Acceso al 2º Art.: «Definiendo la consciencia»
¿Por qué la consciencia?
A lo largo de mi desarrollo profesional ha habido palabras e imágenes que han llegado a convertirse en auténticos “mantras”.
Mantras que invoco cada vez que quiero explicar determinados procesos.
Aquellos que son tan complejos como imprescindibles para desarrollar con
rigor y eficacia el trabajo de protección. Palabras o expresiones como intemperie, entornos seguros, afectividad consciente, la mirada consciente, las “tripas”, la memoria corporal, el trauma, honrar el dolor… Pero, sobre todas ellas, está la palabra “consciencia”.
Sé por experiencia que todo este universo semántico genera en los
adultos una mirada determinada a los niños, niñas y adolescentes y una
forma tan cálida y afectiva como clara y segura de cuidado. Esa mirada
transforma los espacios de intervención en cualquier nivel del sistema
de protección, tanto en las y los profesionales como en las familias, y
en general en cualquier espacio de cuidado a personas, sean niños, niñas
y adolescentes o personas ya adultas. El rol educativo, de crianza o de
cuidado adquiere eficacia en sus resultados así como calidez humana en
sus procesos.
Pero la mayor dificultad es delimitar y sistematizar cada una de esas
palabras, desmenuzar su significado y sistematizarlo en pautas de
actuación. Pautas que generen una intervención coherente y eficaz. Sobre
todo en el sistema de protección, cuando son muchas las personas que
intervienen con un mismo niño, niña o adolescente. Profesionales que
cambian por turnos y horarios, por áreas de responsabilidad o por el
foco con el que le miran, que viene determinado por el objetivo de
trabajo preestablecido desde el que se acercan al niño, niña o
adolescente.
Si yo digo que la consciencia del profesional en su intervención y de
las figuras parentales en las familias sobre sus actuaciones es
condición imprescindible para la eficacia de las mismas, creo que todos
estaríamos de acuerdo. La pregunta es: ¿Qué entendemos por consciencia?
¿Cuál es la diferencia entre una intervención consciente de una
inconsciente? ¿Cómo se delimita y estructura ese valor diferencial que
implica la consciencia para que pueda ser sistematizado en pautas
cotidianas de intervención que sean generalizables?. Es en esa
sistematización de los conceptos técnicos donde surgen las diferencias
entre personas, modelos de trabajo y políticas institucionales y
organizacionales.
Definiendo la consciencia
Así que ése es mi reto en este artículo: definir la consciencia desde la perspectiva del trabajo de protección a la infancia.
Empecemos por la definición de consciencia que nos viene dada en el
diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (RAE), porque me
sirve justamente para la estructura que quiero proponer. Dice así:
“Del lat. Conscientia: 1. f. Capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella. 2.
F. Conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo,
de sus actos y reflexiones. 3. f. Conocimiento reflexivo de las cosas. 4. f. Psicol. Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo”
Tres elementos: la realidad circundante, el propio interior de la
persona y las cosas. Tres acciones: relacionarse, reflexionar, intuir
(permitidme resumir así el “conocimiento inmediato o espontáneo”). Y el
resultado es percibirnos en el mundo.
La consciencia implica, por lo tanto, percibir tres elementos en la intervención:
- Mi propio proceso: ¿Qué me pasa a mí con esto? ¿Qué siento? ¿Qué
sensaciones corporales me está generando? ¿Me da miedo? ¿Me siento
cómodo? ¿Qué me mueve de mi historia personal lo que está pasando?
- El
proceso del otro, porque en la intervención en protección a la infancia
no hay cosas, son personas: los niños, niñas y adolescentes, las
familias y los otros profesionales: ¿Cómo está afectando lo que yo vivo,
siento, digo o hago al otro? ¿Cuál es su historia personal, desde donde
interpreta lo que le digo o hago? ¿De dónde vienen sus palabras o
acciones? ¿Cuáles son sus necesidades, diferentes de las mías?
- La
realidad circundante: el entorno donde estoy interviniendo: ¿Es un
entorno seguro o atemorizante? ¿Es frío o cálido? ¿Tiene luz o es
oscuro? ¿Está personalizado? ¿Es el más adecuado para hacer aquella
intervención que estoy haciendo? ¿Cómo afecta lo que digo o hago a otras
personas que estén en ese momento alrededor?
