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Dejad que la infancia se acerque a la naturaleza.

Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza.







Si es verdad que la terapia de la naturaleza 
reduce los síntomas del TDAH, entonces lo contrario también: 
el TDAH puede ser un conjunto de síntomas agravados 
por la falta de exposición a la naturaleza (…) 
El trastorno real no está tanto en el niño como en un entorno impuesto, artificial”...
Hoy en día un creciente número de médicos 
está prescribiendo ‘recetas de parque’ 
tanto para prevenir como para curar”...



Cuando oigo las excusas para impedir que se límite drásticamente el tráfico motorizado en las ciudades me viene a la cabeza lo que cuenta Richard Louv sobre el trastorno por déficit de naturaleza en su libro ‘Los últimos niños en el bosque’ y grito: Es la salud, idiotas”. 
Nuestra salud y la del planeta. 
Leer a Richard Louv es comprobar la necesidad que tenemos de contar con una educación ambiental transversal e integradora, que utilice parques, huertos y bosques como recurso y que devuelva vitalidad y sociabilidad a la infancia.

Los últimos niños en el bosque. Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza no es el último libro del escritor y periodista norteamericano Richard Louv. Su edición original data de 2005; con algunas actualizaciones, lo ha publicado este año Capitán Swing. Da lo mismo, aunque desde 2005 se han dado a conocer infinidad de informes que constatan, amplían y proponen soluciones a los riesgos de ese déficit, todos van en la dirección del séptimo libro de Louv. “Irónicamente, el desinterés de la educación por el mundo físico no solo coincide con el impresionante aumento de la obesidad infantil, enfermedad potencialmente letal, sino con las crecientes pruebas acumuladas que vinculan el ejercicio físico y la experiencia en la naturaleza con la agudeza mental y la concentración”.

La obesidad y la falta de creatividad y concentración son algunos de esos riesgos en los que Louv y numerosos estudios inciden por la falta de conexión con el entorno, en especial con el más natural. Pero hay algo más. “A menudo se ignora el valor de la naturaleza como bálsamo curativo para las dificultades emocionales en la vida de un niño. Es probable que ustedes nunca vean un hábil anuncio para terapia natural, como esos que vemos para los últimos medicamentos contra la depresión. Pero los padres, educadores y trabajadores de la salud necesitan saber lo útil que puede resultar la naturaleza como antídoto para el estrés emocional y físico. Especialmente en la actualidad”.

El autor destaca que “la tasa de prescripción de antidepresivos a niños en Estados Unidos casi se ha doblado en cinco años”. Por mi experiencia personal de seis cursos seguidos recorriendo la biodiversidad urbana con escolares de Primaria y Secundaria corroboro que esto es así. Resulta muy doloroso cómo cada vez se acercan más docentes antes de las rutas y nos dicen: “Tenemos uno (o dos, o tres) alumnos con medicación por trastornos por déficit de atención o hiperactividad (TDAH)”.

Obesidad, estrés, TDAH…, enfermedades que afectan a la infancia y la adolescencia y que Louv, tras muchas entrevistas y experiencias vividas y reflejadas en su libro, y con su bagaje de periodista experto en temas de infancia, no tiene duda sobre las causas: “Si es verdad que la terapia de la naturaleza reduce los síntomas del TDAH, entonces lo contrario también: el TDAH puede ser un conjunto de síntomas agravados por la falta de exposición a la naturaleza (…) El trastorno real no está tanto en el niño como en un entorno impuesto, artificial”.
“Los niños aprenden sobre la selva tropical, pero no sobre los bosques de su propia región o, como dice Sobel, ‘ni siquiera sobre la pradera que está fuera de su aula”. David Sobel es otro escritor (publicó Childhood and nature: Design principles for educators en 2008) que demanda una mayor conexión de la infancia con el entorno, y defensor de “la educación basada en el lugar”. En España recomiendo seguir la pista de Heike Freire *, escritora y referente de la pedagogía verde, y José Antonio Corraliza, profesor de Psicología Ambiental.
“La educación pública está tan prendada de lo que podríamos llamar la fe de silicio”, prosigue Louv, que llega casi al embeleso; se trata de un enfoque miope que se centra en la alta tecnología como salvación (…) Un movimiento educativo basado en el entorno –en todos los niveles de la educación– ayudará a que los estudiantes se den cuenta de que el colegio no tiene que ser una forma educada de encarcelamiento, sino un portal hacia un mundo más amplio”. De las críticas a la planificación educativa no se salva ningún ciclo: “En el entorno de la educación superior, basado en la disyuntiva ‘patente o padece’, asistimos a la muerte de la historia natural, a medida que las disciplinas más prácticas, tales como la zoología, ceden espacio a la microbiología y la ingeniería genética, más teóricas y lucrativas”.

El libro está muy centrado en y desde Estados Unidos, con todos los peros que ello supone: aparece mucha experiencia de clase media; no hay tantas referencias a la función de la escuela pública y de integración; defiende la caza y la pesca como formas de acercarse a la naturaleza y mezcla la creencia en Dios con el disfrute y conservación de la biodiversidad: “La naturaleza es un modo en que Dios se comunica con nosotros de forma muy poderosa (…) después de todo, esta es la creación de Dios que está siendo preservada para las generaciones futuras”.

No soy creyente ni comparto en absoluto las afirmaciones, pero no pienso echar por tierra el libro por estas cuestiones. Prevalece su potencia narrativa a favor de un cambio en los patrones tanto educativos como de planificación urbanística para que niños y adolescentes entren más en contacto con la naturaleza, aprendan de ella y con ella y les valga no solo desde el punto de vista educativo, en cuanto adquisición de conocimientos, sino también como mejora de las relaciones sociales con las personas y el entorno, y como algo que mejora también su salud y su creatividad.

Por ejemplo, me gusta que comience la lista de las “cien acciones a emprender” para conseguir estos propósitos con la de “¿Ya te has ensuciado?”. Tiene que ver mucho con la sobreprotección de la infancia, en casa y en la escuela, con el ocio hiperplanificado y casi siempre “encerrado” y con poca actividad física. Lo de ensuciarse vale también para mojarse, pincharse, rozarse: “Permítanme ofrecer aquí una hipótesis no convencional: para aumentar la seguridad de tu hijo, anímale a que pase más tiempo a la intemperie, en la naturaleza. El juego natural fortalece la confianza en sí mismos y estimula sus sentidos; su conciencia del mundo y de todo lo que se mueve en él, lo visto y lo no visto”.

Está acertado también cuando cuestiona el modelo de urbanizaciones en bloques cerrados o de casas unifamiliares alineadas y alienadas: “¿Cómo será para los niños crecer en entornos social y ambientalmente controlados: bloques de apartamentos y urbanizaciones planificadas, regidos por estatutos privados, rodeados de muros, vallas y sistemas de vigilancia, donde los propios estatutos impiden que las familias planten jardines? Uno se pregunta cómo definirán la libertad los niños que crecen en esta cultura de control cuando sean adultos”.

