Fernando Cervera Rguez.*,
Por medio de JuanJo Monterrosa.
Recientemente, la química y divulgadora científica Deborah García Bello publicó en su blog de la cadena televisiva La Sexta un artículo que acusaba a los jóvenes de tener la corteza prefrontal subdesarrollada. El resumen es que no se puede esperar gran cosa de los jóvenes durante la pandemia por su poco desarrollo cerebral y que por eso se contagian, ya que no pueden actuar de manera responsable. El fragmento en concreto está a continuación [1].
Fragmento de la publicación |
A pesar de que la categorización de algo como pseudociencia es bastante compleja, hay un elemento que es muy importante para poder afirmar que estamos frente a una afirmación pseudocientífica. En concreto, se trata de que algo que no es ciencia se intente hacer pasar por ciencia. Es decir, la mitología no es ciencia, pero tampoco es pseudociencia. Tampoco es pseudociencia cometer errores hablando de temas científicos. Ahora bien, lo que tenemos aquí es muy diferente.
La neurociencia es uno de los campos más fecundos para la charlatanería. Sin ir más lejos, los predatory journals —revistas que parecen científicas, pero que solo piden dinero para publicar en ellas— son un problema creciente en el sector [2]. Al final, ponerle el prefijo neuro a las cosas vende bien. Ya sea el neuromárketing, el neurotraining o el neurobrain (valga la “redundancia”). De esto ya han avisado numerosas personas dentro del sector [3]. El motivo de esta lacra es complejo, pero supongo que recurrir a los misterios del cerebro tiene cierto efecto legitimador frente a discursos vacíos.
La historia de amor del cerebro con las tonterías chovinistas viene de lejos. Desde los intentos de la frenología de justificar la clasificación social en función de la forma de cráneo, pasando por los intentos de relacionar los test de Coeficiente Intelectual con supremacías raciales o religiosas [4] [5] o terminando por el supuesto cerebro de reptil que todos llevamos dentro [6]. No es raro que los discursos vacíos y que aspiran a una superioridad moral recurran al cerebro. Y en esos casos entramos en el campo fértil de la pseudociencia, ya que intentar justificar posiciones ideológicas con cháchara neurocientífica encaja bastante bien en la definición.
Cabe decir que es obvio que existen diferencias en el cerebro humano en las diferentes etapas de su desarrollo, pero hay que añadir que el viejo truco de echar la culpa a los jóvenes de ciertos comportamientos por esas diferencias es un mito construido a base de simplificaciones y prejuicios desfasados [7].
Asumir que la corteza prefrontal del cerebro causa el comportamiento de los adolescentes es una falacia. De hecho, sabemos que la genética, el ambiente y el propio comportamiento del dueño del cerebro, lo moldean con el tiempo. Además, dentro de él se almacena información y códigos de conducta individuales, así que el papel de la educación es vital para entender el comportamiento, así como las posibilidades que da el entorno. Es decir, no es lo mismo tenerse que levantar para trabajar, tener que pagar una hipoteca y las facturas de la luz, que no tener responsabilidades y además tener un entorno social que comparte esa sensación de libertad.
El inicio del mito del cerebro adolescente comenzó —más o menos— con el psicólogo G. Stanley Hall en 1904 en su libro Adolescence. En él se defendía que, así como las membranas interdigitales de los fetos humanos correspondían a la etapa evolutiva de nuestros ancestros anfibios, el comportamiento rebelde de la adolescencia era un reflejo de los humanos en su etapa previa a la civilización. La idea de que la ontogenia —desarrollo embrionario— repite la historia evolutiva, es bastante vieja. No obstante, en la actualidad sabemos que no existe una tendencia natural a que esto sea así, sencillamente los fetos poseen algunas cualidades vestigiales porque la evolución trabaja sobre las piezas que ya tiene, así que es normal que en los momentos intermedios de la construcción de un ser vivo, las estructuras biológicas recuerden a las de algunos de sus antepasados. Pero a pesar de que esto ya era bastante comprendido décadas después de que Hall publicara su libro, su interpretación errónea del comportamiento adolescente siguió en vigor incluso hasta el día de hoy.
Ahora bien, gracias a enfoques modernos como el de los antropólogos Alice Schlegel y Herbert Barry, que publicaron en 1991 su libro Adolescence: An Anthropological Inquiry, sabemos que en las 186 sociedades preindustriales que estudiaron, el 60% de ellas no contaba con una palabra para definir a los adolescentes, ya que estos pasaban el tiempo con los adultos y sus responsabilidades. Otros estudios, como los del matrimonio de antropólogos Beatrice y John Whiting, han sugerido —de manera muy acertada— que los problemas típicos de adolescentes comienzan a registrarse en las culturas a partir de la influencia de la vida occidental como la escolarización masiva por edades o la cultura de masas enfocada al público juvenil.
En resumidas cuentas, el comportamiento adolescente no se debe a diferencias en el cerebro, sino que está fuertemente influido por la cultura y el contexto en el cual viven los adolescentes, por ejemplo la ausencia de responsabilidades, pasar tiempo con gente de su edad —lo que les facilita desarrollar una cultura común—, las posibilidades de ocio que les ofrece el mercado y así un largo etcétera. Achacar el comportamiento en los menores de 25 años a diferencias cerebrales, no solo es tirar por tierra cien años de estudios en la materia, sino que además es un ejercicio de chovinismo basado en la edad que recurre a terminología neurocientífica para parecer legítimo sin serlo. Es decir, pseudociencia.
En el contexto actual de pandemia lo fácil es señalar a un grupo y echarle la culpa de todo. Sin embargo, obviar que la cantidad de ingresados en hospitales depende de variables claras como la edad o estar vacunado, pero de otras menos claras y de sociología complicada, no ayuda a resolver ningún problema. Tampoco sirve de nada crear barreras desde las cuales mirar con superioridad a los menores de 25 años, porque en primer lugar esas barreras solo reafirman a los colectivos en sus decisiones sin hacerles recapacitar, pero además son clasificaciones artificiales que, si se construyen con argumentos vacíos y pseudocientíficos, ni siquiera sirven como ejercicio de reflexión teórica.
Referencias:
[1] ¿Son los adolescentes los únicos responsables del aumento de contagios por coronavirus? – La Sexta
[2] The surge of predatory open-access in neurosciences and neurology – Neuroscience
[4] Test de inteligencia, racismo y catolicismo – ULUM
[5] Ateísmo e inteligencia: una crítica a los intentos de correlación – ULUM
[6] El cerebro reptiliano no existe, es neurocharlatanismo – La Razón
* Fernando Cervera Rodríguez es licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia, donde también realizó un máster en Aproximaciones Moleculares en Ciencias de la Salud. Su labor investigadora ha estado centrada en aspectos ligados a la biología molecular y la salud humana. Actualmente tiene una empresa biotecnológica donde realiza labores científicas y de divulgación. Adicionalmente, ha escrito contenidos para varias plataformas, como tubiologia.com o naukas.com, y es redactor de la Revista Plaza. Ha sido finalista del premio nacional Boehringer al periodismo sanitario. También ha publicado un libro con la Editorial Laetoli, que trata sobre escepticismo, estafas biomédicas y pseudociencias en general. El libro se titula “El arte de vender mierda”, y otro con la editorial Círculo Rojo y titulado “A favor de la experimentación animal”. Además, es miembro fundador y vocal de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Danos tu opinión, Escribe tu comentario, AQUÍ