Introducción
Cuando perdemos algo que es emocionalmente importante para nosotros, ya sea una persona querida, una casa, un trabajo… experimentamos sentimientos dolorosos –tristeza, añoranza, rabia, impotencia, falta de concentración, bloqueo– que van evolucionando a lo largo de un proceso que llamamos duelo. No todos los duelos ni la intensidad de las emociones que los acompañan son iguales. Coincidiremos en que la intensidad máxima corresponde a la pérdida de una persona muy próxima y muy querida –un hijo, una pareja, un hermano, un padre… El dolor que nos genera es como un agujero frío en el corazón cuyo cierre nos parece imposible.
Sin embargo, aun en estos casos es posible superar el duelo de forma saludable cuando aceptamos la pérdida, integrándola en nuestro relato vital. En este momento dejamos de intentar retener lo perdido y empezamos a sentir que somos capaces de poner toda nuestra atención en otras relaciones y en nuevos proyectos. El recuerdo persiste, pero no invade. Los rituales sociales (funeral, despedida) o los documentos acreditativos (trabajo, casa) ayudan a reconocer esta pérdida al señalar el punto final de esa pertenencia o de ese vínculo.
No obstante, las pérdidas pueden no ser tan claras. Pensemos en las personas desaparecidas en una guerra o en un desastre natural, en las personas secuestradas, en los emigrantes y refugiados desaparecidos intentando cruzar las fronteras… Una verdadera lista negra que tiende a crecer y que afecta a millones de personas. Al no existir pruebas que permitan darlos por muertos, sus familiares sufren su ausencia mientras se aferran a la esperanza de encontrarlos con vida. Con el tiempo, la esperanza se puede reducir a encontrar al menos sus restos. Solo en estos dos supuestos, el reencuentro o la certificación de su muerte, las personas sienten que podrían continuar de nuevo con sus vidas, liberadas de esta incertidumbre que las paraliza. Mientras tanto, las informaciones intermitentes hacen que la experiencia, de por sí traumática de la pérdida, sea una experiencia continuada. Por otra parte, al tratarse de una pérdida no reconocida socialmente, los afectados la viven en una dolorosa soledad.
El 24 de agosto del 2019 Blanca Fernández Ochoa salió de casa y no volvió. Cuatro días después la familia denunció su desaparición y once días después apareció su cuerpo sin vida en un pico de la sierra madrileña de Guadarrama. La hermana de Blanca hizo entonces la siguiente declaración pública: ”Lo importante no es el cómo, sino que ya no está y ahora toca empezar una nueva vida” . Esto no era posible durante los días que duró la búsqueda, una auténtica montaña rusa marcada por la incertidumbre y por repetidas esperanzas y sus consiguientes hundimientos. A pesar del fatal desenlace, para la familia de Blanca este periodo de incertidumbre fue relativamente corto, teniendo en cuenta que se podría haber alargado mucho más, incluso años, dejándola con un duelo permanentemente abierto.
Por otra parte, también experimentan pérdidas no cerradas los familiares de enfermos aquejados por enfermedades mentales degenerativas (Alzheimer, demencias) o de personas en estado de coma. Están y no están. No es posible relacionarse con ellas, al menos de la forma en que lo hacían antes de la enfermedad.
Las personas afectadas experimentan una “Pérdida Ambigua”, concepto desarrollado por Pauline Boss, una terapeuta familiar estadounidense que ha trabajado con familiares de enfermos de alzheimer, de soldados desaparecidos, de las víctimas del 11-S y con personas afectadas por duelos migratorios. Ella es la autora del libro La pérdida ambigua. Cómo aprender a vivir con un duelo no terminado[1].
De acuerdo con su teoría, existen dos tipos de Pérdida Ambigua:
.- Cuando los miembros de la familia están físicamente ausentes, pero psicológicamente presentes, como ocurre en el caso de personas desaparecidas.
.- Cuando los miembros de la familia están físicamente presentes, pero psicológicamente ausentes, como ocurre en el caso de personas mentalmente enfermas.
