destructivas y tan demagógicas como las que ejercen sin ningún escrúpulo el propio Johnson y su maestro Donald Trump. Para todos ellos, Greta Thunberg es un objeto de escarnio, porque es también un ejemplo de disidencia radical contra la inevitabilidad del mundo en el que todos ellos y sus patrocinadores y beneficiarios aspiran a disfrutar cada vez más de una acumulación de poder y de riqueza que no ha existido nunca antes. Por una parte invierten fortunas colosales en propagar el negacionismo del cambio climático; por otra, al mismo tiempo, proclaman que es inevitable: en ambos casos la respuesta es que no hace falta hacer nada, y que no hay nada que se pueda hacer. Es un fatalismo semejante al que durante los últimos cuarenta años ha decretado que no había otras políticas posibles que las del capitalismo liberado de cualquier tipo de regulación y responsabilidad, fuera social, o ambiental, o política.

Pero ahí sigue Greta, con su chubasquero, con su cara redonda y su gesto de enfado más infantil que adolescente, con su templanza admirable en medio del circo que allá por donde va montan a su costa los medios. Lo que nos dice es que lo muy limitado de la acción individual no es una excusa para no ejercerla, sino un acicate: porque es poco lo que una persona aislada puede hacer, es preciso que quienes comparten un ideal de sensatez y justicia se unan en una gran conspiración que será más efectiva según vaya siendo más amplia, hasta convertir la rareza o la extravagancia del activismo solitario en una gran ola que transforme el mundo, y en la que cada uno, aun sumándose a todos los demás, siga ejerciendo sus inexcusables tareas personales, la responsabilidad que solo a él o a ella les corresponde porque nadie más puede cumplirla.

La igualdad entre hombres y mujeres solo empieza a lograrse cuando la imponen las leyes: pero las leyes ni llegarían a existir ni tendrían fuerza verdadera si no las alentara una gran suma de comportamientos individuales. A un sistema económico depredador que envenena la tierra y el aire y el mar y esclaviza a los seres humanos solo se le impedirá que termine por destruir el mundo si se vuelve universal la rebeldía al principio solitaria de Greta Thunberg.

Antonio Muñoz Molina es escritor, académico de número de la Real Academia Española (1996) —donde ocupa el sillón u minúscula— y honorario de la Academia de Buenas Letras de Granada. En 2013 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras...

2019 Person of the Year, Greta Thunberg, TIME.

by Charlotte Alter, Suyin Haynes and Justin Worland,
Photographs by Evgenia Arbugaeva for TIME,

Greta Thunberg sits in silence in the cabin of the boat that will take her across the Atlantic Ocean. Inside, there’s a cow skull hanging on the wall, a faded globe, a child’s yellow raincoat. Outside, it’s a tempest: rain pelts the boat, ice coats the decks, and the sea batters the vessel that will take this slight girl, her father and a few companions from Virginia to Portugal. For a moment, it’s as if Thunberg were the eye of a hurricane, a pool of resolve at the center of swirling chaos. In here, she speaks quietly. Out there, the entire natural world seems to amplify her small voice, screaming along with her.


Greta Thunberg photographed on the shore
in Lisbon, Portugal December 4, 2019
Photograph by Evgenia Arbugaeva for TIME
“We can’t just continue living as if there was no tomorrow, because there is a tomorrow,” she says, tugging on the sleeve of her blue sweatshirt. “That is all we are saying.”

It’s a simple truth, delivered by a teenage girl in a fateful moment. The sailboat, La Vagabonde, will shepherd Thunberg to the Port of Lisbon, and from there she will travel to Madrid, where the United Nations is hosting this year’s climate conference. It is the last such summit before nations commit to new plans to meet a major deadline set by the Paris Agreement. Unless they agree on transformative action to reduce greenhouse gas emissions, the world’s temperature rise since the Industrial Revolution will hit the 1.5°C mark—an eventuality that scientists warn will expose some 350 million additional people to drought and push roughly 120 million people into extreme poverty by 2030. For every fraction of a degree that temperatures increase, these problems will worsen. This is not fearmongering; this is science. For decades, researchers and activists have struggled to get world leaders to take the climate threat seriously. But this year, an unlikely teenager somehow got the world’s attention.