Y continúa: “Los jardines de descubrimiento de los niños son muy diferentes de las zonas ajardinadas diseñadas por los adultos, muchos de los cuales prefieren céspedes cuidados y paisajes ordenados, limpios, organizados, despejados… Los niños valoran los lugares que no sean impecables y la aventura y el misterio de los sitios para esconderse y las zonas salvajes, espaciosas, desiguales, interrumpidas por grupos de plantas”.

Louv llega a proponer la creación de “zoópolis”, plantea una ciudad con jardines salvajes; con espacios infantiles no acotados, vallados ni teledirigidos por columpios y juegos que planteen siempre el mismo principio y el mismo final; con urbanizaciones abiertas, en definitiva, con más espacio para la naturaleza urbana y la interconexión entre ella. “¿Qué pasaría si las ciudades por todo el mundo empezaran un día a competir por el título de la Mejor Ciudad para la Infancia y la Naturaleza?”, se pregunta.

Al final, vuelve a recetar naturaleza. “Hoy en día un creciente número de médicos está prescribiendo ‘recetas de parque’ tanto para prevenir como para curar”, escribía Louv en 2005. Trece años después, se mantiene la tendencia al leer una noticia recientemente aparecida en The Guardian que informa que en Escocia los médicos emiten “recetas de naturaleza” a los pacientes para ayudar a tratar enfermedades mentales y cardíacas, diabetes, estrés y otras afecciones.
Una salud que repercute de manera positiva en la naturaleza, porque, según el escritor, “el apego a la tierra no solo es bueno para el niño, sino que también es bueno para la tierra”. Pero advierte: “Solo se producirá progreso a largo plazo cuando la conexión del niño con la naturaleza se considere unánimemente como fundamental para el desarrollo humano saludable, más que como un lujo disfrutado solo por unos pocos”. En definitiva, para que las niñas y niños que viven alejados de Doñana, los Pirineos o la Amazonia o no puedan viajar a estos lugares, tengan permanentemente a su lado otras doñanas, pirineos y amazonias.

* Heike es miembro de la Asociación GSIA.

La "tormenta perfecta" para el sobrediagnóstico del TDAH


Madres que trabajan fuera de casa:

 entre la culpa y el deseo.

Un estudio considera que las hijas de estas progenitoras tienen empleos mejores de adultas. 
Para la socióloga Lourdes Gaitán es importante resaltar: 

¿es el trabajo un indicador de felicidad para todos?.



Madres que trabajan fuera de casa: entre la culpa y el deseo
Getty
Un estudio de la Escuela de negocios Harvard concluye que las hijas cuyas madres desempeñan un empleo remunerado tienen en la edad adulta una mayor probabilidad de encontrar un empleo, siendo además en la mayoría de los casos puestos de responsabilidad y bien retribuidos. En los hijos se observa una mayor presencia en el hogar y sentido de la corresponsabilidad. Las autoras se han basado en dos encuestas internacionales en las que han participado más de 100.000 personas de 29 países distintos.



Una de sus autoras, Kathleen L. McGinn, profesora de la Escuela de negocios Harvard, declara que “tanto las madres empleadas como las madres que se quedan en casa pueden ser modelos positivos”. Para la docente, lo que los niños ven como "normal" en sus familias a medida que crecen da forma a sus expectativas y preferencias para sus vidas como adultos. “Las madres empleadas buscan la manera de equilibrar el trabajo fuera de casa y las responsabilidades en el hogar, y eso influirá en que sus hijos, especialmente las hijas, tomen ese mismo camino y lo repitan en sus propias vidas”, explica a El País. El valor del ejemplo.

No siempre grandes profesiones.

Para Lourdes Gaitán, doctora en Sociología y socia fundadora del Grupo de Sociología de la Infancia y la Adolescencia (GSIA), aunque la investigación está bien fundamentada y bien realizada desde el punto de vista metodológico, cree que solo refleja la realidad de la clase media acomodada urbana de países desarrollados, “que es la que suele estar reflejada en la mayoría de los estudios de este tipo”.

Para explorar la posibilidad de que la asociación encontrada en el estudio varíe con la clase social de la familia de origen, sus autoras desglosaron los resultados por categorías ocupacionales generales de las madres: trabajo manual o equivalente, mano de obra no manual de baja calificación, alta destreza, y también el nivel de educación de las madres. 
Según McGinn, la relación positiva entre el empleo materno y la probabilidad de empleo de las hijas es independiente de la ocupación y educación de la madre: “las hijas adultas criadas por madres empleadas tienen más probabilidades de ser empleadas que las hijas criadas por madres que se quedaron en casa a tiempo completo”. En cuanto a la relación positiva entre el empleo materno y el nivel de ingresos, “se aplica principalmente a las hijas criadas por madres que trabajaban en trabajos de alta destreza y que tenían una educación relativamente alta”.

La fundadora de GSIA, por su parte, considera que más que “lo que demuestra el estudio”, es interesante pensar en lo que no se ve: “Tener un trabajo de responsabilidad, de muchas horas y de buena remuneración, es un indicador ¿de qué? ¿De éxito? ¿De felicidad? ¿Quién señala esto como patrón de logro?”, se pregunta. 
No solo el tipo de trabajo de la madre (y del padre) influyen, según Gaitán, en las oportunidades de las hijas e hijos, también la clase social de origen o la existencia (o no) de recursos y beneficios sociales públicos, entre otros.

La economía familiar es un marcador importante, pero en sentido distinto a los aspectos de “mejores trabajos” o de “corresponsabilidad de los hijos”. 
Para Gaitán, en cuanto a los mejores trabajos, si no hay una educación igualitaria y de calidad, los económicamente más potentes estarán mejor situados; además contarán con un “capital social”, que facilitará el acceso a mejores empleos. Sobre la corresponsabilidad, cree que esta puede ser mayor en una economía familiar más precaria, donde es más patente la necesidad de colaboración de todos los miembros. Añade la socióloga que una lectura superficial y rápida de estos estudios suele conducir a una explicación causal lineal: a madres trabajadoras y educación igualitaria, hijas mejor situadas e hijos más colaboradores en el hogar. Sin embargo, lamenta que no se tenga en cuenta a las hijas que fracasan, o que elijen un modelo tradicional, tampoco a las hijas que “triunfan” igual partiendo de situaciones totalmente contrarias. Por eso, frente a lo que la socióloga considera “explicaciones deterministas”, considera que debe primar la autonomía de las personas desde niñas “para marcar y hacer su propio camino”.

Ocurre que quizás también la percepción cuando se habla de términos como “desarrollo profesional” o “carrera profesional” es la de estar hablando de profesiones bien valoradas y remuneradas, y con una proyección enorme o de grandes responsabilidades. En el océano de empleos actuales en los que bucean las mujeres, también hay trabajos precarios, poco o nada reconocidos. Esto, para Lourdes Gaitán, está relacionado con que hay una tendencia a identificar “lo normal” con “lo nuestro”: “Las muestras no permiten, a veces, desagregaciones más finas, o no se buscan, o se cede a la predominancia (y popularidad) de los métodos cuantitativos, en detrimento de otros más largos, costosos y difíciles como son los de carácter cualitativo, que permiten mayor aproximación a lo que desborda lo normal”, explica Gaitán.