Los límites de la familia se desdibujan con miembros que no están física o psicológicamente del todo presentes pero siguen siendo parte.
Las personas afectadas por una pérdida ambigua pueden experimentar un bloqueo y una alteración en todos los órdenes de la vida, especialmente los relacionales, pero también en los proyectos, ya que todo pasa a depender de una incertidumbre. Por otra parte , la impotencia, el enfado, la culpa (“Debería haber hecho o dicho…”), la negación de lo hechos (“Estáis exagerando, tiene ratos buenos…”), son emociones que se asocian a la pérdida ambigua y que pueden llevar a la depresión. Boss señala el duelo por la pérdida ambigua como uno de los más devastadores al mantenerse repetida e indefinidamente, con síntomas semejantes a los del trastorno por estrés postraumático.
Sin embargo, los adultos con suficiente madurez emocional pueden desarrollar estrategias que les permitan seguir adelante, aceptando que la ambigüedad de la pérdida forma parte (y solo una parte) de sus vidas. Estas estrategias dependen de sus recursos personales, sociales, asistenciales, económicos, y culturales. Después de un tiempo de bloqueo llegan a un punto de inflexión en el que deciden ACTUAR o bien iniciando su propia búsqueda o bien encontrando un sentido a la pérdida.
En la película El intercambio [2](Eastwood, 2008), basada en hechos reales, la señora Collins (Angelina Jolie) no dejará de buscar a su hijo desaparecido a lo largo de toda su vida, pero el haber contribuido a esclarecer los hechos, a demostrar la ineptitud de unos mandos policiales y a ayudar a otras familias envueltas en el mismo caso le devuelve la esperanza necesaria para continuar con su vida.
Asociarse con otros afectados es otra acción estratégica común entre las personas afectadas por una pérdida ambigua , que ofrece soporte y refuerzo para conseguir avances en la investigación o cambios en la sociedad que impidan que estas desapariciones físicas o psicológicas se repitan. Con este objetivo, surgen asociaciones tales como las de familiares de enfermos de Alzheimer o de personas desaparecidas en conflictos armados o en sociedades con altos niveles de violencia.
Las pérdidas ambiguas durante la infancia
Llegar a convivir con la pérdida ambigua de una persona querida puede ser mucho más difícil para un niño o niña (divorcio, emigración de los padres, desamparo). Su falta de madurez y de autonomía le impiden desarrollar las estrategias (aceptación y acción) utilizadas por los adultos.
Fuera del sistema de protección, tanto si la pérdida es definitiva como ambigua, los niños, niñas y adolescentes llevan a cabo el duelo en su propio entorno y en compañía de otros familiares: figuras de apego principales (el otro progenitor) y secundarias (hermanos, abuelos…). Estas personas, así como los objetos, el espacio físico y las rutinas cotidianas, juegan un papel balsámico durante el proceso de duelo en la medida en que se muestren inalterables y sinceramente empáticos.
El periodista Xavier Sardà en su libro autobiográfico Mierda de infancia[3] narra la experiencia de perder a su madre a los ocho años de edad. Mientras el padre y los hermanos mayores se reorganizaban, Xavier y su hermano de cuatro años fueron acogidos, durante un curso escolar y sin demasiadas explicaciones, por unos parientes lejanos que vivían en otra localidad. Los dos niños sufrieron simultáneamente una doble pérdida: una definitiva (la madre) y una ambigua (su padre, sus hermanos mayores y su entorno). Sardà recuerda lo que pensaba en aquel entonces: “…Desearía estar ahora en cualquier otra casa, donde viven sin pensar en otros mundos” (p. 55). No he encontrado un mejor ejemplo de lo que supone una ausencia física y su abrumadora presencia psicológica en la cabeza de un niño o niña. Más adelante, cuando regresa a su familia y a su barrio, siente al mismo tiempo la ausencia de la madre y el alivio de la compañía de los suyos: “Aquí estamos; más solos, pero más unidos que nunca” (p. 102).