Pensemos en las acciones que se nos proponen en la definición. Porque sobre esos tres elementos tendré que “reflexionar” e “intuir”,
es decir analizarlo racionalmente pero también poner consciencia sobre
las emociones que surgen y sobre las sensaciones corporales que genera
en mí y en la otra persona. Y partiendo de toda esa información tendré
que “relacionarme”, es decir, salir al mundo, acercarme a esa otra persona, sea un niño, niña o adolescente o un adulto.
La consciencia es un proceso complejo que conlleva un tiempo que no
siempre sentimos tener. Una capacidad que necesita ser ejercitada para
que, desde la práctica cotidiana, se internalice hasta el punto de que
salga casi automática. Es mucha información que, cuando empezamos a
trabajar o cuando nos convertimos en figuras parentales, no percibimos y
que, con los años y la experiencia, procesamos de forma casi
autómatica. Bueno, no siempre. Esta amplitud y rapidez de análisis
ocurre cuando hemos buscado esa consciencia. Porque a veces los años y
la experiencia justamente nos llevan a lo contrario: a cerrarnos, a
bloquear esa consciencia, a no buscarla, a no desearla. Porque duele,
porque cuesta, porque cansa.
Pero si optamos por ese valor diferencial de calidad y rigor
profesional que supone la consciencia tendremos que tratar de
sistematizarla. Resulta casi paradójico preguntarse: ¿Cómo puedo saber
que estoy siendo consciente? ¿Cómo puedo ser consciente de estar
siéndolo?. Sigamos pues con el reto propuesto. Sistematicemos cada uno
de los tres elementos: mi propio proceso interno, el proceso de la otra
persona y el entorno donde estoy.
Elemento Primero: Mi propio proceso interno
La intervención con personas en general y muy particularmente aquella
que se realiza desde un rol educativo, de crianza o de cuidado se basa
en la relación entre quien cuida y quien es cuidado, una relación que
además sucede en un entorno determinado. Para lograr una intervención de
calidad es nuclear comprender que tan importante es poner consciencia
en el proceso de la persona a la que acompañamos, educamos o cuidamos
como en nuestro propio proceso, en lo que nos va sucediendo en el marco
de esta intervención.
Contemplarnos a nosotros mismos como herramienta de cambio, tal y como exponía el mes pasado en su artículo mi compañero de Espirales CI, F. Javier Romeo. Intervenimos desde quienes somos. Por lo tanto, el primer pilar de la consciencia es nuestro proceso interior.
La pregunta clave en este primer elemento es: ¿Qué me pasa a mí con
esto? Y para poder contestarla es necesario hacer conscientes varios
elementos:
1. Mi propia historia de vida. La vida acaba siendo lo que somos
capaces de construir partiendo de aquello que nos dieron. Es algo así
como cocinar. Los ingredientes nos los dan, pero la responsabilidad de
cocinar es nuestra. No podemos elegir los ingredientes, pero sí lo que
cocinamos con ellos. Por lo tanto, la integración de nuestra historia de
vida es una de las claves que delimita nuestra consciencia. No se trata
tanto de haber tenido una buena vida, una buena infancia en concreto,
sino de tenerla integrada haya sido la que haya sido.
Integrar nuestra historia de vida significa fundamentalmente:
- Comprender el hilo que ha unido los acontecimientos que nos han ido sucediendo.
- Reconocer nuestra valía como seres frágiles y únicos, merecedores de ser cuidados, dándonos valor.
- Honrar las emociones, el dolor y el gozo que hemos vivido, dándoles valor.
- Visibilizar
el daño, en caso de que exista, fruto de experiencias traumáticas y
comprender sus implicaciones a lo largo de la vida, incluyendo la
flexibilización de nuestros mecanismos disociativos.
- Reconocer y elaborar nuestros modelos vinculares.
Si lo logramos, si integramos nuestra historia de vida, entonces deja
de dañarnos (aunque no de dolernos a veces). No cambiamos lo que nos ha
pasado, cambiamos nuestra forma de vivirlo. De esta forma, nuestra
historia de vida pasa de condicionarnos de forma inconsciente a
convertirse en un bagaje experiencial que se convierte en riqueza cuando
asumimos un rol de acompañamiento y de cuidado, sea en nuestras
familias o sea como rol profesional.