La culpa de las madres.
Pese a la relación positiva entre empleo materno y futuro profesional de las hijas que muestra el estudio elaborado por las docentes de la Escuela de negocios Harvard, muchas mujeres que tienen trabajos remunerados fuera del hogar siguen cargando con cierto sentimiento de culpa por tener que dejar a sus hijos pequeños para reincorporarse a su carrera laboral. Mientras que algunas desean la vuelta al trabajo tras la maternidad, otras hubieran preferido dedicarse más tiempo a la crianza y el cuidado de sus hijos. 
Una decisión y un sentimiento de culpa que aún hoy sigue siendo mayoritariamente “cosa de mujeres”. Así lo demuestra el informe La vida de las mujeres y los hombres en Europa, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Eurostat. Según el mismo, la tasa de empleo entre las mujeres de 15 a 64 años en España (datos de 2016) es del 54,3%, diez puntos y medio menos que la de los hombres (64,8%). Entre las madres con un hijo, la tasa de ocupación sube sorprendentemente hasta el 63%, pero la brecha con los hombres empieza a ampliarse (77,7%). Una brecha que se dispara con la llegada del segundo hijo (62,9% por 83,7%), para alcanzar su máximo en el caso de las familias con tres hijos (46,5% por 72,7%).

Laura del Valle es del 63% de las mujeres españolas con un hijo que tiene un empleo remunerado. Se reincorporó a su puesto de trabajo cuando su hijo tenía cinco meses y doce días porque acumuló la lactancia y las vacaciones del año anterior. Ella pudo dejar a su hijo con la abuela, pero reconoce que al principio fue muy duro. “Te invaden las dudas, te planteas si estará bien, y si tu madre le estará cuidando como tú deseas. Había días que se quedaba llorando y me sentía muy mal por no poder quedarme con él”, cuenta. Si no hubiera sido porque tenía que trabajar a jornada completa, admite que habría tenido otro hijo, pero dadas las circunstancias, ha preferido no tener más. “Yo no estoy mal en mi trabajo, pero hubiese necesitado alguna ayuda o algo más para poder estar con mi hijo al menos hasta el año o los dos años, porque tampoco me compensa tanto como para dejarle con alegría para desarrollarme profesionalmente yo... Si trabajaba entonces era porque no me quedaba más remedio, pero hasta que empezó el cole me hubiese gustado criarle solo yo”, lamenta.

A Gentzane Landa, maestra de educación primaria, no la renovaron su contrato por estar embarazada. No fue hasta que su hijo cumplió casi dos años cuando volvió al mercado laboral, y lo hacía en un sector muy distinto al de su formación, pero en un puesto en el que podía compaginar mejor el cuidado de su hijo. Ahora acaba de ser madre por segunda vez y a punto de reincorporarse tras el permiso de maternidad siente una gran culpabilidad por no poder estar con una bebé que tendrá 18 semanas de vida cuando llegue el día de su regreso laboral. “La vuelta al trabajo me genera muchos sentimientos. Por una parte me da mucha pena y siento una gran culpabilidad porque no le voy a poder dedicar el 100% de mi tiempo, como sí hice con su hermano. A veces incluso siento ansiedad al pensarlo. También me preocupa tener que depender de una guardería siendo tan pequeña. Por suerte solo voy a trabajar a media jornada, la guardería está al lado de mi trabajo, y los días de libranza no irá, por lo que la podré disfrutar bastante. En una pequeña parte de mí también tengo ganas de volver al trabajo porque me gusta mucho lo que hago, son pocas horas, y yo creo que lo podremos llevar bien las dos”, cuenta.

Concluye Lourdes Gaitán que nunca utiliza el término “conciliación” porque lo considera una falacia y una trampa para las mujeres. Para paliar en parte ese sentimiento de culpa materna con respecto a la reincorporación al puesto laboral y para disminuir la brecha entre hombres y mujeres en lo referente al impacto que la llegada de los hijos tiene en sus aspiraciones laborales, la socióloga ve fundamental que “las actitudes igualitarias y los horarios laborales y escolares compatibles para que hombres y mujeres, niñas y niños puedan vivir, convivir y desarrollar sus vidas de forma armoniosa, según sus deseos y preferencias, sean una realidad”.


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Niños con apego, adultos con habilidades

Los niños necesitan ser felices, no ser los mejores:



Psicóloga de profesión y 
por pasión dedicada a hilvanar palabras. 




Vivimos en una sociedad altamente competitiva en la que parece que nada es suficiente y tenemos la sensación de que si no nos ponemos las pilas, nos quedaremos rápidamente atrás, siendo barridos por los nuevos adelantos. 

Por eso, no es extraño que en las últimas décadas muchos padres hayan asumido un modelo de educación sustentado en la hiperpaternidad. Se trata de padres que desean que sus hijos estén preparados para la vida, pero no en el sentido más amplio del término sino en el más restringido: quieren que sus hijos tengan los conocimientos y las habilidades necesarias para hacerse de una buena profesión, obtener un buen trabajo y ganar lo suficiente. 

Estos padres se han planteado una meta: quieren que sus hijos sean los mejores. Para lograrlo, no dudan en apuntarles en disímiles actividades extraescolares, allanarles el camino hasta límites inverosímiles y, por supuesto, empujarles al éxito a cualquier costo. Y lo peor de todo es que creen que lo hacen "por su bien".
El principal problema de este modelo educativo es que añade una presión innecesaria sobre los pequeños, una presión que termina arrebatándoles su infancia y crea a adultos emocionalmente rotos.

Los peligros de empujar a los niños al éxito
Bajo presión, la mayoría de los niños son obedientes y pueden llegar a alcanzar los resultados que sus padres les piden pero, a la larga, de esta forma solo se consigue limitar su pensamiento autónomo y las habilidades que le pueden conducir al éxito real. Si no le damos espacio y libertad para encontrar su propio camino porque le colmamos de expectativas, el niño no podrá tomar sus propias decisiones, experimentar y desarrollar su identidad. 

Por eso, pretender que los niños sean los mejores encierra graves peligros:

- Genera una presión innecesaria que les arrebata su infancia. La infancia es un periodo de aprendizaje, pero también de alegría y diversión. Los niños deben aprender de manera divertida, deben equivocarse, perder el tiempo, dejar volar su imaginación y pasar tiempo con otros niños. Esperar que los niños sean “los mejores” en determinado campo, poniendo sobre ellos expectativas demasiado elevadas, solo hará que sus frágiles rodillas se dobleguen ante el peso de una presión que no necesitan. Esta forma de educar termina arrebatándoles su infancia.