Cabe pensar que gran parte de los niños, niñas y adolescentes que, para su protección, han sido separados de su familia y del entorno correspondiente podrían estar experimentando el primer tipo de pérdida ambigua. Todo aquello que les era familiar (padres, parientes, amigos, maestros, mascotas, casa, escuela, objetos, incluso nimiedades para los adultos, como los sabores preferidos…) está físicamente ausente, pero psicológicamente presente. Un auténtico universo psicológico. El duelo por estas pérdidas ambiguas puede ser más doloroso para ellos al encontrarse en un entorno extraño y en ausencia de las personas que les son familiares. Los niños, niñas y adolescentes saben que su mundo, el único mundo que conocen, sigue existiendo y que continúa sin ellos.
Después de la publicación del libro de Pauline Boss, la pérdida ambigua y su manifestación en los niños, niñas y adolescentes que están en el sistema de protección y en los jóvenes ex-tutelados han sido objeto de consideración por parte de investigadores y de profesionales estadounidenses del ámbito de la familia y del cuidado alternativo.
Describiré sucintamente los resultados de dos estudios realizados con niños, niñas y adolescentes acogidos y con jóvenes ex-tutelados, basados en las propias opiniones y sentimientos expresados por los participantes en entrevistas semiestructuradas. En el primero de ellos, los investigadores pretendían saber si los síntomas de malestar emocional que presentaban estos niños, niñas y adolescentes se correspondían con los de un duelo por pérdida ambigua. En el segundo, se analizaron las implicaciones de su pérdida ambigua en su concepto de familia al salir del sistema de protección por mayoría de edad.
A continuación veremos dos propuestas para evitar o reducir las pérdidas ambiguas cuando los niños, niñas y adolescentes se encuentran en situaciones de riesgo o de desamparo, y algunas de las recomendaciones ofrecidas por los expertos para ayudar a estos niños, niñas y adolescentes a reducir la ambigüedad de estas pérdidas.
La pérdida ambigua en niños, niñas y adolescentes acogidos
Robert E. Lee y Jason B. Whiting[4] encontraron todos los síntomas asociados a la pérdida ambigua en una muestra de 23 niños y niñas entre 7 y 12 años, a los que se pidió que relataran su experiencia de ser acogidos, y en otra muestra de 182 niños y niñas entre 2 y 10 años, a los que se pidió que interpretaran unos dibujos que mostraban idílicas escenas de un cachorro de perro con su familia.
Algunos describían así su pérdida ambigua: “Estaba a punto de llorar cuando estábamos hablando de mi madre…No creo que la vaya a ver nunca. Ellos dijeron que la iba a ver, pero…” (p. 419).
Otros estaban indignados con su propia madre: “Me enojo cuando pienso que podría haberme cuidado mejor” (p. 420), con sus actuales cuidadores: “Te quitan a tus padres. Arruinan tu vida” (p. 420) o con el juez que dictó la sentencia: “Dijo que me escucharía y nunca lo hizo. ¡Yo quería arrestar al juez!” (p. 420).
Otros mostraban confusión acerca de las razones por las cuales habían sido separados de su familia y sobre lo que sucedería en el futuro: “Creces con tus padres de acogida, piensas que son tus verdaderos padres y una vez que vas volviendo a tus verdaderos padres piensas ‘¿Qué diablos? ¿Quiénes son?’ Es difícil para un niño pequeño” (p. 420).
Las especulaciones sobre su futuro mostraban su incertidumbre y falta de control: “Tú tienes que seguir moviéndote, moviéndote y moviéndote hasta que finalmente alguien te para. Toda esa mierda” (p. 420).
Los conflictos de relación fueron reconocidos por muchos de ellos: “…Luego me fui porque la gente no podía tratar conmigo” (p. 421), así como el sentimiento de culpabilidad: uno de los niños cuya madre estaba en la cárcel pensaba que no volvería a verla hasta que “no mejore mi comportamiento” (p. 421), y la negativa a hablar sobre lo sucedido: algunos niños no quisieron ser entrevistados o decidieron no responder a determinadas preguntas (p. 421). Las idílicas imágenes de la familia perruna les sugerían tristeza, enfermedad y muerte, además de ver conflictos en todas ellas (pp. 421-425).