Cuando nuestra historia de vida está integrada, somos capaces de:
- Sentir el dolor ajeno sin dejarnos invadir por él. De ese modo,
mantenemos la distancia adecuada, la que permite el acompañamiento
afectivo, la calidez al mismo tiempo que la diferenciación de mí mismo
respecto de las vivencias del otro.
- Flexibilizar nuestros
mecanismos de disociación, de forma que podamos manejarlos. Se activarán
en determinadas situaciones (muchas menos), pero podemos reconocerlos y
disolverlos. Esos mecanismos en determinados momentos pueden incluso
ser útiles, pero hay que reconocerlos internamente, saber cuándo y por
qué se activan nuestras “murallas” internas.
- Decidir nuestros
propios modelos vinculares con nuestras familias (los hijos e hijas, la
pareja..) y con las personas con las que trabajamos. Si no los hacemos
conscientes y los integramos, tendemos a repetir los modelos afectivos
de quienes nos criaron. Pero si los integramos, podemos elegir si son
desde los que deseamos construir nuestra propia red afectiva.
Sin embargo, una historia de vida no trabajada e integrada conlleva varios riesgos:
- Trasladarle a la persona con la que trabajo, en este caso a los
niños, niñas y adolescentes del sistema de protección y sus familias,
cosas que no son suyas, ni de su historia, sino mías. Lo llamamos
proyectar.
- Sesgar, en positivo o negativo, mi percepción de esa
persona, sobre su conducta, motivaciones y posibilidades desde mis
propias vivencias internas.
- Relacionarme con esa persona desde
mis modelos afectivos aprendidos en mi primera infancia y que, si no he
trabajado de forma consciente, puedo tender a repetir.
- Establecer
mal la distancia necesaria para la reflexión que conlleva la
consciencia. Bien por la sobre implicación o identificación, en la que
la vivencia del otro nos inunda y nos impide la consciencia sobre
nuestro propio proceso, difuminando los límites entre lo que es nuestro y
lo que es del otro. O bien estableciendo una distancia excesiva,
motivada a menudo porque algo en la historia de vida de ese niño, niña o
adolescente se engancha con mi propia historia de vida. Entonces
perdemos el ajuste emocional con el otro, la calidez en la presencia
pudiendo llegar al extremo de tratarle como una “cosa”, un “número” o un
“expediente o caso”.
- Activar mis mecanismos de disociación que
aprendí fruto de mis experiencias de trauma y que si no he trabajado y
flexibilizado, pueden activarse de manera inconsciente con esa persona.
Sobre todo cuando, como sucede a menudo en el sistema de protección, me
encuentre ante situaciones que se enlazan con la memoria traumática:
olores, gestos, palabras, esquemas familiares, conflictos o situaciones
de violencia.
2. Mis “tripas”.
El procesamiento de una información o experiencia se da en tres
niveles: racional, emocional y corporal. El procesamiento somato
sensorial de cualquier experiencia genera una memoria corporal que queda
anclada en el cuerpo a la que yo suelo llamar las “tripas”. Esas “tripas”
procesan información, una información que es especialmente valiosa en
situaciones de riesgo, peligro o desprotección. Esa información, cuando
aprendemos a usarla, se convierte en una herramienta valiosísima de
consciencia, que podemos utilizar a favor de las personas con las que
trabajamos. Procesamos la información que nuestras “tripas” nos dan
sobre el entorno, sobre la situación o sobre la persona. Nuestras
“tripas” nos permiten percibir las situaciones de peligro incluso cuando
la otra persona nos la quiere ocultar. Nuestras “tripas” perciben el
daño no siempre expresado. En muchos modelos técnicos se enseña a los
profesionales a funcionar desde el procesamiento racional únicamente,
perdiendo el valor del procesamiento emocional y corporal de la
experiencia.
Un elemento clave de consciencia es acostumbrarse a “Escuchar las tripas”
para poner al servicio de la persona a la que estamos cuidando toda la
información que nuestro cuerpo y nuestra emoción perciben. Acostumbrarse
a identificar las sensaciones corporales que una persona o situación
nos genera incrementa nuestro nivel de consciencia y nos hace
profesionales más eficaces. Las “tripas” recogen también nuestra memoria
profesional, la experiencia acumulada que nos permite reconocer e
identificar indicadores que no percibimos cuando carecemos de
experiencia. Aprender a legitimar nuestras “tripas” como un elemento de
consciencia, no el único ni el más válido necesariamente, pero
imprescindible. Y esa legitimación llega también como parte de la
integración de la historia de vida.