Thunberg began a global movement by skipping school: starting in August 2018, she spent her days camped out in front of the Swedish Parliament, holding a sign painted in black letters on a white background that read Skolstrejk för klimatet: “School Strike for Climate.” In the 16 months since, she has addressed heads of state at the U.N., met with the Pope, sparred with the President of the United States and inspired 4 million people to join the global climate strike on September 20, 2019, in what was the largest climate demonstration in human history. Her image has been celebrated in murals and Halloween costumes, and her name has been attached to everything from bike shares to beetles. Margaret Atwood compared her to Joan of Arc. After noticing a hundredfold increase in its usage, lexicographers at Collins Dictionary named Thunberg’s pioneering idea, climate strike, the word of the year.

The politics of climate action are as entrenched and complex as the phenomenon itself, and Thunberg has no magic solution. But she has succeeded in creating a global attitudinal shift, transforming millions of vague, middle-of-the-night anxieties into a worldwide movement calling for urgent change. She has offered a moral clarion call to those who are willing to act, and hurled shame on those who are not. She has persuaded leaders, from mayors to Presidents, to make commitments where they had previously fumbled: after she spoke to Parliament and demonstrated with the British environmental group Extinction Rebellion, the U.K. passed a law requiring that the country eliminate its carbon footprint. She has focused the world’s attention on environmental injustices that young indigenous activists have been protesting for years. Because of her, hundreds of thousands of teenage “Gretas,” from Lebanon to Liberia, have skipped school to lead their peers in climate strikes around the world.

“This moment does feel different,” former Vice President Al Gore, who won the Nobel Peace Prize for his decades of climate advocacy work, tells TIME. “Throughout history, many great morally based movements have gained traction at the very moment when young people decided to make that movement their cause.”

Thunberg is 16 but looks 12. She usually wears her light brown hair pulled into two braids, parted in the middle. She has Asperger’s syndrome, which means she doesn’t operate on the same emotional register as many of the people she meets. She dislikes crowds; ignores small talk; and speaks in direct, uncomplicated sentences. She cannot be flattered or distracted. She is not impressed by other people’s celebrity, nor does she seem to have interest in her own growing fame. But these very qualities have helped make her a global sensation. Where others smile to cut the tension, Thunberg is withering. Where others speak the language of hope, Thunberg repeats the unassailable science: Oceans will rise. Cities will flood. Millions of people will suffer.

“I want you to panic,” she told the annual convention of CEOs and world leaders at the World Economic Forum in Davos, Switzerland, in January. “I want you to feel the fear I feel every day. And then I want you to act.”

Thunberg is not a leader of any political party or advocacy group. She is neither the first to sound the alarm about the climate crisis nor the most qualified to fix it. She is not a scientist or a politician. She has no access to traditional levers of influence: she’s not a billionaire or a princess, a pop star or even an adult. She is an ordinary teenage girl who, in summoning the courage to speak truth to power, became the icon of a generation. By clarifying an abstract danger with piercing outrage, Thunberg became the most compelling voice on the most important issue facing the planet.

Along the way, she emerged as a standard bearer in a generational battle, an avatar of youth activists across the globe fighting for everything from gun control to democratic representation. Her global climate strike is the largest and most international of all the youth movements, but it’s hardly the only one: teenagers in the U.S. are organizing against gun violence and flocking to progressive candidates; students in Hong Kong are battling for democratic representation; and young people from South America to Europe are agitating for remaking the global economy. Thunberg is not aligned with these disparate protests, but her insistent presence has come to represent the fury of youth worldwide. According to a December Amnesty International survey, young people in 22 countries identified climate change as the most important issue facing the world. She is a reminder that the people in charge now will not be in charge forever, and that the young people who are inheriting dysfunctional governments, broken economies and an increasingly unlivable planet know just how much the adults have failed them.