Jae Ran Kim, en su artículo “Ambiguous Loss Haunts Foster and Adopted Children”[5], añade otros síntomas de pérdida ambigua observados en estos niños, niñas y adolescentes: entumecimiento emocional, mal humor, falta de concentración, ambivalencia, indecisión, extrema sensibilidad a las pequeñas pérdidas cotidianas…, así como síntomas físicos tales como cambios en los patrones de alimentación, del sueño, incontinencia, etc.
Aplicando el marco teórico de la Pérdida Ambigua, muchas de las manifestaciones de malestar emocional (la ira intensa, sumisión, autosuficiencia emocional), podrían ser normativas y reactivas a una pérdida (experimentada como un abandono) no resuelta, propias de un duelo abierto que en los niños, niñas y adolescentes se convierte en una aterradora combinación de culpa, impotencia, ansiedad y miedo a ser abandonados de nuevo.
La pérdida ambigua en los jóvenes ex-tutelados
Un sueño no realizado, cuyo alcance es considerado vital, puede ser experimentado como una pérdida ambigua. La mayoría de nosotros hemos tenido la suerte de crecer en el seno de una familia razonablemente estable en su dimensión relacional, física y legal. Como consecuencia, asociamos la palabra hogar a un lugar y a unas personas con las que, desde nuestra más tierna infancia (desde la fase intrauterina), mantenemos vínculos inquebrantables (pase lo que pase) e incuestionables. La imagen es tan tentadora, ofrece tanto abrigo y seguridad que es natural que sea el sueño no realizado de aquellos niños, niñas y adolescentes que por los azares de la vida se han visto en algún momento desprovistos de estas figuras protectoras y, en consecuencia, se han sentido solos y en la intemperie.
Gina Miranda Samuels, en su artículo de 2009 “Ambiguous Loss of Home”[6], trata de interpretar los relatos de una muestra de jóvenes ex-tutelados que habían salido del sistema de protección por mayoría de edad. A estos jóvenes se les preguntó cómo se sentían con respecto a su ideal de familia y el significado que para ellos tenía pertenecer a una familia.
En todos ellos encontró una misma idea de familia: una familia “real” y un lugar llamado “casa”. Al tratar de definir una familia “real” se referían a unas personas que las habrían cuidado desde siempre y con las que mantendrían lazos perdurables e inquebrantables. Y “casa” era para ellos el lugar habitado por estas personas y al que ellos tendrían libre acceso (llave) y libre disposición (abrir la nevera, cocinar, reír y comer juntos…). Evidentemente, estos jóvenes estaban hablando de un sueño anhelado, pero inalcanzable para ellos.
Mientras estuvieron acogidos, transitaron dos o más veces entre distintos recursos residenciales y familiares. Los repetidos intentos de vinculación y posterior desvinculación les desesperanzaban. Uno de los jóvenes entrevistados manifestaba lo siguiente: “…más que un sentido de hogar, tienes un sentido de supervivencia” (p. 1233). Su hogar ideal se iba alejando hasta convertirse en un quimera. A pesar de ello, siguieron pensando en que la clave estaba en regresar con su familia biológica al alcanzar la mayoría de edad. El último cartucho. Su libertad les permitiría ACTUAR por sí mismos e ir en busca de aquellas personas con las que construir una auténtica familia. De ahí su “lealtad vigilante”, rechazando sustituciones por miedo a traicionar a su familia de origen o a su irrecuperabilidad en caso de adopción.
Para ejecutar su plan, muchos de ellos trataron de conectar con su familia biológica. Sin embargo, en no pocos casos la realidad con la que se encontraron fue decepcionante. Más que la soñada conexión relacional, se producía un desencuentro porque las dificultades de los padres persistían y porque la concepción de vínculo familiar se adquiere durante la infancia temprana, cuando el niño o la niña es totalmente dependiente de los cuidados y del afecto de sus cuidadores.