3. Fragilidad y fortaleza emocional. Nuestro propio estado psíquico,
nuestra capacidad de autorregulación y nuestros propios límites
determinan nuestra capacidad de consciencia. En un proceso de
acompañamiento, cuidado o educativo es imprescindible que quien cuida
tenga un cierto equilibrio emocional. No se puede cuidar, acompañar ni
educar de forma consciente si no se está bien internamente. Cuando una
persona está enferma física o psíquicamente, cuando tiene una
preocupación que lo absorbe y le bloquea, cuando está esperando los
resultados médicos de alguien a quien ama o una llamada telefónica de
algo importante, cuando está en las primeras fases de un proceso de
duelo profundo…la capacidad de consciencia se ve mermada. La persona se
mete hacia dentro y se desconecta del entorno y de las demás personas.
Los recursos personales se destinan, como es humano y lógico, a aquello
que nos preocupa. Por lo tanto, el autocuidado es condición
imprescindible para la consciencia. Y asumir que no siempre se puede
mantener la consciencia. A veces el cansancio, el miedo, la ira o el
enamoramiento (no siempre nos llega la desconexión por cosas negativas)
nos impiden ese reflexionar, intuir y relacionarnos con el mundo
exterior. Saber decir: “ahora no puedo” es un indicador clave de consciencia. La fortaleza emocional es condición para la consciencia, y no siempre la tenemos.
Resumiendo, por lo tanto, este primer elemento. ¿Cómo sistematizar la consciencia sobre mi proceso interior?
- Integrando mi historia de vida.
- Identificando las sensaciones corporales que me llegan, dándoles nombre y forma para leer la información que guardan.
- Garantizando
el autocuidado en mi vida personal y profesional (y exigiendo el
cuidado a la entidad, organización o institución para la que trabajo) y
entendiendo como fortaleza el reconocimiento y el trabajo personal sobre
mis propios límites.
Elemento segundo de la consciencia: el proceso del otro
Este es el elemento de consciencia más estudiado. Las carreras
universitarias de profesiones dedicadas al cuidado basan sus currículos
en el estudio de la persona, de ese “otro” con el que vamos a trabajar:
sus procesos, sus problemáticas, sus potencialidades. Como si fueran
diferentes a mí, como si las personas con las que trabajo no fueran
iguales que yo, sólo que a menudo menos afortunadas, con una historia de
vida más difícil que les ha hecho disponer a veces de unos recursos más
limitados. Pero una de las claves de consciencia es comprender que
estudiando al otro me veo a mí mismo y que la profundidad a la que
llegue en el estudio del “otro” viene condicionada por lo que sea capaz
de ver dentro de mí mismo.
De este modo surgen elementos de consciencia similares sobre el proceso del otro:
1. Su historia de vida. ¿La conozco? ¿Cuánto sé de la persona con
quien estoy interviniendo antes de tomar decisiones que puedan afectar a
su vida? ¿Me leo los expedientes de los niños, niñas o adolescentes
cuando llegan a un recurso? ¿Les damos a las familias acogedoras y
adoptivas los datos suficientes y necesarios de la historia de vida de
los niños, niñas y adolescentes? ¿Dedico tiempo a escuchar su relato de
vida? ¿Les dejo que me lo cuenten ellos de primera mano o decido sobre
papeles o sobre la versión que de su historia me dan otros
profesionales? ¿Conozco a sus familias, las personas que ellos
consideran familia, no las que los papeles dicen que son su familia?
¿Sé, o creo saber, si ha vivido alguna experiencia traumática en su
vida?. Si no conozco la historia de vida de una persona, no puedo hacer
un análisis consciente de su conducta, su realidad y sus necesidades.
Por lo tanto, corro un gran riesgo de tomar decisiones erróneas. Y
conocer su historia de vida no es leer papeles, ni recibirle en un
despacho durante media hora (o menos).