- Provoca una pérdida de la motivación intrínseca y el placer. Cuando los padres se centran más en los resultados que en el esfuerzo, el niño perderá la motivación intrínseca porque comprenderá que cuenta más el resultado que el camino que ha seguido. Por tanto, aumentan las probabilidades de que cometa fraude en el colegio, por ejemplo, ya que no es tan importante lo que aprenda como la nota que consiga. De la misma manera, al centrarse en los resultados, pierde el interés por el camino, y deja de disfrutarlo.

- Planta la semilla del miedo al fracaso. El miedo al fracaso es una de las sensaciones más limitantes que podemos experimentar. Y esta sensación está íntimamente vinculada con la concepción que tengamos sobre el éxito. Por tanto, empujar a los niños desde temprano al éxito a menudo solo sirve para plantar en ellos la semilla del miedo al fracaso. Como consecuencia, es probable que estos pequeños no se conviertan en adultos independientes y emprendedores, como quieren sus padres, sino que sean personas que apuesten por lo seguro y acepten la mediocridad solo porque tienen miedo a fracasar.

- Genera una pérdida de autoestima. Muchas de las personas más exitosas, profesionalmente hablando, no son seguras de sí. De hecho, muchas supermodelos, por ejemplo, han confesado que creen que son feas o están gordas, cuando en realidad son iconos de belleza. Esto sucede porque el nivel de perfeccionismo al que siempre han estado sometidas les hace creer que nunca será suficiente y que basta el más mínimo error para que los demás las desprecien. Los niños que crecen con esta idea se convierten en adultos inseguros, con una baja autoestima, que creen que no son lo suficientemente buenos como para ser amados. Como resultado, viven pendientes de las opiniones de los demás.

¿Qué debe saber realmente un niño?
Los niños no necesitan ser los mejores, solo necesitan ser felices. 
Por eso, solo debes cerciorarte de que tu hijo sepa:
- Que es amado, de forma incondicional y en todo momento, sin importar los errores que cometa.
- Que está a salvo, que le protegerás y apoyarás siempre que puedas.
- Que puede hacer el tonto, perder el tiempo fantaseando y jugar con sus amigos.
- Que puede elegir lo que más le gusta y dedicarse a esa pasión, sin importar de qué se trate. Que puede pasar su tiempo libre haciendo collares de flores o pintando gatos con seis patas si es lo que le apetece, en vez de practicar la fonética o el cálculo.
- Que es una persona especial y maravillosa, al igual que muchas otras personas en el mundo.
- Que merece respeto y que debe respetar los derechos de los demás.

¿Y qué no deben olvidar los padres?
También es fundamental que los padres sepan:
- Que cada niño aprende a su propio ritmo, y que no deben confundir la estimulación que desarrolla con la presión que agobia.
- Que el factor que más influye en el rendimiento académico infantil es que los padres les lean a sus hijos, que les dediquen un rato cada noche para cultivar juntos esa pasión por la lectura, no las escuelas carísimas o los juguetes hípertecnologicos.
- Que el niño que mejores calificaciones saca casi nunca es el pequeño más feliz porque la felicidad no se mide en esos términos.
- Que los niños no necesitan más juguetes sino una vida más sencilla y despreocupada, así como más tiempo con los padres.
- Que los niños merecen la libertad para explorar todo y decidir por ellos mismos que les gusta y les hace felices.

La infancia bajo el neoliberalismo:







Me parece que en vuestro libro, al trasluz de la crítica del "régimen de lo hiper", se puede ver una cierta idea de la infancia. Me gustaría empezar por ahí, ¿cuál es vuestra idea de la infancia?




José Ramón Ubieto: La infancia, decía Freud, es un tiempo para comprender que un día se saldrá de allí para hacerse mayor. Eso requiere jugar, curiosear y preguntar, sin otras cortapisas que las defensas psíquicas (pudor, vergüenza) que los propios niños/as van construyendo, cada uno a su tiempo y a su ritmo. Eso sería una infancia “feliz y tranquila”, la que no está demasiado invadida por especialistas ni acelerada, simplemente cuidada.
Marino Pérez Álvarez: La infancia, por ser la primera etapa de curso de una vida, es preparatoria para otras que se constituyen sobre ella. La estructura psicológica, estilo de personalidad, modo de ser, pautas de apego, vínculos afectivos, etc., se forman en la infancia. Aunque muchas transformaciones ocurren después, en cierta medida la infancia es el crisol de nuestra personalidad. La gran responsabilidad de la educación parental y escolar es formar para la vida adulta con todo lo que depara, pero sin dejar de ver que los niños son niños.


El régimen de lo hiper

Se ha hablado a menudo del "fin de la infancia", por el debilitamiento de los ritos de paso, por la televisión que sustituye a los padres, etc. Vosotros afirmáis que la frontera entre niños y adultos se desvanece cuando todos estamos invitados a convertirnos en productores y consumidores bajo el dominio del "régimen de lo hiper". ¿En qué consiste ese régimen?
JRU: Lo hiper es el exceso y la prisa por concluir, sin dar tiempo a mirar y comprender. Las lógicas adultas suponen la conclusión, que siempre implica cierta precipitación, pero la lógica de lo infantil es de otro orden y no requiere concluir, permite equivocarse y fracasar más a menudo. Cuando eso no se respeta, se produce la colonización de la infancia por ese imperativo excesivo e hiperacelerado. Y, como dices, el consumo nos infantiliza y nos iguala niños/adultos en el mismo modo de satisfacción (devorar/tragar).
MPA: El mundo de la infancia forma parte de la sociedad, no es un mundo aparte. En una sociedad caracterizada por la producción y el consumo, los niños están también bajo el régimen de rendimiento, competencias y deseos. Desean objetos a menudo diseñados para su satisfacción inmediata como las tabletas, los video-juegos, las golosinas y los comestibles. Todo empieza cuando el marketing se dirige directamente a los niños que a su vez influyen a los padres. Y tiene que ver con la pérdida de autoridad y de sentido común de los padres, sin capacidad de poner límites (quizá temerosos de hacerlo), ellos mismos influidos por el mismo régimen consumista.

Hace poco recordaba nostálgicamente con un amigo el tiempo infantil. Ese tiempo dilatado en el que los veranos parecían no acabar nunca,  tan distinto a nuestro tiempo acelerado ("no hay tiempo", "no me da la vida", "no llego a nada"). Este amigo me dijo: "hoy ese tiempo no existe, los niños ya no se aburren". ¿Estáis de acuerdo? ¿Qué hemos perdido, al perder el aburrimiento?
JRU: El sujeto, infantil o adulto, necesita el intervalo, o sea, el vacío en el cual alojar su pensamiento o su invención. El aburrimiento es ese intervalo entre una cosa y otra, que causa entonces lo que Lacan decía: “el deseo de otra cosa”. Cuando llenamos la infancia de objetos y actividades, taponamos el vacío y abortamos también la creación. Hoy esa maniobra está muy promocionada por un capitalismo pulsional que quiere hacernos pensar que tiene la clave de nuestra satisfacción en forma de objetos de consumo.
MPA: Sí, estamos en un tiempo acelerado, hiperactivo, donde muchas actividades se apelotonan. Es un tiempo distinto de aquel “tradicional” que, quienes lo hemos vivido, echamos de menos con nostalgia. La necesidad del encaje de varios tiempos en uno suele ser a costa del tiempo familiar y del tiempo libre. Incluso el tiempo libre ya está colonizado. Se ha llegado a esto por la conjunción de un régimen del rendimiento (“sociedad del rendimiento”) y la tecnificación de la vida cotidiana que ya incluye el juego, el entretenimiento y la diversión. Así, los niños juegan con máquinas en las que todo ocurre al instante, las imágenes cambian cada segundo y un minuto les parece una eternidad. El aburrimiento es un sufrimiento, no un tiempo intermedio para pensar.