Estos jóvenes daban una especial relevancia a la dimensión relacional de la identidad familiar, que es distinta y, a veces, independiente de las dimensiones física y legal. El sistema de protección se propone proporcionar al niño una familia estable en sus dimensiones física y legal (reunificación o adopción), y estaría prestando menos atención a la dimensión relacional.
Por otra parte, Samuels deduce que para estos jóvenes la separación de su familia biológica y su ubicación en diferentes hogares de acogida fue una experiencia traumática que conllevó sucesivas pérdidas ambiguas que no llegaron a tener ningún sentido para ellos.
¿Como evitar o reducir las pérdidas ambiguas sin comprometer la seguridad de los niños, niñas y adolescentes?
A pesar de los esfuerzos en sanarla, la herida de las pérdidas, tanto definitivas como ambiguas, en edades tempranas puede ser profunda y su manifestación extemporánea e inesperada. Su inmadurez emocional los hace demasiado vulnerables a las pérdidas de tal magnitud. Más que adaptables, los niños son “afectables”, como dice Francisco González Sala[7].
Escribe Sardà sobre su hermano pequeño, años después de la muerte de su madre y de la emancipación de los hermanos mayores:“Juan anda con gente perdida en el mismo laberinto mental. De libro. Juan, el que de niño parecía tan tranquilo, el que sonreía por todo[…]. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué podemos hacer?” (p. 238). Juan morirá a los 26 años en su “laberinto”.
La significativa correlación entre experiencias infantiles de pérdida de referentes y las dificultades emocionales de diversa gravedad en la edad adulta nos debe llevar a la conclusión de que la mejor pérdida es la que no se produce y que toda prevención es poca.
Excluyendo los casos graves de abuso sexual (6%) y de maltrato físico (16%) según el Boletín de datos estadísticos de medidas de protección a la infancia. Número 23. Datos 2020 del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030[8], la mayor parte del maltrato que justifica que el niño sea alejado de su núcleo original es la negligencia por parte de sus progenitores, muchas veces atrapados en múltiples dificultades fuertemente entrelazadas entre sí. Es para este 78% de los casos para quien es necesario encontrar respuestas a la pregunta formulada.
La preservación familiar y el acogimiento familiar (con o sin parentesco) en la propia comunidad de origen, tal como lo propone Javier Múgica[9] dentro del manifiesto
Siete Retos del grupo
Renovando desde dentro, tienen la ventaja adicional de evitar que los niños sufran estas pérdidas ambiguas o sólo las estrictamente necesarias para su seguridad.
1- Evitar la separación. Apostar por la Preservación Familiar y la protección comunitaria
Las dificultades de las familias no vienen solas. Acostumbran a ser como una bola de nieve. La primera debilita para la siguiente. Si estás enfermo, si estás solo, si no tienes formación, si tienes un modelo de apego inseguro o fuiste victima de maltrato durante la infancia, si no tienes papeles, si no tienes fuente de ingresos suficientes, si no tienes un lugar seguro donde vivir… eres carne de cañón, tú y tu familia. Atender todas estas necesidades que dificultan el cuidado adecuado de los hijos es un compromiso del Estado que asume al ratificar la Convención sobre los Derechos del Niño (Artículo 4).
Sin embargo, para intervenir con la familia se espera a que se encuentren en situación de riesgo extremo y que alguien lo denuncie. Pequeñas intervenciones, que no tienen porque ser siempre técnicas ni formales, pueden llegar a tiempo para que un pequeño cambio, una pequeña ayuda, una mínima concienciación por parte de los padres, restablezca el equilibrio (concepto de Iñigo Martínez de Mandojana).
Desde los centros escolares se puede generar confianza y crear complicidades entre los docentes y los padres. En la película Hoy empieza todo [10](Tavernier, 1999), su protagonista, un empático, pero desbordado maestro infantil, se culpabilizará eternamente por no haber atendido a una madre, cuya problemática ya conocía, en el momento en el que ella se lo pidió.
Desde los centros de salud primaria se pueden detectar malestares emocionales en los niños, niñas y adolescentes y en sus familias que pueden mejorar con el simple hecho de compartirlos con el médico. No hay por que esperar a que te deriven a un servicio de salud mental.