2. Las “tripas” de la persona. Cuando se realiza la evaluación del
estado de un niño, niña o adolescente o de sus familias es necesario
mirar más allá de lo aparente. No sólo se trata de lo que dicen de
palabra, sino de mirar lo que hacen, cómo se comportan. No sólo el
conflicto sino las relaciones afectivas que los unen más allá de ese
conflicto. Ser capaces de ver las somatizaciones en niños, niñas y
adolescentes como elementos de procesamiento sensorial e indicadores de
trauma. Ser capaces de mirar el lenguaje no verbal como indicador para
saber cómo le está afectando mi intervención. Como figuras parentales,
llegar a conocer las “tripas” de los niños, niñas y adolescentes: sus
bioritmos, sus sensaciones corporales, su forma de dormir o los cambios
corporales y emocionales que se dan en ellos cuando están nerviosos.
3. Fragilidad y fortaleza. Este elemento de consciencia tiene que ver
con ser capaz de ver las fortalezas y debilidades del niño, niña o
adolescente; con mantener una mirada positiva hacia sus recursos
personales y su capacidad de supervivencia. También con saber detectar
los indicadores de patología y de ruptura interna. Y para lograrlo, la
formación en trauma y disociación hoy en día es imprescindible para
poder trabajar en el sistema de protección y para poder ser familia
acogedora o adoptiva.
Por lo tanto, ¿cómo puedo incrementar mi consciencia sobre el proceso de la persona?
- Conociendo su historia de vida, acercándome desde la escucha, la
recopilación de la información, construyendo un hilo narrativo que me
permita entender de dónde viene esa persona y honrar el dolor que ha
atravesado hasta llegar a mí. De ese modo veré y afrontaré la conducta
de esa persona como resultado o manifestación de su historia y en el
caso del sistema de protección, de su daño y el dolor vivido.
- Aprendiendo
a registrar y analizar los indicadores corporales del niño, niña o
adolescente: cómo duerme, cómo come, somatizaciones varias, cómo se
coloca corporalmente etc. y estableciendo el hilo narrativo cuando
lleguen las rupturas emocionales, las crisis o los estallidos para poder
identificar sus detonantes.
- Mirando al niño, niña o adolescente
y a sus familias en su globalidad, no sólo en su problemática.
Rescatando sus potencialidades y los recursos que tiene y formándome en trauma y disociación para aprender a poner consciencia en los indicadores de disociación que aparecen.
Elemento segundo (bis): el efecto de mi intervención sobre el otro
Hay dos matices importantes sobre este segundo elemento de consciencia que es el proceso del otro.
Por un lado, a veces ese “otro” no es una sola persona. A veces
tenemos varias personas sobre cuyo proceso hemos de mantener
consciencia. Trabajamos muy a menudo con grupos, como ocurre en los
hogares de protección. Y nuestras acciones tienen efectos sobre otras
personas presentes: sean otros niños, niñas y adolescentes o sean
personas del equipo profesional. Esa complejidad implica la consciencia,
en la medida de lo posible, sobre el sistema completo. Qué interesante
es plantearse, por ejemplo, que en la medida que los profesionales que
trabajan en un mismo equipo se conocen, conocen su historia de vida y
son capaces de esa mirada consciente y positiva los unos con los otros,
la intervención con los niños, niñas y adolescentes que están bajo su
cuidado incrementa su calidad y eficacia.
Por otro, un elemento clave de la consciencia sobre el otro tiene que
ver con el efecto que yo produzco en esa persona. ¿Nos preguntamos
suficiente cuál es el peso que nosotros como madres y padres, sea
biológicos, acogedores o adoptivos, tenemos en los niños y niñas? ¿La
influencia que lo que hacemos con ellos (y lo que no hacemos) tiene en
su desarrollo? Probablemente a menudo. Pero ¿Y como profesionales? ¿Nos
preguntamos cuando tomamos decisiones, cuando asumimos determinadas
actitudes, cuando nos posicionamos, los efectos que cada una de nuestras
decisiones tienen en la otra persona?
En este punto, tocaría diferenciar la consciencia de la conciencia.
La conciencia sobre el bien y el daño que puedo hacer. Esa conciencia
delimita la dimensión ética de mis actos, sean en la vida personal o en
la vida laboral. Y si nos paramos en esa dimensión ética conviene
recuperar dos valores clave para el sistema de protección y en cualquier
rol educativo o de cuidado: la transparencia y la honestidad.