“She symbolizes the agony, the frustration, the desperation, the anger—at some level, the hope—of many young people who won’t even be of age to vote by the time their futures are doomed,” says Varshini Prakash, 26, who co-founded the Sunrise Movement, a U.S. youth advocacy group pushing for a Green New Deal.

Thunberg’s moment comes just as urgent scientific reality collides with global political uncertainty. Each year that we dump more carbon into the atmosphere, the planet grows nearer to a point of no return, where life on earth as we know it will change unalterably. Scientifically, the planet can’t afford another setback; politically, this may be our best chance to make sweeping change before it’s too late.

Next year will be decisive: the E.U. is planning to tax imports from countries that don’t tackle climate change; the global energy sector faces a financial reckoning; China will draft its development plans for the next five years; and the U.S. presidential election will determine whether the leader of the free world continues to ignore the science of climate change.

“When you are a leader and every week you have young people demonstrating with such a message, you cannot remain neutral,” French President Emmanuel Macron told TIME. “They helped me change.” Leaders respond to pressure, pressure is created by movements, movements are built by thousands of people changing their minds. And sometimes, the best way to change a mind is to see the world through the eyes of a child.

***

Thunberg is maybe 5 ft. tall, and she looks even smaller in her black oversize wet-weather gear. Late November is not the time of year to cross the Atlantic Ocean: the seas are rough, the winds are fierce, and the small boat—a leaky catamaran—spent weeks pounding and bucking over 23-ft. seas. At first, Thunberg got seasick. Once, a huge wave came over the boat, ripping a chair off the deck and snapping ropes. Another time, she was awakened by the sound of thunder cracking overhead, and the crew feared that lightning would strike the mast.

But Thunberg, in her quiet way, was unfazed. She spent most of the long afternoons in the cabin, listening to audiobooks and teaching her shipmates to play Yatzy. On calm days, she climbed on deck and looked across the vast colorless sea. Somewhere below the surface, millions of tons of plastic swirled. Thousands of miles to the north, the sea ice was melting.

Thunberg approaches the world’s problems with the weight of an elder, but she’s still a kid. She favors sweatpants and Velcro sneakers, and shares matching bracelets with her 14-year-old sister. She likes horses, and she misses her two dogs, Moses and Roxy, back in Stockholm. Her mother Malena Ernman is a leading Swedish opera singer. Her father Svante Thunberg is distantly related to Svante Arrhenius, a Nobel Prize–winning chemist who studied how carbon dioxide in the atmosphere increases the temperature on the earth’s surface.

More than a century after that science became known, Thunberg’s primary-school teacher showed a video of its effects: starving polar bears, extreme weather and flooding. The teacher explained that it was all happening because of climate change. Afterward the entire class felt glum, but the other kids were able to move on. Thunberg couldn’t. She began to feel extremely alone. She was 11 years old when she fell into a deep depression. For months, she stopped speaking almost entirely, and ate so little that she was nearly hospitalized; that period of malnutrition would later stunt her growth. Her parents took time off work to nurse her through what her father remembers as a period of “endless sadness,” and Thunberg herself recalls feeling confused. “I couldn’t understand how that could exist, that existential threat, and yet we didn’t prioritize it,” she says. “I was maybe in a bit of denial, like, ‘That can’t be happening, because if that were happening, then the politicians would be taking care of it.’”

At first, Thunberg’s father reassured her that everything would be O.K., but as he read more about the climate crisis, he found his own words rang hollow. “I realized that she was right and I was wrong, and I had been wrong all my life,” Svante told TIME in a quiet moment after arriving in Lisbon. In an effort to comfort their daughter, the family began changing their habits to reduce their emissions. They mostly stopped eating meat, installed solar panels, began growing their own vegetables and eventually gave up flying—a sacrifice for Thunberg’s mother, who performs throughout Europe. “We did all these things, basically, not really to save the climate, we didn’t care much about that initially,” says Svante. “We did it to make her happy and to get her back to life.” Slowly, Thunberg began to eat and talk again.