Desde la propia red social (familia y vecinos) se pueden establecer relaciones informales de apoyo mutuo con ganancias logísticas y relacionales. En el acogimiento familiar se habla con gran solemnidad de crear una “Cultura del Acogimiento” centrada en sensibilizar a la sociedad sobre las necesidades de los niños, niñas y adolescentes tutelados. Teniendo en cuenta la importancia de la prevención, se hace necesario crear una cultura del acogimiento más amplia en la que toda la comunidad esté comprometida, “una cultura de vecindario” en la que el apoyo entre vecinos reduzca la necesidad de intervenciones profesionales. Sin embargo, se tiende a profesionalizar todo. En épocas no tan lejanas los niños y niñas iban libremente de una casa a otra; ahora van a actividades extraescolares y los ayuntamientos están abriendo servicios de canguro con profesionales contratados. Como indica Alberto Rodríguez en su artículo “
Diseñando la mesa del cambio.¿Qué tipo de intervención es más eficaz en la reparación de daños por desprotección infantil”, citando a Colapinto: “intervenciones especializadas pueden diluir el papel de la familia”[11]… y el de la comunidad.
2. Separar y dejar en el entorno. Apostar por el acogimiento en familia extensa y en la comunidad de origen
Llegado el punto en que hay que aceptar la imposibilidad de reparar el sistema familiar o que no se dispone de más tiempo para garantizar la seguridad física o psicológica del niño, niña o adolescente, se recurre en primer lugar a aquellos familiares (abuelos, tíos, hermanos mayores de edad, etc.) que puedan cuidarlo. El empleo masivo de estos acogimientos (en España hay 17.000 niños, niñas y adolescentes en Acogimiento Familiar, de los cuales 12.000 (70%) están en familia extensa) se ha producido por diferentes razones: regularizaciones de situaciones de hecho, mayor predisposición por parte de los familiares y menor coste económico.
Por encima de estas razones, hay que poner en valor su demostrado impacto positivo en los niños, niñas y adolescentes así acogidos, en los que se observan mejores resultados de salud mental y bienestar en general, así como una menor probabilidad de cese del acogimiento. Desde la perspectiva de la pérdida ambigua, la bondad del acogimiento en familia extensa residiría en la continuidad relacional, social y cultural que se ofrece a los niños, niñas y adolescentes en situación de desamparo (como explica Leandrea Romero-Lucero[12]). De este modo, los niños, niñas y adolescentes no se ven a sí mismos apartados ni estigmatizados, como si fueran ellos los autores de algún delito, y no experimentan otras pérdidas más que las estrictamente necesarias. Las mejores oportunidades que pretenden ofrecer otros tipos de acogimiento pueden no compensar los riesgos psicológicos que conllevan las otras muchas pérdidas.
Sin embargo, el apoyo que reciben estas familias es manifiestamente mejorable. No se trata de equipararlo a los apoyos que recibe el acogimiento en familia ajena con un mejor estatus social, sino de adecuarlo a sus necesidades económicas, de formación, de orientación y de acompañamiento que obviamente son superiores a las de aquellas. Estos parientes, sin llegar a ser negligentes, comparten muchas de las dificultades y limitaciones de los progenitores que han causado el maltrato, que, a su vez, se pueden ver incrementadas por el hecho de estar acogiendo a estos niños. Cuidar al cuidador o cuidadora es también una forma cuidar al niño, niña o adolescente.
¿Cómo reducir la ambigüedad asociada a la pérdida ambigua experimentada por los niños, niñas y adolescentes acogidos?
Las siguientes recomendaciones, recogidas en la literatura, podrían ayudar a los niños, niñas y adolescentes que por su seguridad han sido separados de su familia y de su entorno para ser ubicados en un acogimiento residencial o en familia ajena. No se trata de un catalogo de intervenciones terapéuticas, sino de una serie de consideraciones a tener en cuenta por todas aquellas personas intervinientes en el sistema de protección, sean o no profesionales.