Escuché el otro día al pasar una ráfaga de conversación en la que una madre le decía a otra: "¿cómo, que tu hijo tiene 8 años y no toca aún ningún instrumento?" Ese régimen de lo hiper parece lo contrario del antiguo régimen represivo: no nos prohíbe, sino que nos incita; y no lo sufrimos, sino que nosotros mismos lo activamos y reproducimos, como un  régimen de intensidad al que estamos enganchados. ¿Cómo explicar su influencia sobre nosotros cuando nos hace sufrir tanto?
JRU: Freud hablaba de la pulsión de muerte como ese empuje del sujeto a encontrar su satisfacción en la repetición de algo que va en contra suyo. Étienne de La Boétie ya se refirió a ello tres siglos antes al hablar de “servidumbre voluntaria”. Lo hiper es también el nombre actual del superyó freudiano, la compulsión a la repetición de un imperativo que nos produce una satisfacción paradójica, que siempre pide un esfuerzo más. Gozamos con nuestros gadgets –los niños también-, pero pasado el umbral del placer no podemos dejarlos y seguimos hasta el hartazgo. Hoy los smartphones ya son la primera causa de los accidentes mortales de tráfico.
MPA: Este “régimen de intensidad” funciona como un sistema de fuga de uno mismo, de centrifugación, uno siempre está alterado, sin capacidad de pensar que es hablar consigo mismo en silencio. Ya no estamos en tiempos de un superego freudiano “represor”. El superego hoy parece decirnos “diviértete”, “sé feliz”. Este superego no es mejor, porque lleva también su tiranía: la tiranía de la “euforia perpetua”, la búsqueda de la felicidad y la centrifugación del yo. Al final, la vida real es como es y el principio del placer (euforia, diversión) paga su tributo al principio de la realidad en la forma de depresión, ansiedad, burnout, trastorno de déficit de atención, etc.


El trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)

Podría pensarse, después de hablar el régimen de lo hiper, que el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) es su consecuencia: la sobreestimulación provocaría ese trastorno de la atención. Pero para vosotros no es así, es más complejo. ¿Creéis que la sobreestimulación provoca realmente trastornos de la atención pero que no pensables desde la etiqueta TDAH o cómo sería vuestro planteamiento?
JRU: Hoy vivimos todos en la cultura del zapping y del multitasking: el déficit de atención es generalizado. Cuando el rendimiento es evaluable, como sucede en la escuela, ese modo ‘déficit atencional’ es etiquetado como un trastorno individual. Y es cierto que, en algunos casos, hay razones que justifican una valoración clínica, pero en muchos otros casos se trata de un universo TDAH totalmente sintónico con la época. ¿Qué adulto esta hoy 50’ tras 50’ realizando una misma tarea, sin apenas interrupción?
MPA: Como he desarrollado más específicamente en otro libro, titulado Más Aristóteles y menos Concerta®, entiendo que el “TDAH” resulta de la interacción entre formas de vitalidad (diferencias individuales caracterizadas por el movimiento, el ritmo y la vitalidad) y formas de vida referidas al ritmo del tiempo que hoy se plasma en “estilos parentales” multitarea e hiperactivos. Los padres están desbordados por los propios niños cuyo estilo de comportamiento no halla fácil acomodo en una sociedad que se ha vuelto estándar y finalmente intolerante.
Utilizo “TDAH” entre comillas porque no asumo que es una enfermedad o trastorno mental como lo pintan, sino un modo de ser resultante de una forma de vitalidad y una forma de vida que lo exacerba en vez de entenderlo, respetarlo y reconducirlo. En su lugar, se prefiere, según parece, verlo como un trastorno mental a través de un diagnóstico. No nos engañemos: el diagnostico significa trastorno mental. Es necesario rescatar a los niños del “fuego amigo” que los diagnostica.

¿Qué efectos tiene la etiqueta TDAH? Habláis de una "expropiación de la experiencia". ¿Qué quiere esto decir?
JRU: Los veranos que añorabas eran una fuente de experiencias –y todavía lo son para muchos/as adolescentes. Una experiencia es algo que te cambia subjetivamente porque no es previsible del todo y exige que pongas el cuerpo (consumos, sexualidad, riesgos). Tienes que hacerla tuya y extraer alguna conclusión. Hoy vivimos “instantes de felicidad”, “satisfacciones intensas de 2 minutos”, todo menos experiencias. Etiquetar y protocolizar en modo prét-à-porter lo que pasa por el cuerpo de cada uno es una forma de expropiarle de su propia subjetivización de ese acontecimiento vital y corporal.
MPA: La etiqueta empaqueta el modo de ser del niño y el problema que pueda suponer en un diagnóstico estándar. El diagnóstico reduce el niño a unos síntomas, como si todos los que reciben el diagnóstico fueran iguales, lo que un psiquiatra infantil llama “macdonalización de la infancia”.
El diagnóstico expropia la experiencia del niño y su modo de expresión y comportamiento al expropiar la posibilidad de los demás de entender su modo de ser, convertido en un “trastorno”. Si se viera el “TDAH” como un modo de ser y estilo de comportamiento (en vez de como una enfermedad) entenderíamos mejor al niño y le ayudaríamos en los aspectos que fueran necesarios, sin la macdonalización del diagnóstico y del tratamiento. Las ayudas se pueden ofrecer sin necesidad de un diagnóstico formal, en función de los problemas concretos en su propio contexto escolar y familiar.

¿Cuáles son vuestras conclusiones sobre la medicación del TDAH? ¿Sirve, no sirve, para qué sirve?
JRU: Servir, seguro que sí. La cuestión es para qué y para quien. Para “curar” el TDAH no parece, entre otras cosas porque no sabríamos qué debería curar (¿la agitación, el despiste, la impulsividad?). Lo que sabemos, hasta hoy, es que los psicoestimulantes (anfetaminas) en algunos casos ayudan a la concentración, pero lo hacen de manera temporal y por un tiempo limitado, a partir del cual sólo tienen efectos secundarios y adversos. En un número reducido de casos es necesaria, bien prescrita y con seguimiento riguroso, para algunos niños que no pueden alcanzar una mínima atención para conversar o aprender. Son pocos casos.
MPA: El “TDAH” es en mi opinión una etiqueta desafortunada que da a entender unas cosas que no existen dejando fuera los aspectos esenciales. Da a entender que es una enfermedad o trastorno del neurodesarrollo de origen genético, de lo que no hay evidencia, por más que es la concepción oficial. A parte de su insostenibilidad, el mayor problema de esta concepción es que deja fuera el modo de ser del niño (vitalidad, expresividad, estilo de comportamiento) y las circunstancias de cada uno (familiares, escolares, sociales).
La etiqueta sirve a una diversidad de intereses, cuyo mayor perjudicado a largo plazo quizá va a ser el niño. Como quiera que el “TDAH” se refiere a un problema (un problema no es una enfermedad), se debería hablar de ayudas referidas al problema concreto (rendimiento, comportamiento, autocontrol, aprender a esperar). Existen numerosas ayudas familiares y escolares sin pasar por la macdonalización del diagnóstico.