Thunberg’s Asperger’s diagnosis helped explain why she had such a powerful reaction to learning about the climate crisis. Because she doesn’t process information in the same way neurotypical people do, she could not compartmentalize the fact that her planet was in peril. “I see the world in black and white, and I don’t like compromising,” she told TIME during a school break earlier this year. “If I were like everyone else, I would have continued on and not seen this crisis.” She is in some ways grateful for her diagnosis; if her brain worked differently, she explained, “I wouldn’t be able to sit for hours and read things I’m interested in.” Thunberg’s focus and way of speaking betrays a maturity far beyond her years. When she passed classmates at her school, she remarked that “the children are being quite noisy,” as if she were not one of them.
The Cover Story. Sign up for a first look at TIME every week.

In May 2018, after Thunberg wrote an essay about climate change that was published in a Swedish newspaper, a handful of Scandinavian climate activists contacted her. Thunberg suggested they emulate the students from Marjory Stoneman Douglas High School in Parkland, Fla., who had recently organized school strikes to protest gun violence in the U.S. The other activists decided against the idea, but it lodged in Thunberg’s mind. She announced to her parents that she would go on strike to pressure the Swedish government to meet the goals of the Paris Agreement. Her school strike, she told them, would last until the Swedish elections in September 2018.

Thunberg’s parents were less than thrilled at first at the idea of their daughter missing so much class, and her teachers suggested she find a different way to protest. But Thunberg was immovable. She put together a flyer with facts about extinction rates and carbon budgets, and then sprinkled it with the cheeky sense of humor that has made her stubbornness go viral. “My name is Greta, I am in ninth grade, and I am school-striking for the climate,” she wrote on each flyer. “Since you adults don’t give a damn about my future, I won’t either.”

On Aug. 20, 2018, Thunberg arrived in front of the Swedish Parliament, wearing a blue hoodie and carrying her homemade school-strike sign. She had no institutional support, no formal backing and nobody to keep her company. But doing something—making a stand, even if she was by herself—felt better than doing nothing. “Learning about climate change triggered my depression in the first place,” she says. “But it was also what got me out of my depression, because there were things I could do to improve the situation. I don’t have time to be depressed anymore.” Her father said that after she began striking, it was as if she “came back to life.”

On the first day of her climate strike, Thunberg was alone. She sat slumped on the ground, seeming barely bigger than her backpack. It was an unusually chilly August day. She posted about her strike on social media, and a few journalists came by to talk to her, but most of the day she was on her own. She ate her packed lunch of bean pasta with salt, and at 3 o’clock in the afternoon, when she’d normally leave school, her father picked her up and they biked home.

On the second day, a stranger joined her. “That was a big step, from one to two,” she recalls. “This is not about me striking; this is now us striking from school.” A few days later, a handful more came. A Greenpeace activist brought vegan pad thai, which Thunberg tried for the first time. They were suddenly a group: one person refusing to accept the status quo had become two, then eight, then 40, then hundreds. Then thousands.

By early September, enough people had joined Thunberg’s climate strike in Stockholm that she announced she would continue every Friday until Sweden aligned with the Paris Agreement. The Fridays for Future movement was born. By the end of 2018, tens of thousands of students across Europe began skipping school on Fridays to protest their own leaders’ inaction. In January, 35,000 schoolchildren protested in Belgium following Thunberg’s example. The movement struck a chord. When a Belgian environmental minister insulted the strikers, a public outcry forced her to resign.