El primer paso para ayudar a estos niños, niñas y adolescentes es identificar, reconocer y dar valor a sus pérdidas ambiguas.
El segundo paso es ponerse en su piel. Monique Mitchell, en su libro The neglected transition: Building a relational home for children entering foster care[13], antes de abordar cualquier aspecto de la transición desde la familia biológica al hogar de acogida, le pide al lector que piense cómo se sentiría en las mismas circunstancias o que recuerde su experiencia o la de alguien conocido. Más que empatía, se requiere compasión, entendida como activadora y moduladora de la intervención.
El tercer paso, el más importante, es dar adecuadamente a los niños toda la información posible. A diferencia de las pérdidas definitivas, que no requieren mayor información, las pérdidas ambiguas son un mar de dudas y de preguntas. El no saber nos crea una ambigüedad paralizante, que impide avanzar en cualquier dirección conocida o desconocida. En tales circunstancias todos pagaríamos lo que fuera por saber por qué, para qué, quién, cómo, dónde y cuándo. Desde el momento en que se le comunica a un niño, niña o adolescente que va a tener que alejarse temporalmente de su familia, no solo experimentará las pérdidas ya mencionadas, sino que iniciará un viaje hacia lo desconocido, al encuentro de lugares y de personas extrañas y, para ellos, inimaginables. El niño necesita saber el porqué de la separación, pero también lo que va a ser de él a continuación. Los niños, niñas y adolescentes pueden estar entumecidos por el impacto o no ser conscientes de lo que los angustia y, en consecuencia, no demandar esta información que tanto necesitan. Quizás lo hagan más adelante, incluso años más tarde. De nuevo, se hace necesaria la compasión, el ponerse en el lugar del niño, niña o adolescente para sentir lo que sienten, aunque no lo expresen, y adelantarse a sus preguntas con toda la información de la que se disponga. Con honestidad, afecto, respeto, flexibilidad y… compromiso. Ser adecuada y oportunamente informado puede reducir el miedo y la ansiedad que sienten, facilitando así el acceso a dar significado (sentido) al cambio y a la esperanza que les animará a continuar.
Por otra parte, cabe señalar, desde mi punto de vista, otros elementos clave en este proceso de acompañamiento:
.- Proporcionar una persona o familia con la que pueda establecer una vinculación segura y estable. No se trataría de minimizar, sino de evitar nuevas pérdidas que seguirán siendo ambiguas.
.- Redefinir el concepto de familia. Gina Samuels[14] escribe en relación a la pérdida ambigua del concepto de familia experimentada por los jóvenes cuando se encontraban tutelados: “la apuesta del Sistema de Protección por proporcionar una familia sustituta impidió una identidad dual inclusiva de múltiples lazos familiares y lealtades” y que para conseguir esta identidad dual “Es necesario concebir un tipo de familia que vaya más allá de los lazos de sangre sin que estos sean anulados”.
Incluso, cuando no es posible la reunificación, se podría proporcionar un sentido de continuidad y de permanencia relacional al mantener y valorizar las relaciones sanas con otros referentes secundarios (parientes, amigos, vecinos, maestros) mediante visitas, eventos, actividades, como indica Javier Múgica[15] en e
l anterior artículo publicado en este blog. A su vez, el modelo de intervención propuesto por Alberto Rodríguez[16] en
su artículo puede ofrecer también ventajas adicionales en este sentido. Sentar a la familia de origen en la mesa de trabajo con el objetivo de que reconozca el maltrato causado, para así desculpabilizar al niño, podría también facilitar la continuidad relacional entre ellos.
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Para concluir
He abordado la pérdida ambigua en los niños, niñas y adolescentes en el sistema de protección en un modo genérico y desde entender el concepto de pérdida ambigua como toda pérdida que produce ambigüedad en sus diversos grados. Cada profesional decidirá sobre la entidad de estas pérdidas y los tratamientos oportunos para paliar sus efectos.