No olvidemos que la ética tiene mucho que ver con el manejo del poder
en las relaciones interpersonales. El poder que tengo de influir en la
vida de otras personas (y también el poder que doy a otros sobre mí). El
rol profesional educativo o de cuidado conlleva un enorme poder. Y el
sistema de protección en su totalidad basa sus decisiones en gran medida
en ese poder. Un elemento clave de la consciencia sobre el otro es
aprender a usar el poder para favorecer la vida de esa persona, sobre
todo cuando está bajo mi responsabilidad.
Elemento tercero: el entorno donde estamos
Un elemento clave de consciencia es aprender a mirar las paredes e
integrarlas como un elemento de la intervención. Y cuando hablo de las
paredes, me refiero literalmente a las paredes. El entorno donde
realizamos una intervención le otorga un significado concreto a lo que
hacemos. Y que los entornos donde actúa el sistema de protección sean
entornos seguros y protectores es condición imprescindible para la
eficacia de sus medidas.
Los programas de preservación familiar deben incorporar un trabajo
sobre las condiciones de vida en los hogares, ayudando a las familias a
construir entornos cálidos que proporcionen a los niños, niñas y
adolescentes la seguridad básica que permita su desarrollo. Los equipos
educativos de los hogares de protección deben acostumbrarse a crear
hogar, y el hogar nace de convertir esas paredes en un entorno seguro y
protector a nivel emocional: la calidez, la personalización, la luz, los
colores…
Los profesionales del sistema de protección deben o bien transformar
sus despachos en lugares cálidos, o bien olvidarse de los despachos y
salir al entorno cotidiano de los niños, niñas y adolescentes:
entrevistarlos en los centros o en sus hogares, entender los
desplazamientos como entornos de intervención (si las furgonetas del
sistema de protección hablaran…) o salir a jugar a la pelota un rato con
un chico o chica.
La consciencia sobre el entorno también se sistematiza. Existe un
sistema de indicadores en cuatro niveles que incluimos en el escrito del
que partimos en este grupo de Renovando desde Dentro en el reto 3
cuando hablábamos de la calidez emocional en el sistema de protección.
No voy a extenderme, por lo tanto, en este punto. Sólo mencionar los
cuatro niveles en los que está estructurado para quien no haya podido
leer ese documento previo.
¿Cómo sistematizamos la consciencia sobre el entorno? Construyendo entornos seguros y protectores desde un sistema de indicadores construido en torno a cuatro niveles:
- Entorno seguro y protector a nivel físico
- Entorno seguro y protector a nivel emocional.
- Adultos conscientes como garantes del entorno seguro y protector.
- Protagonismo de las personas que viven en el entorno, incluyendo los niños, niñas y adolescentes.
Cada uno de esos niveles incluyen un sistema de indicadores para
aprender a poner consciencia en el entorno donde trabajamos. El cambio
que puede ocurrir, fruto de la consciencia, en una oficina cuando en vez
de encontrar al entrar un logotipo institucional, encuentro las fotos
de cuando eran niños de los trabajadores de ese equipo; cuando en un
hogar quito el registro de puntos rojos de cada niño o niña que está
colgado públicamente en el corcho junto a la mesa del comedor y cuelgo
las fotos de las excursiones que han hecho los niños y niñas; cuando
permito que los niños, niñas y adolescentes hagan suyas las habitaciones
de un hogar de forma que puedo distinguir cuando entro entre la
habitación de un niño de ocho años y la de una adolescente de catorce;
cuando comprendo que los objetos y fotografías de la familia biológica
no suponen una amenaza para la familia acogedora sino un elemento de
seguridad para el niño o niña. Ese cambio viene de la consciencia en el
entorno como elemento de intervención. No es sólo lo que hacemos, es
dónde lo hacemos también.
Y un último apunte: relacionarnos
¿Os acordáis de las tres acciones de la definición de consciencia?
Reflexionar, intuir y relacionarse. Con toda la información que el
proceso de consciencia nos ha proporcionado: sobre mi propio proceso,
sobre el estado del niño, niña o adolescente y sobre el entorno donde
estamos; con todo eso toca relacionarnos. Y elegir cómo hacerlo.