By September 2019, the climate strikes had spread beyond northern Europe. In New York City, 250,000 reportedly marched in Battery Park and outside City Hall. In London, 100,000 swarmed the streets near Westminster Abbey, in the shadow of Big Ben. In Germany, a total of 1.4 million people took to the streets, with thousands flooding the Brandenburg Gate in Berlin and marching in nearly 600 other cities and towns across the country. From Antarctica to Papua New Guinea, from Kabul to Johannesburg, an estimated 4 million people of all ages showed up to protest. Their signs told a story. In London: The World is Hotter than Young Leonardo DiCaprio. In Turkey: Every Disaster Movie Starts with a Scientist Being Ignored. In New York: The Dinosaurs Thought They Had Time, Too. Hundreds carried images of Thunberg or painted her quotes onto poster boards. Make the World Greta Again became a rallying cry.

Her moral clarity inspired other young people around the world. “I want to be like her,” says Rita Amorim, a 16-year-old student from Lisbon who waited for four hours in December to catch a glimpse of Thunberg.

In Udaipur, India, 17-year-old Vidit Baya started his climate strike with just six people in March; by September, it was 80 strong. In Brasilia, Brazil, 19-year-old Artemisa Xakriabá marched with other indigenous women as the Amazon was burning, then traveled to the U.N. climate summit in New York City. In Guilin, China, 16-year-old Howey Ou posted a picture of herself online in front of city government offices in a solo act of climate protest; she was taken to a police station and told her demonstration was illegal. In Moscow, 25-year-old Arshak Makichyan began a one-man picket for climate, risking arrest in a country where street protest is tightly restricted. In Haridwar, India, 11-year-old Ridhima Pandey joined 15 other kids, including Thunberg, in filing a complaint to the U.N. against Germany, France, Brazil, Argentina and Turkey, arguing that the nations’ failure to tackle the climate crisis amounted to a violation of child rights.

In New York City, 17-year-old Xiye Bastida, originally from an indigenous Otomi community in Mexico, led 600 of her peers in a climate walkout from her Manhattan high school. And in Kampala, Uganda, 22-year-old Hilda Nakabuye launched her own chapter of Fridays for Future after she realized that the strong rains and long droughts that hurt her family’s crops could be attributed to global warming. “Before I knew about climate change, I was already experiencing its effects in my life,” she says.

The activism of children has also motivated their parents. In São Paulo, Isabella Prata joined a group called Parents for Future to support child activists. Thunberg, she says, “is an image of all of this generation.”

It all happened so fast. Just over a year ago, a quiet and mostly friendless teenager woke up, put on her blue hoodie, and sat by herself for hours in an act of singular defiance. Fourteen months later, she had become the voice of millions, a symbol of a rising global rebellion.

***

On Dec. 3, La Vagabonde docked beneath a flight path to Portugal’s largest airport. Thunberg and her father stood on the deck, waving to the hundreds of people that had gathered on a cold, sunny day to welcome them back to Europe. Above their heads, planes droned, reminders of how easily Thunberg could have crossed the ocean by air, and of the cost of that convenience: the roughly 124,000 flights that take off every day spill millions of tons of greenhouse gases into the atmosphere. “I’m not traveling like this because I want everyone to do so,” Thunberg told reporters after she walked, a little wobbly at first, onto dry land for the first time in weeks. “I’m doing this to send a message that it is impossible to live sustainably today, and that needs to change.”

Taking her place in front of a bank of television cameras and reporters, she went on. “People are underestimating the force of angry kids,” she said. “We are angry and frustrated, and that is because of good reason. If they want us to stop being angry then maybe they should stop making us angry.” When she was done speaking, the crowd erupted in cheers.

Her speeches often go straight to the gut. “You say you love your children above all else,” she said in her first big address at the U.N. Climate Change Conference in Poland last December. “And yet you are stealing their future in front of their very eyes.” The address went viral almost immediately. Over the course of the past year, she has given dozens of similar admonitions—to chief executives and heads of state, to thought leaders and movie stars. Each time, Thunberg speaks quietly but forcefully, articulating the palpable sense of injustice that often seems obvious to the very young: adults, by refusing to act in the face of extraordinary crisis, are being foolish at best, and corrupt at worst. To those who share her fear, Thunberg’s blunt honesty is cathartic. To those who don’t, it feels threatening. She refuses to use the language of hope; her sharpest weapon is shame.