No obstante, acabaré parafraseando a Jordi Ripoll[17]: las consecuencias de una determinada intervención con un niño deben ser contempladas desde el principio ético de la no maleficencia; ante todo no hacer daño. Este principio obliga a la prevención de aquellos daños que no por ser considerados colaterales, son menores.
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[1]Boss, P. (1999). La pérdida ambigua. Cómo aprender a vivir con un duelo no terminado. Barcelona: Gedisa.
[2]Eastwood, C. (Director). (2008). El intercambio [Película]. Estados Unidos: Imagine Entertainment, Malpaso Productions, Relativity Media.
[3]Sardà, X. (2012). Mierda de infancia. Barcelona: Ediciones B.
[4]Lee, R. E., y Whiting, J. B. (2007). Foster Children’s Expressions of Ambiguous Loss. The American Journal of Family Therapy, 35(5), 417-428. Recuperado de: http://dx.doi.org/10.1080/01926180601057499
[5]Kim, J. R. (2009). Ambiguous Loss Haunts Foster and Adopted Children, publicado en la página web de NACAC (The North American Council on Adoptable Children), recuperado de: https://nacac.org/resource/ambiguous-loss-foster-and-adopted-children/
[6]Samuels, G. M. (2009). Ambiguous loss of home: The experience of familial (im)permanence among young adults with foster care backgrounds. Children and Youth Services Review, 31(12), 1229–1239. Recuperado de: http://dx.doi.org/10.1016/j.childyouth.2009.05.008
[7]González Sala, F. (noviembre, 2021). Del tránsito a la ruptura: claves a tener en cuenta [Ponencia]. V Congreso “El Interés Superior de la Infancia y Adolescencia” en Madrid. Recuperado de: https://www.acogimientoisn.org/ES/pages/Dia-11
[8]Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. (2021). Boletín de datos estadísticos de medidas de protección a la infancia. Número 23. Datos 2020. Madrid: Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Recuperado de: https://www.mdsocialesa2030.gob.es/derechos-sociales/infancia-y-adolescencia/PDF/Estadisticaboletineslegislacion/Boletin_Proteccion_23_Provisional.pdf
[9]Múgica, J. (2021). RETO 2: “Van de un sitio para otro y viven sin conexiones a los suyos, a su entorno y origen”. Por una protección a la infancia comunitaria, ligada y pegada al entorno afectivo, familiar, social, cultural y a la comunidad. En Rodríguez González, A. (Coord.) y Múgica Flores, J. (Coord.). Renovando desde dentro. Siete retos y propuestas de mejora del sistema de protección de la infancia en España. Recuperado de: https://renovandodentro.wordpress.com/ Pp. 7-8.
[10]Tavernier, B. (Director). (1999). Hoy empieza todo [Película]. Francia: Les Films Alain Sarde, Little Bear, TF1 Films Production.
[11]Rodríguez, A. (2022). Artículo 4: “Diseñando la mesa del cambio.¿Qué tipo de intervención es más eficaz en la reparación de daños por desprotección infantil?”. En Renovando desde dentro. Recuperado de: https://renovandodentro.wordpress.com/2022/01/19/articulo-4-disenando-la-mesa-del-cambio-que-tipo-de-intervencion-es-mas-eficaz-en-la-reparacion-de-danos-por-desproteccion-infantil-por-alberto-rodriguez/ P. 6.
[12]Romero-Lucero, L. (2020). Addressing Ambiguous Loss Through Group Therapy. The Family Journal, 28(3), 257-261. https://doi.org/10.1177/1066480720929691
[13]Mitchell, M. B. (2016). The neglected transition: Building a relational home for children entering foster care. Oxford (Reino Unido): Oxford University Press.
[14]Op. cit., 1236.
[15]Op. cit.
[16]Op. cit.
[17]Ripoll, J. (2012). La separació infant-família i la proposta de mesura com a recurs de protecció infantil en l’Acolliment d’Urgència i Diagnòstic: qüestions ètiques. Girona: Fundació Universitat de Girona: Innovació i Formació / Fundació Campus Arnau d’Escala. Recuperado de: http://hdl.handle.net/10256/8021