Acompañar, escuchar, vaciar

Me gustaría hablar también de las "alternativas", de otras prácticas posibles más allá de la solución médica. Habláis de "acompañar", de que acompañar es precisamente no "etiquetar", sino acoger la singularidad. ¿Podéis contarme más y casos concretos?
JRU: Acompañar es interesarse por lo que le pasa al otro y no sólo por lo que hace o no hace. Ocuparse de lo que le angustia y le hace sufrir, más allá de los ideales previos que tengamos sobre o para él.
Una historia: una adolescente viene a vernos porque no puede evitar cortarse, en piernas y brazos. Su madre tiene muchos problemas con el alcohol y su padre quedó lejos, en su país de origen. Esta chica se encuentra muy desorientada y no puede evitar producirse esas heridas, que luego enseña a los adultos. Hay que tomar eso como una demanda y acompañar ahí es poner en valor sus invenciones. Ella dibuja muy bien, en tonos góticos, pero le cuesta mostrar su obra. Yo le animo a hacerlo y ella empieza a hacer fotografías en bosques donde recorta algo del paisaje (ramas, lagos...) para crear una imagen propia, algo fragmentada. Esos recortes le ayudan a frenar sus cortes y puede entonces mostrar al otro su obra, separada del cuerpo. Ya no nos enseña sus marcas/heridas, sino sus dibujos y fotografías. Es un progreso importante para ella.
MPA: Otro caso puede ser “el niño que cambió a su profesor”. Los profesores suelen tener expectativas positivas o negativas de los niños, las cuales funcionan a veces como profecías autocumplidas para bien y para mal. Si un profesor no espera gran cosa de un niño puede que al final el niño sea así en parte porque se le presta menos atención, no se espera que sepa las cosas, etc. Los niños también tienen expectativas de los profesores: que no le van a preguntar, que sólo se fijan en él cuando se porta mal, etc.
El profesor y el niño pueden estar en un bucle de negatividad, como un niño que vimos en el servicio de psicología de un centro. Convenimos con el niño en que sorprendiera al profesor teniendo las cosas hechas, mostrándose voluntario, atendiendo, a ver si el profesor se daba cuenta. A la par, sugerimos al profesor que observara posibles cambios en el niño. De esta manera, se rompió el bucle de expectativas negativas mutuas en favor de una dinámica de positividad. Entendemos que la clave estuvo en hablar con el niño, comprender su posición, ponerse de su lado y acompañarlo en el experimento convenido y experiencia resultante.

Ese acompañamiento pasa por otra relación con el "síntoma". ¿Qué es el síntoma? ¿Cómo sería esa otra relación?
JRU: El síntoma es la “solución” singular no programada, la que cada uno inventa para vivir. Tiene una clave de mensaje, cifra algo de nuestro inconsciente, pero también indica un modo de funcionamiento y por tanto de goce. Acompañar es ayudarles a descifrar algo de ese mensaje, pero sobre todo a hacer de ese síntoma algo que les permita un lazo con el otro y una satisfacción querida, evitando el aislamiento y la pulsión más destructiva. Ser hiperactivo puede conducirte a lo peor (fatiga, enfermedades, accidentes), pero si uno lo pone a trabajar, con ayuda, ese síntoma puede terminar siendo su clave para relacionarse con los otros y satisfacerse con su cuerpo.
MPA: A diferencia de su sentido médico, un síntoma pide ser escuchado e interpretado en el contexto de la persona y sus circunstancias, no explicado en términos de mecanismos y eliminado como una mera molestia. En una perspectiva fenomenológico-hermenéutica, el síntoma es una anomalía (una formación de compromiso o un “arreglo neurótico” según la magnífica expresión de Adler), pero no un fenómeno anormal, aberrante, enfermo en un sentido médico. Más allá de su sentido médico, la noción de síntoma también se podría usar como diagnóstico de una sociedad. Así, por ejemplo, el “TDAH” dice tanto o más de la sociedad en la que vivimos que de un niño al que se aplique.

Habláis también de la importancia de "vaciar": vaciar de actividades y objetos que saturan los espacios para que los chicos puedan elaborar sus experiencias, encontrar sus propia soluciones, experimentar positivamente el aburrimiento. ¿Cómo se vacía hoy en el régimen de lo hiper?
JRU: Poniendo en juego la movilidad y el objeto ’nada’. Frente al parasitismo de los objetos de consumo que nos alienan, hay que recuperar la movilidad como una oportunidad de aprendizaje y de vínculo. Parte de la “epidemia” del TDAH se debe a que la pasividad de muchos métodos de aprendizaje convierte al movimiento en una conducta perturbadora y, por tanto, susceptible de ser clasificada como trastorno, ¡cuando en realidad debería ser un medio de aprendizaje! El objeto ‘nada’ es sostener el intervalo, aguantar cierto vacío para confiar en que de eso saldrá algo. Hace poco, el colegio elitista británico de Eton confiscó los móviles a los alumnos por la noche. En lugar de un motín, los docentes encontraron un alivio en los chicos que pudieron descansar sin el imperativo de responder mensajes o likes.
MPA: Elaborar experiencias siempre es un proceso intersubjetivo, en relación con otros, con adultos y con otros niños. Las situaciones cotidianas, los juegos y los cuentos infantiles son contextos naturales para el desarrollo de la autorregulación emocional y de la relación con los demás. “Que nos quiten lo leído” es el eslogan de una exposición de treinta años de literatura infantil y juvenil en Asturias. Se echan de menos la lectura y los juegos tradicionales, al aire libre, en grupo, entre varios, donde los niños cooperan, compiten, resuelven conflictos, se enfadan y hacen las paces, aclaran la reglas o convienen otras, aprenden a esperar turno, algo que no está en los vídeo-juegos y las tabletas.

Diseñando hijos: la loca paternidad posmoderna.


La paternidad se empieza a plantear 
como el gran proyecto de crear un hijo perfecto.






La hiperpaternidad: 
marcaje, hiperprotección, sumisión a los deseos del niño, 
intromisiones en la escuela, desescolarización, 
individualización, aislamiento…

hiperpaternidad

Los libros de crianza colman las librerías. 
Las tesis de unos contradicen a las de otros. 
O las copian y refríen; tanto da, se venden igual. 
Los padres leen para fabricar al hijo perfecto, exitoso, emocional, feliz, creativo, sereno, intrépido: al hijo total. 
Libros tramposos y alentadores con títulos como Todos los niños pueden ser Einstein.