In September, speaking to heads of state during the U.N. General Assembly, Thunberg pulled no punches: “We are in the beginning of a mass extinction, and all you can talk about is money and fairy tales of eternal economic growth,” she said. “How dare you.”

Mary Robinson, the former President of Ireland who served as the U.N. climate envoy ahead of the Paris climate talks, spent years arguing that climate change would destroy small island nations and indigenous communities. The message often fell on deaf ears. “People would just sort of say, ‘Ah yeah, but that’s not me,’” she tells TIME. “Having children say, ‘We have no future’ is far more effective. When children say something like that, adults feel very bad.”

Cutting through the noise has earned Thunberg plenty of detractors. Some indigenous activists and organizers of color ask why a white European girl is being celebrated when they have been working on these same issues for decades. Thunberg herself sometimes appears frustrated at the media attention placed on her, and often goes out of her way to highlight other activists, especially indigenous ones. At a press conference in Madrid just before the mass march, she implores journalists to ask questions “not just to me,” but to the other Fridays for Future organizers on stage with her. “What do you think?” she asks the others, in an effort to broaden the conversation.

Some traditional environmental groups have also complained that the radical success of a teenage girl playing hooky has overshadowed their less flashy efforts to write and pass meaningful legislation. “They want the needle moved too,” says Rachel Kyte, dean of the Fletcher School at Tufts University and a veteran climate leader. “They would just want to be the ones that get the credit for moving it.” On the record, no major environmental group would say anything remotely negative.

Some of her opponents have attacked her personally. Online trolls have made fun of her appearance and speech patterns. In Rome, someone hung her in effigy off a bridge under a sign reading Greta is your God. In Alberta, the heart of Canada’s oil-drilling region, police had to step in to protect her after she and her father were followed by men yelling, “This is oil country.” Maxime Bernier, leader of the far-right People’s Party of Canada, tweeted that Thunberg is “clearly mentally unstable.” (He later walked back his criticism, calling her only a “pawn.”) Russian President Vladimir Putin dismissed Thunberg entirely: “I don’t share the common excitement,” he said on a panel in October. President Donald Trump mocked her sarcastically on Twitter as “a very happy young girl looking forward to a bright and wonderful future.” After she tweeted about the killings of indigenous people in Brazil, the country’s President Jair Bolsonaro called her an insulting word that roughly translated to “little brat.” Thunberg has taken those criticisms in stride: she has co-opted both Trump and Bolsonaro’s ridicule for her Twitter bio.

It’s not always easy. No one, and perhaps particularly a teenage girl, would like to have their looks and mannerisms mocked online. But for Thunberg, it’s a daily reality. “I have to think carefully about everything I do, everything I say, what I’m wearing even, what I’m eating—everything!” she tells TIME during a train ride to Hamburg, Germany, last spring. “Everything I say will reach other people, so I need to think two steps ahead.” Sitting next to her father, she scrolls past hateful comments—the head of a Swedish sportswear chain appeared to be mocking her Asperger’s—then shrugs them off. So many people have made death threats against her family that she is now often protected by police when she travels. But for the most part, she sees the global backlash as evidence that the climate strikers have hit a nerve. “I think that it’s a good sign actually,” she says. “Because that shows we are actually making a difference and they see us as a threat.”

***

It’s hard to quantify the so-called Greta effect partly because it’s mostly been manifest in promises and goals. But commitments count as progress when the climate conversation has been stuck in stasis for so long. In the U.S., Democrats have long given lip service to addressing global warming even as they prioritized other issues, while many Republicans have simply denied the science altogether. In countries now establishing a middle class, like China and India, leaders argue they should be allowed to burn fossil fuels because that’s how their richer counterparts got ahead.

