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Si hemos podido sobrevivir, es gracias
a nuestra gran sensibilidad auditiva para detectar el sigiloso movimiento de un predador...
pero, especialmente, para escuchar con claridad el habla de nuestros semejantes…
En
sus investigaciones sobre los orígenes del lenguaje humano, los paleontólogos tuvieron
que centrarse en los huesos del oído porque la laringe, y los demás fonadores,
no fosilizan. Así fue cómo descubrieron que, debido a su
adaptación al lenguaje, nuestra capacidad auditiva es más amplia
y nítida que la de los demás primates.
Con el tiempo, las características de
este órgano acaracolado y tierno se han convertido en el criterio que permite
distinguir al género homo, de sus parientes los gorilas, los chimpancés.., y
otros homínidos.
Los estudiosos aseguran que si hemos podido sobrevivir, es
gracias a nuestra gran sensibilidad auditiva para detectar el sigiloso
movimiento de un predador, o de una presa; pero, especialmente, para escuchar
con claridad el habla de nuestros semejantes…
El
destacado papel del oído, en la configuración de nuestra especie, vuelve a
hacerse evidente en el desarrollo del bebé, capaz de reaccionar a la voz humana,
ya desde el útero materno, entre las veintidós y las veinticuatro semanas de
gestación. ¡Casi tres años antes de que la
criatura empiece a balbucear!…
Hay
quien asegura que al equiparnos con dos orejas, y solo una boca, la naturaleza
nos está indicando que escuchar es el doble de importante que producir palabras.
Sin duda, la sabiduría se manifiesta en ese arte silencioso, por muchos
conocimientos que despliegue el que se expresa. Ya decía Pitágoras que quien
habla siembra, pero es quien escucha el que recoge la cosecha…
El
“arte de la cóclea” es en verdad misterioso y difícil. Sobre todo, si tenemos
en cuenta que escuchar no es lo mismo que oír: para lo primero, es preciso además
comprender lo que se ha dicho. Y no se trata solo de entender racionalmente el
discurso sino también de percibir las emociones, de ser capaces de proyectarnos,
o mejor incluso, de vaciarnos, dejar
de ser nosotras, empatizar con la otra persona.
Escuchar
es un acto supremo de Respeto por el cual el oyente afirma la alteridad, la otredad, el radical e inalienable derecho a la diferencia del que habla.
Un acto de aceptación, de acogida, de hospitalidad tan mágico que puede curar hasta
los males más grandes, da igual que sean individuales o sociales, del cuerpo o
del alma.
Por
desgracia, en nuestra sociedad tecnológica, hiperactiva, narcisista y con problemas
de atención, la escucha se está volviendo una flor rara, en inminente peligro
de extinción. Tanto que algunos visionarios proclaman la emergencia de una
nueva profesión con todo un futuro por delante: la de oyente; un servicio de
pago que nos acercará a las delicias de lo que en otro tiempo llamábamos “sostener
una conversación”.
Hoy
la palabra, especialmente la que va (o debería ir) de abajo a arriba, tiene serias
dificultades para atravesar la gruesa piel de las estructuras sociales. Tampoco
en sentido contrario hay vestigios de comunicación alguna: solo el continuo martilleo
de los mismos mensajes, retransmitidos una y otra vez, de mil maneras, por los
innumerables y miserables altavoces. De lo micro a lo macro, un patrón idéntico
tiende a repetirse: padres que no escuchan a sus hijos e hijas, los cuales a su
vez, y dado que aprendemos a escuchar siendo escuchados, no escuchan a sus
padres. Maestros y profesores que no escuchan a sus alumnos y viceversa.
Directivos que no escuchan a sus empleados. Empresas que no escuchan a sus
clientes. Dirigentes políticos que no escuchan a sus ciudadanos…
Mientras
escribo estas líneas, es la tercera vez que la comunidad educativa de este país,
estudiantes, padres y sindicatos, salen masivamente a las calles para protestar
contra la LOMCE, una ley sorda, y los también ciegos y sordos recortes
presupuestarios. Abandonan su trabajo porque no les queda otro camino que el de
la protesta. Gritan para pedir un pacto educativo basado en el diálogo y la
escucha.
En esa cualidad que desde los orígenes nos hace humanas, entre otras
cosas porque nos permite conocernos mejor, darnos cuenta de lo que nos pasa, de
lo que la palabra y la presencia del otro provocan en nuestro interior. Porque
escuchar también es escucharse. Igual que leer.
*Heike Freire, Pedagoga y socia de la Asociación GSIA
*Heike Freire, Pedagoga y socia de la Asociación GSIA
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