Un mercado triunfa cuando canaliza un deseo, y estos contenidos, presentados como ciencia jovial, te dicen que tu niño puede ser exactamente como tú quieras. Solo hay que motivarlos, escucharlos, guiarlos, moldearlos. «El hijo es el gran proyecto», señala Eva Millet, periodista y autora de Hiperpaternidad, «es la obra maestra a la que vas a dedicar todo, es un signo de estatus. Lo que hace tu hijo dice mucho de ti».

La maternidad sagrada y religiosa se desarboló como un suflé. Hoy surge una concepción de santidad laica. La maternidad evangélica sometía a la mujer; la versión laica somete a la mujer, incluye al hombre y vacía los bolsillos.
El niño nace con el cerebro en blanco y aprende como una esponja. Esta premisa es una mina de oro: todo está por hacer y los padres pueden diseñar a sus hijos a su antojo. Deben formarse, tecnificar la crianza. Una mina de oro y una falacia: que el cerebro nazca de ese modo no implica que puedas volcar en él lo que desees ni elegir el orden y el gusto con que el pequeño dirigirá su atención.

«Hay neuromitos educativos que ponen muy nerviosos a los padres. Dicen que tienen que aprender mucho antes de la escuela, que es el momento en que el niño va a aprender música, idiomas y va a ser un genio… Se está cambiando el patrimonio de la infancia, cada vez tienen menos tiempo de jugar», explica Millet. Es una de las vías de acceso a la hiperpaternidad: marcaje, hiperprotección, sumisión a los deseos del niño, intromisiones en la escuela, desescolarización, individualización, aislamiento…

Millet lo achaca a, entre otras cosas, el momento hipercapitalista que vivimos: ya no tomas un café, tomas un café con moca o leche de avena o estevia o sirope de agave. «Todo está muy compartimentado. También sucede con la crianza de hijos. Aquí hay veinticinco mil métodos y libros, todos con esa idea subliminal de que lo que tú hagas va a marcar a tu hijo y será esencial en que triunfe o no».

El exceso de oferta suma al perfeccionismo de los progenitores el factor de la incertidumbre. Cada sistema marca un camino y ofrece un bufé de investigaciones que lo avalan. Tanta vuelta para lo mismo: al final, un padre ansioso debe guiarse por pura fe; agarrarse a un método con devoción. La superstición siempre ha inundado la crianza. Ahora sigue haciéndolo, pero vestida de ciencia.

El naming del chiquillo

Las primeras pinceladas del diseño se aplican con la elección del nombre. Antiguamente el proceso consumía pocos minutos para la mayoría de la gente, es decir, para la gente pobre. Se escogía casi automáticamente: por ejemplo, replicando el de familiares o colocando el santo del día por muy feo que sonara. Al margen de si es mejor o peor, la cuestión es que se operaba por inercia o por afán de asentar lo común, de reconocer al niño como parte del grupo amado.
Hoy ponemos los nombres hacia fuera: seductores, originales, suaves o chispeantes, dependiendo del carácter que quiera imprimirse.
Google arroja veintiún millones de resultados con consejos y reflexiones sobre el asunto. En muchas páginas se asegura que el nombre influirá en la vida del niño. La revista Hola: «Si nos imaginamos al bebé con personalidad alegre y positiva, buscaremos un nombre que se asocie a esto… El significado del nombre es importante ya que psicológicamente puede influir». A la soberana del papel cuché la leen diez millones de personas.
«Esto viene de las celebrities. Ahora hay que buscar los nombres más raros y más diferentes porque, claro, mi hijo es tan especial, tan único que cómo lo voy a llamar Pepe o Juan», opina Millet.
Ocurre también con métodos como la crianza por apego, que sigue rutinas como la lactancia prolongada, el colecho (dormir con ellos) o trasladarlos mediante porteo y no en carricoche. Otra forma de entender que el buen futuro de un niño depende de la presencia ubicua de los padres. «Procede en parte de la clase alta americana. Viene de las millonarias, pero aquí se plantea como una cosa alternativa, casi anarquista», apunta Millet.

Necesitar la escuela perfecta

En abril de 2018, TV3 emitió un reportaje de tono inspiracional que relataba la travesía de dos padres para elegir la mejor escuela para su hija: abandonaron total o parcialmente sus puestos de trabajo, compraron una caravana y viajaron durante veinte días por Cataluña para encontrar el colegio idóneo. Lo encontraron en el municipio de Estany y echaron el freno de mano. En el momento de publicación de la pieza, la pequeña familia vivía en el vehículo a unos cuantos metros del centro elegido.

Padres con archivos Excel imposibles, padres de excedencia, padres que inventan intolerancias alimentarias para ganar puntos y acceder al centro de sus sueños. La Conselleria d’Ensenyament catalana optó por eliminar el sistema que otorgaba puntos a los niños con este tipo de problemas digestivos. Lo hizo, entre otras cosas, para limitar los intentos de fraude.
¿Qué pasa si aceptas, simplemente, el centro que te toca por proximidad? «Casi parece que eres mal padre», lamenta Millet, «las escuelas públicas están muy bien, todas quieren educar y enseñar a nuestros hijos, pero este modelo de paternidad las están cuestionando mucho».

Hay familias que discrepan de la educación reglada y deciden explorar otros territorios. Bien en centros alternativos o bien enseñando a sus hijos ellos mismos. Estos últimos, se llaman homeschoolers.
Madalen Goiria, experta en Derecho Civil, ha estudiado a fondo el fenómeno desde 2015. No hay datos oficiales. Cuenta Goiria que, desde el punto de vista estadístico, quienes educan en casa y quienes optan por proyectos no homologados son indistinguibles. Para la Administración, «mandar a tus hijos a escuelas como Montessori, Freire o Wild es como mandarlos a una escuela de macramé». No obstante, afirma Goiria, estas instituciones están creciendo como setas.

¿Por qué las familias deciden echarse al monte educativo? «A las familias no les gusta el sistema habitual porque está basado en unas motivaciones ajenas a la manera de sentir de los padres: porque usan el sistema de premio y castigo, porque usan libros de texto, porque siguen procedimientos autoritarios y directivos…», resume Goiria.

¿Qué entienden por métodos autoritarios? «Tienen que comer a una hora determinada, que hacer fichas a la hora en que se le ocurre al profesor aunque ellos no quieran hacerlo, tienen que dormir a la hora que le conviene al centro», explica.
Estas familias prefieren unos procedimientos más abiertos: «Que los padres puedan intervenir en el centro y ayudar a sus hijos a adaptarse un medio distinto, que no tengan que ir el primer día y dejarles solos y que si lloran, los dejen así porque ya se acostumbrarán y pararán de llorar. Esto hay familias que no lo ven».