Those debates end up papering over what is an urgent challenge by nearly every measure. Keeping global temperature rise to 1.5°C would require elected officials to act both immediately and dramatically. In the developed world, a rapid transition away from fossil fuels could sharply raise gas and heating prices and disrupt industries that employ millions of people. In the global south, reducing emissions means rethinking key elements of how countries build their economies. Emissions would have to drop 7.6% on average every year for the next decade—a feat that, while scientifically possible, would require revolutionary changes.

But the needle is moving. Fortune 500 companies, facing major pressure to reduce their emissions, are realizing that sustainability makes for good PR. In June, the airline KLM launched a “Fly Responsibly” campaign, which encouraged customers to consider abstaining from non-essential air travel. In July, the head of OPEC, the cartel that controls much of the world’s oil production, called climate strikers the “greatest threat” to his industry, according to the AFP. In September, workers at Amazon, Facebook and other major companies walked out during the climate strikes. And in November, the president of Emirates airline told the BBC that the climate strikers helped him realize “we are not doing enough.” In December, Klaus Schwab, the founder and CEO of the World Economic Forum, published a manifesto calling on global business leaders to embrace a more responsible form of capitalism that, among other things, forces companies to act “as a steward of the environmental and material universe for future generations.”

Hans Vestberg, the CEO of the telecom giant Verizon, says that companies are feeling squeezed about climate from all sides. “It’s growing from all the stakeholders,” he says. “Our employees think about it much more, our customers are talking much more about it, and society is expecting us to show up.”

Governments are making promises too. In the past year, more than 60 countries said they would eliminate their carbon footprints by 2050. Voters in Germany, Denmark, the Netherlands, Austria and Sweden—especially young people—now list climate change as their top priority. In May, green parties gained seats in the European Parliament from Germany, Austria, the Netherlands and more. Those victories helped push the new European Commission president to promise “a Green Deal” for Europe. In the U.S., a recent Washington Post poll found that more than three-quarters of Americans now consider climate change a “crisis” or a “major problem.” Even Republican lawmakers who have long denied or dismissed climate science are taking note. In an interview with the Washington Examiner, Republican House minority leader Kevin McCarthy acknowledged that his party “should be a little bit nervous” about changing attitudes on climate.

At the individual level, ordinary people are following Thunberg’s example. In Sweden, flying is increasingly seen as a wasteful emission of carbon—a change of attitude captured by a new word: flygskam, meaning “flight-shame.” There was an 8% drop in domestic flights between January and April according to Swedavia, which runs the nation’s airports, and Interrail ticket sales have tripled over the past two years. More than 19,000 people have signed a pledge swearing off air travel in 2020, and the German railway operator Deutsche Bahn reported a record number of passengers using its long-distance rail in the first six months of 2019. Swiss and Austrian railway operators also saw upticks on their night train services this year.

The Greta effect may be growing, but Thunberg herself remains unmoved. “One person stops flying doesn’t make much difference,” she says. “The thing we should look at is the emissions curve—it’s still rising. Of course something is happening, but basically nothing is happening.”

***

Last spring, before she became a global icon, Thunberg enjoyed a semblance of calm and privacy. Now it’s bedlam wherever she goes. On the night train from Lisbon, she hides in the on-board kitchen to escape the lenses of dozens of cameras; when she is finally able to sneak into her cabin, she uses the moment of peace to write in her journal. When her train arrives in Madrid the next morning, the platform is again packed cheek-to-jowl with television cameras and reporters. Before stepping off the train and facing the pack, she wonders out loud how she can navigate the chaos. Even after she makes it inside the U.N. climate summit, she’s swarmed. Photographers jostle through throngs of teenagers in green face paint chanting “Gre-TA, Gre-TA!” while others erupt in a spirited call-and-response: “What do we want? Climate justice! When do we want it? Now!”

A few yards away from the commotion, in one of the official conference spaces, a speaker stands in front of a handful of other adults and chuckled. Behind her, a screen shows a Power-Point presentation: “How do we empower young people in climate activism?”

