Encender una hoguera 100 años después de la muerte de Jack London

Del célebre cuento “Encender una hoguera”, publicado en 1908, existe una primera versión casi desconocida: el primer texto que Jack London quiso escribir para un lector infantil 
y que pronto cayó en el olvido.


¿Debe toda historia infantil dar un hilo de esperanza al lector?**.

Recordamos a este gran escritor fallecido el 22 de noviembre de 1916, en California. Tenía apenas 40 años de edad, pero ya había escrito cuentos y novelas como El llamado de lo salvaje y Colmillo Blanco, con los que han crecido tantos lectores.
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Ilustración de Raúl Arias
A los 13 años Jack London se compra
 una barca. Navega por la 
Bahía de San Francisco y trafica con 
ostras, es un bandido precoz. Luego 
viaja por los mares de Japón, 
por la costa siberiana, por el Cabo 
de Hornos. La barca ya no existe, 
pero él sigue por tierra: busca oro, 
lo arrestan por “vagancia”, 
entra a la universidad y al poco 
tiempo la abandona.
Empieza a publicar cuentos en 1894 y novelas en 1902, y le va muy bien con ellos. Se casa una vez, en 1900. Es periodista de guerra. Se divorcia. Se casa otra vez, e 1905, con Charmian Kittridge con quien comparte un antiguo sueño: navegar por todos los mares del planeta. Entonces diseña y construye un yate, el Snark –en memoria del poema de Lewis Carroll La caza del Snark– y arma el itinerario para un viaje de siete años. Sueñan con entrar a París por el río Sena y a Londres por el Támesis, pero no lo consiguen. El viaje solo dura dos años: recorren Hawaii, las Islas Marquesas, Tahiti y, en las Islas Salomón, Jack se enferma. Temen que sea lepra. Navegan hasta Sidney donde un doctor lo salva, pero le prohíbe continuar el viaje.

Viajar y sobrevivir, ese era el espíritu de Jack London. También el de muchas de sus historias. 
encender-una-hogueraEn el cuento “Encender una hoguera” el protagonista, acompañado por un perro, lucha contra un frío insoportable, paso a paso, sobre el suelo nevado del bosque. Inspirado en las experiencias que el propio London vivió en el noroeste canadiense cuando, contagiado con la fiebre del oro de Klondike, intentó hacerse rico. Pero poco le faltó para que lo venciera el frío extremo del lugar.
De este cuento, existen dos versiones: la primera, publicada en el número 76 de la revista infantil Youth’s Companion en mayo de 1902, fue escrita por London con la conciencia de un niño como lector. Ya desde entonces en Estados Unidos se expandía el mercado literario para niños y jóvenes. Dos años antes, Baum había publicado, con enorme éxito, El mago de Oz; los emblemáticos títulos de Mark Twain y Louisa May Alcott llevaban un par de décadas circulando y Frances Hodgson Burnett habría de publicar La princesita en 1905 y El jardín secreto en 1910. 
Pero este cuento de London no tuvo mucho éxito y la versión que publicaría seis años después, en agosto de 1908, en The Century Magazine, resultó tan superior que rápidamente opacó a la primera.

Earle Labor, uno de los mayores biógrafos de London, incluso llegó a afirmar que comparar ambas versiones servía para “distinguir un trabajo artístico literario estupendo de una buena historia para niños”. 
Las diferenciación/discriminación que hace Labor es un prejuicio que seguimos arrastrando.

El intento de London por dirigirse a un lector infantil pone en evidencia uno de los dilemas que todavía enfrentan muchos escritores de libros para niños y jóvenes: ¿escribir para ellos implica encarar al lenguaje y a las historias desde otro lugar? ¿cambiar el tono, simplificar, transmitir valores, preferir los finales felices? 
Es justamente en el final de la versión para niños de “Encender una hoguera” que notamos una de las principales diferencias y debilidades con respecto a la segunda versión. 
Mientras que en ésta, lo que nos hiela la piel, lo que recordaremos siempre, es el fatal destino del protagonista, en la versión infantil, London salva al protagonista. 
¿Debe toda historia infantil dar un hilo de esperanza al lector?, otra duda que surge en foros sobre el tema.

Las opiniones se dividen. 
Algunos defienden un quehacer que no piensa adjetivos como “infantil” o “juvenil”, escritores que escriben y ya: son los editores quienes los ubican en colecciones destinadas a este público; otros son conscientes casi al extremo: toman en cuenta capacidades cognitivas, “edades lectoras” y madurez psicológica.
En el caso de London, la conciencia de un lector infantil pareció no dar buenos resultados, pero por fortuna siguió escribiendo. Y lo hizo desde lo que era, y así le ha hablado a todos los que se atreven a acudir al llamado de lo salvaje.
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Ilustración de Raúl Arias.

Si lees inglés y quieres hacer el ejercicio (revelador) de comparar las dos versiones de “Encender una hoguera”, puedes hacerlo en esta liga.

Para leer o releer la versión conocida de este extraordinario cuento, da clic aquí**.

Y no te pierdas este artículo: “Jack London, escritor salvaje”, de Darío Zárate Figueroa, ilustrado por Richard Zela y publicado en la revista Claro que leo.

 

**  El Estigma de la juventud  

Ponerle adjetivos a la literatura puede ser motivo de confusión. La literatura juvenil es, a primera vista, un concepto bastante sencillo, que en el nombre lleva la definición: literatura hecha para jóvenes o, en todo caso, apta para ellos. La confusión surge cuando esa expresión, “para jóvenes”, se interpreta de la peor manera posible: “para gente inmadura”. Así, según la visión de muchos lectores, y aun de algunos académicos y críticos, la literatura juvenil, más que una categoría válida, es un campo nebuloso al que pueden relegarse las obras de poco mérito: libros que tratan temas “poco serios”, lecturas “ligeras” que sirven para entretener o edificar a una mente en desarrollo, pero que no ameritan mayor consideración una vez que el lector alcanza ese estado de perfección, la “madurez”. Se les recuerda con afecto, se transmiten ritualmente a las nuevas generaciones y se espera que éstas se gradúen a lecturas más “adultas”.

Existen autores cuya obra entera suele considerarse juvenil en ese sentido despectivo, sin importar su intención original o la recepción que hayan tenido en su época. Suelen ser autores que trabajaban con los géneros menospreciados por excelencia: la fantasía, la ciencia ficción, los relatos de aventuras. Para reivindicar a estos autores, así como para ser —y formar— mejores lectores, no hace falta quitarles la etiqueta de juveniles, sino resignificar la juventud: antes que la inmadurez, destacar la imaginación, la energía, el asombro ante el mundo, el entusiasmo por crear. De este modo la literatura juvenil se redefine como literatura ideal para jóvenes, no exclusiva de ellos, y se admite que el mérito artístico y la profundidad intelectual son requisitos indispensables de cualquier libro, no privilegio de los lectores de un cierto rango de edad. El adjetivo “juvenil” pierde así el cariz despectivo para convertirse en una distinción de honor cuando lo aplicamos a la obra de autores como Julio Verne, Mark Twain, H. G. Wells, o el californiano cuyo centenario luctuoso se conmemoró este 22 de noviembre: Jack London.



Para leer a Jack London te recomendamos:











Ilustración de Richard Zela.

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