La implicación no se limita a la aclimatación al medio: «Quieren tener un ámbito de decisión mayor en cómo se produce la participación del menor en el proyecto educativo, en qué condiciones, por qué…». Se alegan también «problemas de socialización». Por un lado, el acoso. Por otro, formas más leves de conflicto. «Que alguna característica específica que tenga el menor le haga ser víctima del sarcasmo del resto. Ahí se produce como defensa la desescolarización y el acudir a medios más amables, humanos y adaptados a sus características».
Este tipo de escuelas, al no ser concertadas, son caras. No todos se las pueden permitir. «La educación de calidad es cara», puntualiza Goiria. Hay padres con ingresos suficientes y otros que viven con austeridad y se privan de todo para poder regalar a sus hijos esa formación. En muchos casos solo trabaja el padre: la madre, poco a poco, primero por baja maternal, luego por reducción de jornada o excedencia, acaba centrada solo en la crianza.

Estas tiranteces entre el ámbito privado y el público, entre la esfera de control parental y la esfera de la vida exterior, se infiltran también en las escuelas tradicionales. Los padres se implican, piden cada vez más cuentas de lo que ocurre dentro del centro, solicitan tratos especiales para sus hijos.

La socióloga de la Universidad de Valladolid Almudena Moreno ha observado el fenómeno: «El maestro está amenazado, por un lado, por la complejidad de la sociedad informativa en la que vive el niño y, por otra parte, por el papel tan protagonista que quieren tener los padres en el proceso educativo. Está bien que se impliquen, pero puede correrse el riesgo de que cuestionen la función del maestro».

La tecnología consigue que el mundo escolar pertenezca cada vez menos a los chavales. En el microcosmos de la escuela, los pequeños ensayaban su independencia, su capacidad de influir y aprender de un ecosistema social que no controlan del todo. Pero hoy proliferan sistemas para avisar ipso facto a los padres cuando el menor falta a clase. Hay guarderías como El Parque de Pozuelo, que instala cámaras en las aulas para que los padres espíen a sus hijos siempre que lo deseen.
Algunas escuelas informan día a día de lo que sucede en las clases. Y los grupos de Whatsapp de padres son la normalidad, y el caos.

Ferran (nombre ficticio) es tutor en un colegio público de Alicante. «Hay muchos niños que están perdiendo el hábito de anotarse los deberes en la agenda porque dicen que, total, luego su madre lo pregunta por el grupo y se lo dice». En su opinión, estos chats reflejan la «inseguridad de los padres», que necesitan la confirmación de los demás en todo para estar seguros de no tropezar ni en lo más nimio. «Se vuelven locos con cualquier cosa». Si se dice que los chavales tienen que llevar una camiseta roja para un festival, los padres se sienten golpeados por un tsunami de dudas. «¿Roja? ¿Roja lisa? ¿Roja a rayas?».

Los padres no solo respetan hasta la sumisión los gustos o apetencias de sus hijos, sino que tratan de que el centro replique su actitud. A Ferrán le sorprende el número de niños con alergias alimentarias en su centro. Algunas, rocambolescas. «Yo no me las creo, les pido el certificado médico porque si no, sería un despiporre. Aquí tenemos un niño que siempre que tocan habichuelas, llega su madre y pide dieta blanda», relata.

Baja tolerancia a la frustración

Existe una tensión entre el deseo paterno de crear un mundo inocuo de probeta para sus hijos, sin fricciones, alejado de toda posibilidad de dolor y adaptado plenamente a su sensibilidad (a la sensibilidad que ellos tratan de diseñar) y el mundo real, externo, escolar.
Los padres se documentan y se aplican para dar sentido a un axioma contemporáneo: todos los niños son especiales, hay que proteger la singularidad del niño; o también: el éxito depende de la motivación. Como en toda fe, afloran paradojas: en la época en que los padres se involucran con más fuerza en cada paso de sus hijos, resulta que las malas notas no son responsabilidad suya ni de los pequeños, sino de que el maestro no sabe motivarlos. Y si no: «Ellos dicen: “Mira el niño que no se comporta, que no aprueba; es porque tiene una baja tolerancia a la frustración”, y lo dicen como si fuera una enfermedad crónica», cuestiona Eva Millet.

La hiperprotección logra que los obstáculos y los pequeños tropiezos se agiganten y se conviertan en un problema de remanencias médicas. Si un problema es médico, significa que es ajeno a la esencia del menor, que no compromete su ser genial.
El último estudio del Plan Nacional sobre Drogas reveló que, en 2017, uno de cada seis adolescentes tomó ansiolíticos para soportar la tensión de los exámenes o el trago de una ruptura sentimental. La edad de inicio se adelanta a los 14 años. La primera droga, como recogió la Cadena SER, es psiquiátrica y se prueba antes que el alcohol o los porros.

La angustia de poder elegirlo todo

Un niño protestaba con la espalda pegada a una valla en una calle del centro de Madrid. Las dos manitas agarrando fuerte uno de los travesaños. Lagrimeaba sin convicción, amenazaba con patalear. No se entendían sus quejas, tenía edad para hablar, podía hablar, pero soltaba gruñiditos. Ansioso, dubitativo.

No le convencía nada de lo que le sugerían sus padres. Sus padres. Ella, con el carrito del hermano; él, argumentando: «Venga, te vienes con el papá a poner gasolina y cogemos una pizza y vemos una peli, ¿eh?, ¿vale?». Ella: «¿O prefieres venirte con mamá y te pones los dibujos hasta que venga el papá?». El chaval se inflaba y desinflaba como una colchoneta de playa. No decía ni sí ni no.

Es la escenificación infantil, despojada de recursos intelectuales, de una crisis existencial. La angustia de la libertad, de que todo esté abierto. El único asidero ante tales aflojamientos del ser es la rutina, la inercia: que exista un tejido de cosas prosaicas inmutables, que no haya que ponderar, valorar y decidir. Esos automatismos pueden dejar de cuajar por la acción de los padres que creen que debe debatirse, consensuarse y negociarse cualquier acción.

«La familia no es una democracia. Hay una jerarquía. Claro que los hijos tienen derechos, pero no podemos estar preguntándoles todo el tiempo, dándoles la responsabilidad de qué van a cenar, qué se van a poner o si se quieren duchar. Se pregunta todo porque así somos más guays y más democráticos, pero no hace bien», critica Millet.

Los nuevos padres son padres tardíos. Han tenido tiempo de formarse, de analizar cómo ejercían la paternidad sus semejantes, de criticarlos, de convencerse de que lo pueden hacer mejor.  Han asumido, además, que sus propias taras provienen de su crianza. Han detectado los fallos de sus progenitores, de sus entornos. Han caído en la ilusión de la infoxicación: creen que todo lo que influirá en el desarrollo de una persona es accesible y puede aprenderse.

Temen que se repita la precariedad, la inseguridad, la crisis: quieren blindar a sus hijos, que sean los más formados y preparados, a pesar de haber comprobado que eso garantiza pocas cosas. Quizá sea una reacción defensiva: necesitan creer que controlan lo que, finalmente, la vida hará con sus pequeños.