Thunberg’s lonely strike outside Sweden’s Parliament coincided with a surge of mass youth protests that have erupted around the world—all in different places, with different impacts, but fueled by a changing social climate and shifting economic pressures. In Hong Kong, young activists concerned by Beijing’s tightening grip on the territory sparked a furious pro-democracy movement that has been going strong since June. In Iraq and Lebanon, young people dominate sweeping demonstrations against corruption, foreign interference and sectarian governance. The Madrid climate summit was moved from Chile because of huge protests over economic inequality that were kicked off by high school students. And in the U.S., young organizers opposed the Trump Administration on everything from immigration to health care and helped elect a new wave of equally young lawmakers.

The common thread is outrage over a central injustice: young people know they are inheriting a world that will not work nearly as well as it did for the aging adults who have been running it. “It’s so important to realize that we are challenging the systems we are in, and that is being led by young people,” says Beth Irving, 17, who came from Wales to demonstrate for sweeping changes on climate policy outside the U.N. summit. Thunberg is not aligned with any of these non-climate youth movements, but her abrupt rise to prominence comes at a moment when young people across the globe are awakening to anger at being cut a raw deal.

The existential issue of climate puts everyone at risk, but the younger you are, the greater the stakes. The scale of addressing climate change—the systemic transformation of economic, social and political systems—-animates young progressives already keen to remake the world. Karin Watson, 22, who came to the climate summit as part of a delegation from Amnesty International Chile, describes a tumultuous, interconnected and youth-led “social explosion” worldwide. She cannot disentangle her own advocacy for higher wages from women’s rights and climate: “This social crisis is also an ecological crisis—it’s related,” she says. “In the end, it’s intersectional: the most vulnerable communities are the most vulnerable to climate change.”

In the U.S., Jaclyn Corin, 19, one of the original organizers of the March for Our Lives anti-gun violence movement, framed the challenges at stake. “We can’t let these problems continue on for future generations to take care of,” she says. “Adults didn’t take care of these problems, so we have to take care of them, and not be like older generations in their complacency.”

These disparate youth movements are beginning to see some wins. In Hong Kong, after months of sometimes-violent protests by young people resisting Beijing’s authoritarian rule, the pro-democracy parties won major victories in the local elections in November. In the U.K., young people are poised to become one of the most decisive voting blocs, and political battle lines are drawn by age as well as class. One poll shows that more than half of British voters say the climate crisis will influence their votes in the coming elections; among younger voters, it’s three-quarters. In Switzerland, the two environmentalist parties saw their best results ever in the elections in October, and much of that support came from young people who were voting for the first time. In the U.S., the Sunrise activists have helped make climate change a central campaign issue in the 2020 presidential election. In September, the top 10 candidates for the Democratic nomination participated in a first-of-its-kind prime-time town hall on the issue.

“Young people tend to have a fantastic impact in public opinion around the world,” U.N. Secretary-General António Guterres told TIME. “Governments follow.”

On Dec. 6, the tens of thousands of people flooding into Madrid to demonstrate for climate action pour off trains and buses and sweep in great waves through the heart of the city. Above their heads, the wind carries furious messages—Merry Crisis and a Happy New Fear; You Will Die of Old Age, I Will Die of Climate Change—and the thrum of chants and drumming rise like thunder through the streets. A group of young women and teenage girls from Spain’s chapter of Fridays for Future escort Thunberg slowly from a nearby press conference to the march, linking their arms to create a human shield. Once again, Thunberg was the calm in the eye of a hurricane: buffeted and lifted by the surging crowd, cacophonous and furious but also strangely joyful.

It takes them an hour just to reach the main demonstration. When Thunberg finally approaches the stage, she climbs in her Velcro shoes to a microphone and begins to speak. The drums fall silent, and thousands lean in to listen. “The change is going to come from the people demanding action,” she says, “and that is us.” From where she stands, she can see in every direction. The view is of a vast sea of young people from nations all over the world, the great force of them surging and cresting, ready to rise.