Y ahí aparece un último elemento de consciencia para todos los que
trabajamos en roles de cuidado, educativos o de protección. Surge de
forma natural, casi espontánea: la afectividad. En principio, cuando
pensamos en las familias, parece algo obvio, que surge de forma
espontánea. Pero no siempre es así. Sobre todo cuando llegan los
momentos de crisis y de conflicto. Y en el caso de las familias
acogedoras y adoptivas, qué difícil es, por ejemplo, mantener la
afectividad cuando aparece el dolor de la historia de vida del niño,
niña o adolescente en forma de agresión.
Y si pensamos en el rol de cuidado profesional, si mantenemos
consciencia sobre lo que nos pasa por dentro y cómo afecta al otro; si
comprendemos de dónde viene la otra persona, cuál es su historia y que
su conducta no es otra cosa que manifestación del dolor que lleva
dentro; y si queremos construir un entorno seguro y protector que haga
nuestra intervención más eficaz; entonces relacionarnos de forma
afectiva con las personas a las que cuidamos pasa a ser un requisito de
nuestro trabajo.
Y la afectividad, ¡oh, sorpresa!, pasa de ser un elemento inconsciente que me surge sólo cuando una persona me cae bien de “tripas”
o la quiero, o convertirse en afectividad consciente. Una afectividad
que yo elijo cada día en mi familia, pero también en mi turno y en mi
trabajo. La afectividad consciente
surge entonces como una competencia profesional que yo puedo
desarrollar y promover en mí mismo como profesional así como convertirla
en condición organizacional de mi entidad o institución. Implementarla
como condición organizacional es un reto, porque implica un proceso de
transformación de la entidad que baja en cascada desde el estilo de
liderazgo de los cargos directivos, sus políticas de recursos humanos o
la formación de sus profesionales hasta la revisión de los entornos de
trabajo.
En el caso del sistema de protección a la infancia, la afectividad
consciente es una competencia profesional imprescindible. Elijo
relacionarme de forma afectiva porque sé que será el único modo de:
construir un entorno seguro y protector; flexibilizar los mecanismos
disociativos que el niño, niña o adolescente ha puesto en marcha para
sobrevivir y cuidarme a mí mismo desde la sensación de eficacia en mi
trabajo y de cercanía y calidez con las personas a las que cuido, entre
otras muchas cosas.
Si yo defino la afectividad consciente como competencia profesional,
tendré que desgranarla a su vez en una serie de habilidades con sus
respectivos indicadores que me permitan saber si estoy relacionándome
desde esa competencia, si la estoy implementando en mi trabajo. Pero
esta parte la dejo para otro post, que si habéis sido capaces de leerme
hasta aquí es más que suficiente, agradecida quedo.
Y para concluir, tres preguntas y un aprendizaje
Por un lado, las tres “preguntas mantra” que yo suelo usar para
revisar mis propias actuaciones y cuando trabajo con equipos: ¿Desde
dónde lo estoy haciendo? (Proceso interior), ¿Dónde lo estoy haciendo?
(consciencia en el entorno) y ¿Cómo lo estoy haciendo? (consciencia en
la forma de acercarme al otro).
Y un aprendizaje personal: la consciencia es agotadora, porque no
tiene fin. Cuando haces consciente algo, llega como en cadena un montón
de otras cosas que ni siquiera sabías que no habías percibido. Y eso en
la vida personal pasa tanto o más que en la profesional. Hay veces que
sólo quieres apagar el chip y descansar.
Sin embargo, la consciencia nos hace libres. Nos permite elegir.
Elegir el dónde, elegir el cómo, elegir desde dónde…elegir. Vivir con
consciencia es un regalo porque supone vivir en libertad.
Pepa Horno.
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Rica: Aldeas Infantiles SOS. Disponible en: https://www.espiralesci.es/guia-la-promocion-de-entornos-seguros-y-protectores-en-aldeas-infantiles-sos-en-america-latina-y-el-caribe-de-pepa-horno/
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Horno, P. (2017). Honrar su dolor: El acompañamiento a las víctimas de
abuso sexual infantil a lo largo de la vida. Disponible en:
http://www.espiralesci.es/honrar-su-dolor-el-acompanamiento-a-las-victimas-de-abuso-sexual-infantil-a-lo-largo-de-la-vida-articulo-de-pepa-horno-en-sal-terrae/
Horno, P. (2020). Metáforas para la consciencia. Bilbao: Desclée de Brouwer.